Apenas un centenar de personas acompañaron a Mussolini el 23 de marzo de 1919 en la fundación del Fasci di Combattimento, la primera pieza de una ideología que cambiaría el mundo
No resultaba difícil comprender el mensaje que querían transmitir los socialistas de Milán cuando, en la noche del 16 de noviembre de 1919, se presentaron frente a la casa del líder de los Fasci di Combattimento, portando antorchas y cargando sobre sus hombros una especie de féretro. Cualquier mínima duda quedaría, en todo caso, despejada al día siguiente, cuando el diario socialista Avanti publicaba que “hay un cadáver en estado de putrefacción que ha sido sacado del canal. Estamos hablando de Benito Mussolini”.
Aquella noche, los socialistas italianos celebraban una victoria electoral histórica, que les convertía en la fuerza más importante del Parlamento. Y algunos de ellos no perdieron la ocasión de restregársela al que se había significado como uno de sus más acérrimos enemigos y que había cosechado un resultado nefasto en los comicios. Sin duda, la carrera política de Mussolini parecía finiquitada.
Habían pasado apenas ocho meses desde que, un 23 de marzo de 1919, Mussolini pusiera en pie su propio movimiento político: los Fasci di Combattimento. Junto a aquel hombre, que había obtenido cierto prestigio por su labor como director de diversos periódicos, poco más de un centenar de personas se reunieron en un local alquilado en la Piazza San Sepolcro para ver nacer una fuerza ciertamente original.
Pese a contar con el respaldo de algunos nombres de relevancia como el del escritor Filippo Tommaso Marinetti, padre del movimiento futurista, el evento apenas captó la atención de los medios ni de la opinión pública. Los Fasci di Combattimento nacían con una extraña mezcla de nacionalismo y socialismo, en la que combinaban la defensa de los intereses expansionistas de Italia con propuestas sociales radicales para la época: sufragio femenino, voto a partir de los 18 años, jornadas de ocho horas, impuestos progresivos sobre el capital, expropiación de ciertos bienes de la Iglesia…
Poco más de 100 personas acompañaron a Mussolini en un evento que apenas captó el interés de los medios
Pero, sobre todo, lo que caracterizaba a aquel movimiento era su violento rechazo a los postulados del socialismo internacionalista imperante en el Partido Socialista de Italia (PSI). Y la primera prueba de esto la dejarían apenas unas semanas después, el 15 de abril, cuando un grupo de fascistas (esta denominación no se haría popular hasta el otoño de 1920) asaltó la redacción del diario socialista Avanti, en un acto que se saldó con cuatro muertos y 39 heridos.
El rechazo al socialismo no era, en cualquier caso, una extravagancia en la Italia (ni en la Europa) de la época. Eran muchos los que no perdonaban al partido su postura durante la Primera Guerra Mundial, contraria a la intervención italiana, en lo que fue interpretado como una traición a los intereses nacionales.
Curiosamente, Mussolini, había sido uno de los principales defensores de la postura pacifista durante los primeros meses de la contienda. Hombre fuerte del socialismo italiano, aquel joven nacido en Predappio en 1883, se valdría de su posición como director de Avanti para denunciar una guerra que creía sólo favorable a los intereses del imperialismo y la burguesía.
Pero su postura giraría tan radicalmente que el 24 de noviembre fue expulsado del PSI y desde las páginas de su nuevo periódico, Il Popolo d’Italia -un periódico subvencionado por Francia y Bélgica, interesados en que Italia se uniera a sus esfuerzos bélicos-, se convertiría en uno de los más activos adalides del intervencionismo italiano en la que pasó a ser a sus ojos una guerra democrática y justa.
La brecha entre Mussolini y sus antiguos camaradas socialistas se iría agrandando durante la contienda. Les acusaba de trabajar al servicio de austriacos y alemanes y ni siquiera soportaba su “internacionalismo enfermizo” y “socialismo provocador”, que se manifestaba al término de la contienda en ayudas a los niños de los enemigos austriacos, en lugar de preocuparse por los hijos huérfanos de los soldados italianos caídos durante la guerra.
