Este artículo está dedicado, como tantas otras cosas, a mi querido
amigo Horacio Medina. Ejemplo de los trabajadores de nuestra industria
petrolera y cuya orientación me fue invalorable para escribir este artículo.
Conocí a Nelson Martínez en el entorno de la Sociedad Venezolana
de Catálisis. Eran otros tiempos, probablemente comienzos de los años noventa,
que no solamente parecen lejanos en el sentido puramente cronológico, sino que
en la Venezuela polarizada y arruinada por 20 años de ignominia y destrucción
sistemática, parecen distanciados por una eternidad de los tiempos actuales.
Yo era profesor en la Escuela de Química de la UCV y Nelson y
Magdalena Ramírez, ambos de Intevep, eran una presencia frecuente en una
institución donde funcionaba uno de los grupos de catálisis más importantes de
Latinoamérica y que reunía entre otros a Mireya Goldwasser, José Goldwasser,
Orlando Leal, Carmelo Bolívar, Carlos Scott y Josefina de Scott.
Los lazos entre Intevep y nuestra escuela eran intensos, y
abarcaban diversas áreas de investigación, no solamente en catálisis homogénea
y heterogénea, sino en otras áreas de frontera como emulsiones y asfaltenos,
donde la actividad de Sócrates Acevedo y María Antonieta Ranaudo, en
colaboración con nuestro propio laboratorio de físicoquimica, con Jimmy
Castillo, Manuel Caetano y Alberto Fernández, generó resultados muy importantes
para la industria y el avance del conocimiento en general.
A ello había que añadirle la formación de recursos humanos. Muchos
talentosos empleados del instituto de investigaciones y tecnología de Pdvsa,
eran simultáneamente estudiantes de nuestro postgrado. Yo era a la sazón
Coordinador del Postgrado de Química de la UCV, y llegamos a tener poco menos
de 100 estudiantes de los cuales cerca del 30% eran empleados de Intevep. De
esa interacción surgieron muchos esquemas de cooperación que incluían la
realización de tesis de postgrado y la donación que hizo Intevep de espacios y
dotación de bibliotecas, laboratorios y salones de seminario a nuestra
facultad.
He contado la historia con cierto detalle porque es necesario
comprender por un lado la magnitud del desastre que se consumó con el despido
de miles de empleados de Pdvsa por órdenes directas de Hugo Chávez luego del
paro cívico de 2002 y, por el otro, el marco del drama personal que significó
el que amigos y colegas se encontraran sorpresivamente en lados distintos de la
historia, arrastrados por sus lealtades y convicciones, cuando las motivaciones
eran honorables, o por su vileza y corrupción, cuando las razones eran
deleznables. Mucha gente, especialmente en la oposición, consideraría superfluo
el ejercicio del escrutinio en detalle, y tendería a simplemente identificar a
los corruptos con el país rojo del chavismo y a los honestos con el país azul
de la oposición. Pero la historia es más compleja, y tiene mucho que ver con el
tema central de este artículo. Sobre todo, cuando alguna gente pretende
erigirse en juez, acusador y verdugo en un juicio sin defensores ante la
opinión pública.
Entre los echados por instrucciones de Chávez ejecutadas por Alí
Rodríguez Araque, otro líder épico del chavismo originario y cuyos restos
regresaron hace poco de Cuba en una caja anónima, estaban muchos de los más
destacados profesionales, gerentes, ingenieros e investigadores de la
industria. Hoy se entiende perfectamente que la desintegración e involución de
la industria petrolera que se ha producido en estos 20 años de desgobierno eran
inevitables, porque para que el chavismo avanzara sus objetivos de imperialismo
caribeño, de control interno de la población y de participación destacada en el
supuesto nuevo orden mundial, con Venezuela aliada de Irán, Rusia, Cuba y
China, era indispensable que Chávez pudiera manejar nuestra principal industria
a su discreción absoluta. Los venezolanos tenemos una deuda que en algún
momento habrá que saldar con los constructores de nuestra industria petrolera,
los “pedevesos”, despedidos y humillados por un gobierno enemigo de su propio
pueblo, e incomprendidos por mucha de nuestra gente que nunca entendió su
sacrificio y sus valores. Pero eso es otra historia.
