A medida que la
biotecnología se desarrolla, cada vez resulta más necesario a nivel económico
patentar los organismos genéticamente modificados (OGM), pero hay quienes
consideran que esto es un error y que el código de la vida debería ser de
todos.
Al igual que la
industria de las telecomunicaciones ejerció presión para privatizar el espectro
electromagnético, la industria de la biotecnología pretende
hacer lo propio con los componentes más básicos de la naturaleza, es
decir, los genes que subyacen a toda forma de vida. El argumento es que
los genes son información, y si un biotecnólogo combina esa información para
crear nuevos organismos, entonces estos deberían ser susceptibles de ser
registrados o patentados de algún modo.
El primer caso de
intento de patentar un organismo tuvo lugar en 1979, cuando el microbiólogo Ananda
Mohan Chakrabarty quiso obtener la patente de un microorganismo
diseñado genéticamente para eliminar petróleo vertido en el
mar. El Tribunal Supremo de Estados Unidos aprobó la solicitud, convirtiéndose
así en el primer caso de una patente sobre un organismo modificado
genéticamente (OGM). Es decir, que un ser vivo era propiedad de una
persona o empresa y este podía ser explotado comercialmente de forma exclusiva.
Transcurridos apenas
unos meses tras aquel fallo, Genentech, la primera empresa de
biotecnología, salió a Bolsa con una oferta de un millón de acciones a 35
dólares la acción. En pocas horas, tuvo lugar una de las mayores alzas
bursátiles de la historia.
En contra de la
propiedad intelectual de la vida
Desde aquel caso citado,
es legalmente posible patentar cualquier código genético y también líneas celulares, tejidos y
órganos humanos, incluso embriones humanos genéticamente modificados. Sin
embargo, no todo el mundo estuvo de acuerdo con esta forma de explotación
comercial. El mayor opositor fue la Foundation on Economic Trends (FOET).
Después de pasarse
décadas combatiendo esta deriva legislativa en oficinas de patentes, tribunales
y cámaras legislativas, en 2002 la FOET reunió a 250 organizaciones de 50
países en el Foro Social Mundial de la ciudad brasileña de Porto Alegre para
apoyar un procomún genético, es decir, la filosofía de que los genes no se
puedan privatizar y deben ser recursos que no pertenezcan a nadie (o nos
pertenezcan a todos).
El procomún (del
inglés, commons) lo forman las cosas que heredamos y creamos conjuntamente
y que esperamos legar a las generaciones futuras. Y quienes defienden el
procomún genético entienden que el código de la vida entra en esta categoría.
En el campo de la
agricultura, destaca otro firme opositor de las patentes: Global Crop
Diversity Trust (GCDT), una ONG que lucha por conservar los recursos
fitogenéticos del planeta. De hecho, ellos son los que están detrás de la
construcción del almacén subterráneo de semillas que hay en una pequeña isla
del archipiélago de Svalbard: la llaman la bóveda del fin del mundo y está
diseñada para conservar la biodiversidad en caso de una hecatombe.
A pesar de que cada vez
es más barato y accesible participar de la industria de la biotecnología, y que
hay más incentivos que nunca para patentar un OGM, estas y otras organizaciones
están ganando pequeñas batallas. Un ejemplo de ello tuvo lugar en 2013, cuando
un tribunal falló por unanimidad que los genes relacionados con el cáncer de
mama no podían ser patentados por la compañía Myriad Genetics.
Son avances tímidos
hacia el procomún genético que recuerdan poderosamente a los intentos de que
el software deje de tener copyright y opte por el copyleft,
dando lugar a proyectos comunes abiertos como Wikipedia o Linux.
Con todo, la batalla
continúa siendo desigual: los beneficios de privatizar los OGM han propiciado
que incluso ya se hable de bioeconomía (término acuñado por el
mexicano Juan Enríquez Cabot y su socio fundador del Life Science Project,
Rodrigo Martínez): una fuerza tan poderosa que proporciona una cuarta parte de
toda la riqueza de Estados Unidos.
Muy Interesante
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