Hombre fuerte del socialismo italiano, su apoyo a la entrada de Italia en la guerra supuso su expulsión del partido
Las negociaciones de paz que siguieron al término de la Primera Guerra Mundialarrojaron notables decepciones para los italianos. Después de dejarse más de 600.000 hombres en los campos de batalla, y pese a figurar en el bando vencedor, Italia apenas había recibido de sus aliados los territorios de Trieste y el Trentino, que la propia Austria había ofrecido ya en 1915 a cambio de la neutralidad. En ese contexto, el resentimiento hacia los traidores socialistas no hizo más que extenderse.
“Para nosotros, la guerra no ha cesado. A los enemigos externos los sucedieron los enemigos internos”, escribiría Mussolini en septiembre de 1919 desde las páginas del medio oficial de su movimiento, Il Fascio, donde denunciaba la contraposición de, “por una parte, los verdaderos italianos, amantes de la grandeza de la patria; por otra, los enemigos de aquella, los cobardes que atentan contra tal grandeza y premeditan su destrucción”.
Quién puede evitar conmoverse profundamente viendo el Gran Reich alemán de hoy?", se preguntaba Adolf Hitler el día de Año Nuevo de 1939. El líder nazi echaba la vista unos[...]
Pero si la postura antisocialista contaba con numerosos adeptos, los resultados de noviembre demostraron que también eran muchos los que encontraban razones para posicionarse al lado del PSI. Sin duda, la victoriosa revolución bolchevique en Rusia había inflamado los ánimos de las clases proletarias, que, azuzadas por unas condiciones económicas y sociales especialmente convulsas al término de la guerra, se dejaron seducir por los cantos revolucionarios del socialismo.
Por el contrario, la amalgama de nacionalismo y socialismo propugnada por Mussolini a inicios de 1919 pronto se reveló incapaz de concentrar un respaldo masivo. A finales de ese año, los Fasci di Combattimento apenas contaban con 37 secciones regionales y unos 800 inscritos en total, y ni siquiera le alcanzaba para pagar carteles. Por un momento, Mussolini llegó a pensar con abandonar la política, según explica Emilio Gentile en El fascismo y la marcha sobre Roma. El nacimiento de un régimen (Edhasa, 2015).
La amenaza roja
Sin embargo, sería el propio éxito del socialismo lo que le brindaría la oportunidad de relanzar su movimiento desde mediados de 1920. Como observa Gentile, durante el denominado “bienio rojo” italiano, entre 1919 y 1920, “la violenta deflagración del fanatismo político y de la lucha de clases hizo que Italia pareciese un país al borde de la guerra civil”.
En las violentas luchas de aquellos años, los fascistas habían tenido un papel muy secundario, limitados por su escasa capacidad. En cambio, en el socialismo, dirigido por una tendencia maximalista que aspiraba a provocar una pronta revolución, se hizo frecuente “la costumbre de irse a las manos y el desprecio por la vida, la propia y la ajena”, según expresaría el socialista independiente Arturo Labriola.
En realidad, esta cultura de la violencia se había extendido por buena parte de Europa tras el final de la Gran Guerra, una vez que “la frecuencia de la brutalidad en los combates, la familiaridad con el peligro y con la muerte, el desprecio por la vida humana adquiridos durante la guerra por millones de hombres en el frente habían distendido los frenos inhibitorios del uso de la violencia”, apunta Gentile.
La cultura de la violencia se había extendido por buena parte de Europa tras el final de Gran Guerra
Los socialistas, animados por su éxito electoral y por el ejemplo bolchevique trataban de forzar la situación desde los centros de poder regionales y locales en sus manos y daban pie a continuas huelgas, enfrentamientos y ocupaciones de fábricas que sembraban la preocupación entre las clases altas y medias del país.
