La casa del viejo Evelio Marcano estaba en un sector
popular. llamada por los aldeanos con el nombre aborigen
de “Guiriguire”, donde quedaba el
Mercado Municipal de la calle La Marina, en la playa de Juangriego, con todo su
rebullicio, su jolgorio cotidiano y su carnaval de alimentos y ofertas de la
más diversa índole que iba desde dulces, hasta frutas, pescados, carnes de res,
de aves y de cochino, hierbas, granos, detergentes, utensilios del hogar,
escobas, y todo lo que el lugareño prácticamente necesitara. Aquello era un
gran circo a las orillas del mar, al que solo le faltaban los trapecistas, pues
los maromeros de todo género pululaban en el.
En la barriada habitaban pescadores; vendedoras de los
productos del mar Caribe con su flor de cayena encajada entre los
encantamientos de su pelo liso y abrillantado por el aceite de coco que cubría
sus correveidiles; hacedoras de empanadas de cazón (cría del tiburón), y creadoras
en las madrugadas de humeantes arepas de maíz blanco y amarillo tendidas y
cocinadas al budare con leña al fuego. O su variante arcana, especial, la remota
“raspá y peláaa”, cuya masa se extrae al calentar, a
punto de ebullición, el grano mezclado con ceniza o cal y agua, molerlo, y
cocerlo en el aripo de arcilla.
Un proceso que proviene de los
mayas y aztecas, lingüísticamente denominado en náhuatl, “nixtamalización”, una tradición cultural de
los pueblos de donde era originario el maíz, asentados en Mesoamérica desde
hacía miles de años, y muy bien descrita en la novela “Hombres de maíz”, que
fue parte del movimiento literario conocido como “realismo mágico”, en la cual se habla de esas civilizaciones y se hacen narraciones
míticas de su libro sagrado, el Popol Vuh, contadas por el escritor guatemalteco y Premio Nobel
de Literatura, Miguel Ángel Asturias.
La morada de Evelio estaba ubicada al noreste de la bahía de los más hermosos crepúsculos
de las islas de Margarita, Coche, Cubagua, La Blanquilla y La Tortuga, y las
costas del oriente del país, la cual, según uno de sus más versados cronistas,
Ángel Félix Gómez, -Felito- “es uno de los
tantos pueblos de la isla sin acta de fundación, cuya explicación han sido
algunas de una gran fuerza poética, y otras simples conjeturas”.
Evelio Marcelino Marcano Gutiérrez era
un mestizo margariteño, mezcla de español con india guaquerí, provenientes
de la etnia warao, de la familia arawaca. Alto de estatura, muy fornido, de tez
blanca y de ojos azules como el color de sus cielos y de sus costas límpidas;
de manos encallecidas por el trabajo de zapatero, agricultor, explorador,
navegante y aventurero; con una voz recia, firme y contundente que infundía
respeto y decisión. Se metía un pescado en la boca, y después botaba los
huesos, uno por uno, a la velocidad de una ametralladora. Tuvo dos hermanos
Braulio y Rosa María, “la rezadora”.
Su casa comenzó siendo una simple <casilla>
hecha con tablas de madera del tronco fuerte, compacto y milenario del guayacán
o guayaco, llamado "el palo santo" por los Incas y sus saberes esotéricos.
Esta, a diferencia del frágil tallo del maíz, puede ser utilizada como una viga
inconmovible y muy duradera, manejada especialmente para la construcción de la
quilla de los buques. Esa pieza, es la más importante de la estructura naviera,
ella es a esas embarcaciones, lo que la columna vertebral al esqueleto humano, pues protege la médula espinal y permite al individuo desplazarse, sin perder el
equilibrio.
Sus ramas secas y las semillas de sus frutos contienen importantes propiedades medicinales, en cuanto a diferentes
enfermedades y padecimientos. Es. un
estupendo diurético, laxante y tónico. Es diaforético, es decir que ayuda a
producir sudoración y en consecuencia contribuye a la eliminación de toxinas en
el cuerpo. Es muy bueno para bajar la fiebre en casos de gripe. Estimula el
sistema digestivo, trata la acidez estomacal y es muy eficaz para perder peso.
También funciona como purgante cuando se consume en dosis elevadas, y es
excelente para el tratamiento del reumatismo y otros malestares relacionadas;
así como también en la regulación de la presión arterial. Sirve para el dolor
de muelas pues es analgésico y antiinflamatorio. Cuando se presentan
infecciones u hongos en la piel, este árbol es un grandioso antimicótico.