En el cataclismo que sucedió al criminal despido masivo de los
trabajadores de la industria, Nelson Martínez quedó del lado de la Pdvsa “doja,
dojita”, como quedaría eternizada en el sarcasmo popular gracias a la horrenda
pronunciación de Rafael Ramírez, otro de los defenestrados del chavismo
original en la misma operación político-policial que culminó con la
encarcelación de Martínez y Eulogio del Pino, mientras Ramírez escapaba a un
exilio dorado convertido en un crítico de Maduro.
Contra Nelson Martínez se levantaron múltiples acusaciones por su
ejercicio en la alta gerencia de la industria. Muchas hechas durante años por
sus ex-compañeros del país azul, y que fueron recogidas en un reciente y
acucioso trabajo de Nelson Bocaranda. Estas acusaciones no fueron por supuesto
investigadas y la única que tuvo peso en la cadena fatal de acontecimientos que
culminó con su muerte un año después de su detención fue la proveniente del
Fiscal General usurpador Tarek William Saab, quien señaló literalmente la
existencia de un Cartel de Pdvsa, para referirse a las actividades en que
estarían involucrados Martínez y del Pino.
Como lo señalé en su momento, no había ninguna intención de
combatir la corrupción en Pdvsa, nunca se realizó un juicio con pruebas frente
a un tribunal independiente. Se trataba de un obvio ajuste de cuentas al
interior del chavismo, donde se pretendía eliminar a piezas claves del entorno
del Comandante Galáctico, como Giordani, Navarro, Ramírez, del Pino y Martínez
para fortalecer los cuadros cercanos a Cabello y a Maduro.
Todo lo anterior es historia más o menos conocida y quedará ver si
en algún momento se esclarecen adecuadamente los hechos y se reivindica la
verdad, la víctima más visible de estos años de fabricación de realidades a
conveniencia de los dueños de Venezuela. Pero en verdad lo que más me ha
afectado de la tragedia de Nelson Martínez, un horrendo ejemplo de como las
revoluciones, especialmente las revoluciones criminales y a contrapelo de la
historia como el chavismo, devoran a sus impulsores y seguidores, es la
indefendible conducta de algunos ciudadanos del país azul, auto-designados
propietarios de la Atalaya de la Moral, presuntos combatientes contra la
destrucción y el mal que representan las prácticas de la oligarquía chavista, y
quienes expresan en las inefables redes sociales su poco disimulado contento
por el destino de Nelson Martínez.
No. Me niego a rendirme frente al mal. Yo estoy dispuesto a hacer
lo que sea para que gente como Nelson Martínez acusado de muy graves delitos de
corrupción pudiera enfrentar un juicio imparcial, con defensores, pruebas y
jurado. Y que de ese juicio se determinara su inocencia o su culpabilidad.
Pero la insensibilidad frente a la carta del hijo y la esposa de
Nelson, el hacerse los locos frente a las violaciones al debido proceso y la
inhumanidad de la mazmorras de tortura en que se han convertido las cárceles
del régimen, donde se le niega la atención médica elemental a los prisioneros,
no son para mí conductas aceptables en los ciudadanos del país azul.
Nosotros queremos justicia, no venganza, y debemos estar atentos a
no caer en la tentación de pensar que cuando el régimen reprime y asesina a sus
antiguos partidarios, está bien porque los chavistas están recibiendo algo de
su propia medicina. No.
Ni la muerte de Albán ni la muerte de Martínez a manos del
régimen, el uno torturado y asesinado, y el otro dejado a su suerte en medio de
una grave enfermedad, son moral ni éticamente aceptables. Quizás valga recordar
la vieja y simple máxima de la sabiduría atemporal religiosa: cuando emulamos
las conductas del mal, el mal ha definitivamente triunfado sobre nosotros.
28 diciembre, 2018
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