Esta situación alcanzó un punto álgido en septiembre de 1920, cuando las ocupaciones de fábricas en ciudades como Turín dieron lugar a un escenario prerrevolucionario ante el que las fuerzas del Estado se mostraron incapaces de actuar. “En ese momento se vio al Estado desplomarse y aún pasar a manos de los enemigos de la burguesía”, observaría Labriola. Lo cierto es que aquella insurrección acabó desactivándose sin mayores consecuencias pero la obsesión revolucionaria quedaría marcada a fuego en la mente de la burguesía italiana.
El dirigente anarquista Enzo Malatesta había advertido de que si se dejaba pasar la oportunidad de sacar adelante la revolución tras la ocupación de las fábricas, “pagaremos con lágrimas el miedo que hemos hechos sentir a la burguesía”. Y efectivamente, la burguesía empezó a buscar el mejor modo de contener el peligro revolucionario. Y fue entonces cuando los fascistas emergieron como el dique más eficaz.
La bruma y una incesante llovizna enmarcaban el tránsito de los habitantes de Petrogrado en la tarde del 25 de octubre de 1917 (7 de noviembre, según el calendario gregoriano).[...]
Lo cierto es que durante aquella travesía del desierto, el movimiento de Mussolini no había descuidado su organización militar, con la formación de squadras y una importante inversión en armas que se intensificaría a medida que fueron recibiendo nuevos apoyos desde las clases pudientes.
Tras unas primeras ofensivas en verano, los squadristi, reunidos en grupos de entre 30 y 50 personas recrudecieron su actividad violenta en los últimos meses del año, haciéndose fuertes en las zonas rurales del Valle del Po, donde podían contar con el respaldo de las clases medias y altas y también de algunos campesinos, a los que lograron conquistar con repartos de tierras cedidas por ciertos terratenientes.
Ante la incapacidad del Estado para contener el peligro revolucionario, las clases altas buscaron ayuda en la violencia fascista
La destrucción de periódicos e imprentas, casas de pueblo, cooperativas o clubes socialistas se convirtió en algo habitual durante los primeros meses de 1921, en un ambiente de violencia que se cobró 206 muertos (la mayoría socialistas, aunque también decenas de fascistas) en solo cuatro meses.
Las squadras de los Fasci tomaban el control de estas poblaciones rurales, sometiendo a la humillación a los dirigentes socialistas (a los que obligaban a tomar ingentes cantidades de aceite de ricino, que actuaba como laxante), supliendo el poder del Estado, en muchas ocasiones con la connivencia de las autoridades policiales y militares, que compartían con ellos el temor y el odio al socialismo.
Lideradas por antiguos combatientes de la guerra (los arditi, caracterizados durante el conflicto por vestir de negro), aplicando las tácticas aprendidas durante la conflagración mundial, estos grupos fascistas llevaron el uso de la violencia política a un estadio superior, convirtiéndola en sistemática.
“Consiguieron demostrar la incapacidad del Estado para proteger a los terratenientes y mantener el orden. Empezaron incluso a suplantarlo en la organización de la vida pública y a no respetar su monopolio de la fuerza.
Cuando llegaron a hacerse más osados, los Camisas Negras ocuparon ciudades enteras”, subraya Robert O. Paxton en Anatomía del Fascismo (Península, 2005).
Como vanguardia de una nacionalista “guerra contra el bolchevismo” pasaron de 20.000 miembros a finales de 1920, a cerca de 100.000 a finales de abril de 1921 y casi doblaron esta cifra al mes siguiente, cuando llegaron a 187.588. “Se habían convertido en un movimiento de masas”, explica Stanley G. Payne en la Historia del Fascismo (Planeta, 1995).
Con su eficacia en la lucha contra el peligro rojo, los fascistas solventaron sus problemas económicos, al atraer el respaldo de contribuyentes acaudalados. Para ello, no obstante, fue preciso un ajuste pragmático de su programa, en el que el antiguo radicalismo social quedó reducido a un mero reformismo de poco alcance, que permitió a los Fasci di Combattimento presentarse como defensores de los intereses de la burguesía.