Además, es balsámico, pectoral, y si se padece de laringitis o faringitis es sorprendente.
Incluso, es muy recomendable su consumo para aliviar la gota, debido a que
desintoxica y limpia la sangre.
Al Guayacán también se le conoce como el árbol de la
vida, o de las flores solitarias de
color azul claro o violeta, que le dieron, por el tono de su pigmentación, el calificativo
margariteño a la ruda prenda de vestir, de "pantalón de pescadores o
guayacán"; que no eran otra cosa que los fuertes y gruesos calzones
vaqueros o blue jean con remaches de cobre, hechos de mezclilla, una suerte de
tela de lona formada con algodón, puestos a la venta en Estados Unidos en la ciudad de San Francisco en 1873, en plena
"Fiebre del Oro" californiana, por el comerciante alemán Levy Strauss
& Co. y el sastre Jacob Davis.
Las tablas rectas, unidas en divisiones de aquella
suerte de gran garita, llegaron ya calafateadas, impermeabilizadas con estopas enchumbadas
de brea, que juntaban los listones, sellándolos herméticamente. Nadie nunca
supo de dónde las trajo. Era una suerte de misterio, pues cuando fue descargada
en el “viejo muelle” de Juangriego, ya estaba casi armada en paneles, fáciles
de identificar y colocar.
Cuando la montaron parecía una pequeña capilla de
iglesia, de esas que no tienen, ni cura, ni santo, ubicada en algún pueblito
perdido, que no figuran en los libros de geografía; pero era, sin duda alguna, <la
cabina de mando> de lo que había sido un gran barco pesquero.
Era majestuosa, como la de esos navíos de los años 40,
los de la flota pargo-mero, los de la pesca de altura que surcan el agitado mar
peleando contra los vientos, el oleaje y el sol de las costas del Delta; la
Guyana <la ex-británica, ahora República Cooperativa de Guyana; la
ex-holandesa, Surinam, y la francesa>, y el noreste de Brasil. Eran barcos
confeccionados con distintas maderas, -las más duras y exigentes con las que
conformaban la estructura como el guayacán o el roble, y las del forraje, para el
que se utiliza la ceiba o el sasafrás-, hechos artesanalmente por los
carpinteros de ribera de la península de Macanao, sin computadoras, ni cálculos
de ingeniería, solo con maestría y sabiduría popular trasmitida por los
abuelos. Aquellas eran singulares y rusticas joyas, bien esculpidas y donadas
al mar; un dechado de virtudes vitales y espontáneas sin igual.
La <casilla> era como una parte del centro de
control, el puente de mando de estos bajeles que van por temporadas a capturar
pargos gigantes de hasta 15 kilos, y meros-guasa, también conocidos como
Goliat, invocando al famoso y gigantesco soldado filisteo bíblico, muerto con
una pedrada lanzada contra su frente por la honda de David. Estos pueden llegar
a medir tres metros y más de longitud, y a pesar casi media tonelada, siendo
capaces de tragarse un tiburón o una raya de un solo bocado.
Aquella cabina, era algo así como el compartimiento
desde el cual se dirigía la embarcación de unos 23 metros de eslora que, por su
poco deterioro, ha debido ser recientemente abandonada, bien por problemas
mecánicos o de hechura que la llevaron a la incuria y al desuso. O a lo mejor
por una lectura errónea de su carta náutica que no interpretó adecuadamente las
coordenadas y los puntos cardinales de la rosa de los vientos, provocando el
encallamiento del navío en medio de cualquiera de los arrecifes coralinos del
Mar Caribe, presentes y dispersos en esas costas tropicales, donde sirven de
barreras protectoras contra los embates del oleaje y las corrientes marinas.
A las divisiones hechas de guayacán, pegadas y
taponadas con cola proveniente de residuos animales, y estopa saturada de resina,
las bajaron en el antiguo atracadero, construido mucho antes que el presidente
Cipriano Castro cruzará el río Táchira con 60 hombres a caballo y triunfara con
su compadre Juan Vicente Gómez en la <Revolución Liberal Restauradora> de
1899 que depuso a Ignacio Andrade . El mandatario vino a
Margarita siendo Presidente constitucional en la segunda semana de mayo de
1905, mudando, caprichosamente y bajo el influjo de intereses económicos y musicales
(Valse, Castro en Margarita), la Aduana de Juangriego para Pampatar;
profundizando con ello los problemas económicos del nor-oeste de la región insular.