El baluarte de la burguesía
Como explica el historiador Renzo de Felice, “entre finales de 1920 y los primeros meses de 1921, los Fasci cambiaron completamente de fisonomía, de carácter, de estructura social, de centros clave, de ideología y hasta de miembros. De sus dirigentes, solo Mussolini y unos pocos más siguieron por entero este cambio en todas sus fases. Muchos miembros fundadores se quedaron en el camino y algunos incluso se pasaron al lado opuesto, pero la mayoría se encontraron, casi sin darse cuenta, con que eran diferentes, en cierto momento, de lo que habían sido en los comienzos, suplantados en el liderazgo del movimiento por nuevos elementos, de origen y antecedentes diversos, relacionados con realidades muy distintas”.
De repente el fascismo se había convertido en un movimiento de masas que era más de clase media, más moderado en economía y más categóricamente violento y antisocialista. Una transformación que no estuvo exenta de dificultades. Sobre todo, cuando, a mediados de 1921, Mussolini consideró conveniente, para su propósito de alcanzar el poder, poner freno a la violencia contra los socialistas. La firma de un tratado de pacificación provocó unas tensiones internas que cerca estuvieron de costarle el liderazgo del movimiento y que le obligaron a renunciar, inmediatamente, al mismo.
Por entonces, los fascistas ya contaban con unos 35 diputados en el Parlamento. Los habían obtenido tras ser incluidos por el líder liberal Giovanni Giolitti, en una coalición antisocialista, conformada para las elecciones de mayo. Giolitti pensaba que así lograría “domesticar” a los fascistas, pero fueron muchos los que denunciaron que aquel paso suponía una legitimación inadmisible de aquel movimiento, según observa Donald Sassoon en Mussolini y el ascenso del fascismo(Crítica, 2008).
El apoyo liberal a su entrada en el Parlamento fue denunciado como una forma de legitimación
Lo cierto es que desde ese momento, el avance del fascismo se hizo irrefrenable. En noviembre de ese año, en un congreso celebrado en Roma, los Fasci di Combattimento se reconvertían en el Partido Fascista Nacional y a inicios de 1922, y pese a ser una fuerza minoritaria en el Parlamento, eran ya el partido más fuerte del país, con unos 322.000 afiliados.
Confiados en su fuerza, “durante 1922 los escuadristas pasaron de saquear y quemar sedes locales, oficinas de periódicos, bolsas de trabajo y casas de dirigentes socialistas a la ocupación violenta de ciudades enteras, todo sin que las autoridades les pusiesen grandes impedimentos”, observa Paxton.
Hacía apenas tres años que Mussolini había puesto en pie el movimiento fascista y las riendas del poder estaban ya a su alcance. Poco quedaba de su ideología inicial, pero sí persistía el odio que había impregnado su actuación desde sus inicios.
El mismo odio que guiaría a muchos de sus émulos en los años siguientes por toda Europa, dando forma a lo que el escritor alemán Thomas Mann denunciaría en 1933 como una revolución sin precedentes. La revolución de “la escoria vil”, que había tomado el poder “con inmenso regocijo de las masas”, en un movimiento “sin ideas subyacentes, contra las ideas, contra todo lo más noble, lo mejor, lo decente, contra la libertad, la verdad y la justicia”.
Difícilmente podía imaginar el autor de La montaña mágica las dramáticas páginas que el fascismo tenía aún por escribir.
Publicado el 17 de Marzo de 2019 - 00: 06
Sobre la tiranía
Veinte lecciones que aprender del siglo XX
Timothy Snyder
Prólogo
La historia y la tiranía
La historia no se repite, pero sí alecciona. Cuando los padres fundadores debatían la Constitución de Estados Unidos, recurrían a las enseñanzas de la historia que conocían. Preocupados ante la posibilidad de que la república democrática que imaginaban acabara desmoronándose, meditaban sobre la caída en la oligarquía y el imperio de las democracias y repúblicas de la antigüedad. Sabían muy bien que Aristóteles había advertido de que la desigualdad conllevaba inestabilidad, mientras que Platón estaba convencido de que los demagogos se aprovechaban de la libertad de expresión para erigirse en tiranos. Al fundamentar su república democrática en el derecho, y al establecer un sistema de frenos y contrapesos, los padres fundadores pretendían evitar ese mal que ellos, igual que los antiguos filósofos, denominaban tiranía. Tenían en mente la usurpación del poder por un solo individuo o grupo, o la posibilidad de que los gobernantes burlaran las leyes en su propio beneficio. Desde entonces, una gran parte del debate político en Estados Unidos ha tenido que ver con el problema de la tiranía en el seno de la sociedad estadounidense: por ejemplo, sobre los esclavos y sobre las mujeres.