El “viejo muelle” construido en las primeras décadas de 1800, antes que
Venezuela se emancipara del yugo español en 1821, estaba hecho de tablones del
fuerte y perdurable cedro rojo, afianzados con pilotes de roble, de
madera dura y de gran resistencia que surgían como
solidas estalagmitas del lecho acuático de la bahía.
Los listones de guayacán ya preparados los colocaron
adyacentes a unos 40 metros de la orilla, cercano a los bajos de la playa que
no es sólo un barrido de arena, sino conchas de criaturas marinas, el cristal
de mar, las algas, los objetos incongruentes arrastrados por las corrientes , y donde
Evelio instaló un expendio en el cual, con el alba, ofrecía sabores
aparentemente cotidianos y sin complicación pero que, en su naturaleza creativa
y fantástica, les otorgaba un carácter enigmático, como parte de un mundo que conceptuaba
de celeste, cósmico, casi astral. Sus productos eran pues, un café negro
endulzado y las calillas, suerte de cigarrillo medio grueso y corto, fabricado
artesanalmente con hojas de tabaco muy bien seleccionadas y de cuidadosa
torcedura, sin llegar a las pretensiones de un “puro” o un “habano”, que a
diario consumían los pobladores costeños.
Evelio de esa manera, con su gran tamaño, sus manos
curtidas y su vozarrón, una vez que abandonó sus travesías en barcos, y las expediciones
y aventuras en el Delta del Orinoco, se dedicó a vender agüitas con fragancia
que tenían sensaciones gustativas distintivas: acidez, aroma, amargor; un sabor
entre fuerte y azucarado. Y humos penetrantes como perfumes de tronco curtido y
de tierra húmeda, sustitutos de las estrellas que se iban desdibujando en el
firmamento de la noche que comenzaba a morir con el germinar de la aurora.
Tamaña observación sideral, en su boca o en la de
cualquier vecino del sector parecía exagerada, pero tenía muchos dejos de
verdad y de fantástico realismo.
El café, descubierto con sus propiedades en el siglo XIII,
era originario de la exótica Etiopia, antes Abisinia, un país que terminó sin
salida al mar tras la independización de Eritrea, y estaba ubicado en el Cuerno
de África, que es el extremo oriental de ese
continente, inexplorado y desconocido.
Se trataba de una bebida espiritosa obtenida a partir
de un poco de agua caliente sobre los granos tostados
y molidos de los frutos de la planta del café. Este producto meridional,
posteriormente lo cultivaron procesaron y comercializaron los árabes en el siglo
XVI, quienes lo expandieron por su mundo cercano en Persia, Turquía, Egipto y
África septentrional
Años después, a comienzos del siglo XVII, los
mercaderes venecianos lo hallaron y lo comercializaron por toda lo que fue la
“ruta de la seda”, que una vez desecha en el siglo XIV con la disolución del
imperio mongol, dio paso a una actividad naviera y terrestre pujante, más
independiente, en las que el descubrimiento de la pólvora y la temprana
modernidad en Europa, condujeron a la integración de los estados territoriales
y a un creciente mercantilismo. Los comerciantes de la ciudad de los canales, a
través de agentes intermediarios con quienes actuaban en comandita, hicieron de
las suyas con el novedoso fruto, que causó polémicas y furor en los mercados del
viejo continente.
Así llegó ese particular fruto vegetal a estas costas tropicales
desde la amazonia brasileña, descubierta por los portugueses en 1500, y
conquistada hacia 1530, quienes ya lo conocían de manera rudimentaria y comenzaban
a desarrollar su producción comercial. En 1784 los misioneros españoles de la
orden de los Capuchinos, asentados en la cuenca del Rio Caroní, trajeron, desde
esa inconmensurable región, las primeras semillas del cafeto.
En Venezuela lo sembraron, indios y españoles, mestizos,
mulatos, zambos y esclavos. al igual que los corsos llegados a finales del
siglo XVIII, quienes poblaron una vasta extensión del oriental Estado Sucre, en
localidades como Güiria, Carúpano. El
Pilar, Yaguaraparo, Cumanacoa, Cariaco y Rio Caribe; antes de penetrar a la
región central -Barlovento y Caracas-, y a la zona montañosa andina, fronteriza
con Colombia. Llegando a ser, junto con el azúcar y el cacao, un producto
agrícola de mucha importancia económica en la Venezuela rural de aquellos tiempos.