Tener en cuenta la historia cuando nuestro orden político parece estar amenazado es una tradición fundamental de Occidente. Si hoy nos preocupa que el experimento estadounidense se ve amenazado por la tiranía, podemos seguir el ejemplo de los padres fundadores y considerar la historia de otras democracias y repúblicas. La buena noticia es que tenemos a mano ejemplos más recientes y relevantes que la antigua Grecia y la antigua Roma. La mala noticia es que la historia de la democracia moderna es también una historia de declive y caída. Desde que las colonias americanas declararon su independencia de una monarquía británica que los fundadores calificaban de «tiránica», la historia de Europa ha asistido a tres importantes momentos democráticos: en 1918, tras la Primera Guerra Mundial; en 1945, tras la Segunda Guerra Mundial; y en 1989, tras el fin del comunismo. Muchas de las democracias fundadas en esas coyunturas fracasaron en unas circunstancias que se asemejan a las nuestras en algunos aspectos importantes.
La historia puede familiarizar, y puede servir de advertencia. A finales del siglo XIX, al igual que a finales del siglo XX, la expansión del comercio mundial generó expectativas de progreso. A principios del siglo XX, igual que a principios del siglo XXI, esas esperanzas fueron puestas en entredicho por nuevas visiones de la política de masas en las que un líder o un partido afirmaban representar directamente la voluntad del pueblo. Las democracias europeas cayeron en el autoritarismo de derechas y el fascismo durante las décadas de 1920 y 1930. La Unión Soviética comunista, fundada en 1922, extendió su modelo a Europa en la década de 1940. La historia europea del siglo XX nos enseña que las sociedades pueden quebrarse, las democracias pueden caer, la ética puede venirse abajo, y un hombre cualquiera puede acabar plantado al borde de una fosa de la muerte con una pistola en la mano. Hoy en día nos resultaría muy útil comprender por qué.
Tanto el fascismo como el comunismo fueron reacciones a la globalización: a las desigualdades reales o imaginadas que creaba, y a la aparente impotencia de las democracias para afrontarlas. Los fascistas rechazaban la razón en nombre de la voluntad, negando la verdad objetiva en aras de un mito glorioso formulado por unos líderes que afirmaban encarnar la voz del pueblo. Le pusieron rostro a la globalización, argumentando que sus complejos desafíos obedecían a una conspiración contra la nación. Los fascistas gobernaron durante un par de décadas, dejando tras de sí un legado intelectual intacto que cada día va adquiriendo mayor relevancia. Los comunistas gobernaron durante mucho más tiempo, casi siete décadas en la Unión Soviética, y más de cuatro décadas en gran parte de Europa del Este. Planteaban que las tareas de gobierno estuvieran en manos de una disciplinada élite de partido, que tenía el monopolio de la razón, y que debía guiar a la sociedad hacia un futuro cierto, conforme a las leyes supuestamente inmutables de la historia.
Podríamos caer en la tentación de pensar que nuestro legado democrático nos protege automáticamente de tales amenazas. Se trata de un reflejo equivocado. Nuestra tradición nos exige que examinemos la historia para comprender las profundas fuentes de la tiranía y que reflexionemos sobre la respuesta adecuada que hay que darle. No somos más sabios que los europeos que vieron cómo la democracia daba paso al fascismo, al nazismo o al comunismo durante el siglo XX. Nuestra única ventaja es que nosotros podríamos aprender de su experiencia. Ahora es un buen momento para hacerlo.
Este libro presenta veinte lecciones del siglo XX, adaptadas a las circunstancias de hoy
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