Este néctar suave, reconfortante, enmelado con la caña
de azúcar de esa misma región, con ese punto dulce, pero ácido de las frutas
rojas, bien caliente y humeante, descubrieron que poseía la virtud estimulante,
-por su contenido de cafeína-, de comenzar a despejar el inicio del día con
nuevos bríos, lo que hizo que el saborearlo y beberlo en la mañana, se hiciese
una costumbre muy arraigada de estas tierras.
Evelio, junto con su agüita atufada, también
despachaba en su <cabina de mando>, como complemento de su fuerte y melindroso
café, otro producto que engendraba humos distintos: el del tabaco en calilla.
De raíz suramericana, se extendió durante milenios en estos confines, desde la zona andina pre e incaica, entre Perú y Ecuador; hasta
el norteño imperio maya y después azteca. Los primeros cultivos debieron tener
lugar entre cinco mil y tres mil años antes de Cristo. Y su módico costo, en la
<casilla> de Evelio, en la playa de Juangriego, era de un centavo
cada una.
Estas hojas, con su especial aroma de viejos troncos
caídos en cualquier bosque húmedo, acre, terroso, gustillo fuerte y con cuerpo,
aroma intenso, contenido de aceites esenciales y resinas, alta elasticidad y
buena combustibilidad, eran traídas inicialmente desde la planicie deltaica de
Uracoa en el Estado Monagas, vecina con el Delta Amacuro, que es el Delta del
Orinoco, el cual fue formando -al paso
contundente de ese inmenso río, en busca de salidas a su torrente,- caños e
islas, que se hicieron con los sedimentos arrastrados por ese colosal caudal.
Ayudado en esa acción de las corrientes y las mareas sobre las aguas fluviales que
van abriéndose paso, a un compás turbulento e indetenible, hacia el Mar Caribe,
acompañados de otros afluentes de la zona higrológica más grande del país. Ese
espectáculo maravilloso de la naturaleza hacía que los indios lo compararan con
una gigantesca serpiente enroscada, o a lo mejor a los ojos de algunos de los
conquistadores más versados en otras historias, ese asombroso fenómeno natural
era como “la Hydra de Lerna” de la mitología griega, dominada y vencida por
Hércules, el hijo de Zeus, cuyas cabezas llegaban a ese punto titánico en que
chocaban con su espada, y aquí se
confundían con el Océano Atlántico que las absorbía, y las cortaba cuando en
ellas desembocaban.
En ese delta, con sus caños y sus islas, Evelio se
involucró con los indios arawacos; aprendió de ellos filosofías e
interpretaciones de la vida, y muchas artes manuales; además de ser por
naturaleza un aventurero, expedicionario, zapatero, navegante, agricultor, cuidador
de haciendas de cacao, y comerciante impenitente en ese inmenso pedazo
silvestre y boscoso, agreste, ignoto y profundo de lo que fuera una tierra de
aborígenes de la familia arawak-maipure, con ramificaciones recónditas que en
un pasado remoto abarcaron una inmensa geografía que se extendió desde los
predios norteños de los dioses Hunab Ku y Quetzalcóatl,
a los de las omnipotencias de Viracocha e Inti en el altiplano peruano; mucho
antes de que llegarán los vikingos a comienzos del milenio pasado con Thor y Odín;
los conquistadores españoles en 1492 con su cielo, la Santísima Trinidad, y la gracia de Dios que
había nombrado a los reyes católicos
Fernando II de Aragón e Isabel I de Castilla, y luego se fundara, en el
nombre de Cristo, la Capitanía General de Venezuela, creada el 8 de septiembre de 1777, con la emisión de una Cédula
Real de Carlos III.
La casilla de Evelio, como si fuera el locutorio de
dirección de un navío perdido, colindaba con el viejo muelle de Juangriego.
Desde lejos se le veía como un barco más. Estaba sombreada por una mata verde,
quejosa y espinosa de cují, que ya medía como doce metros de alto. Fue el punto
de encuentro obligado de los faenadores del mar, quienes antes de partir a
buscar los frutos de ese piélago, que recogían muy temprano y lo recalaban
hacia la media mañana para su venta en el mercado y en los puestos de expendio
de ese exquisito alimento, fuente primaria de la dieta isleña, se echaban su
calientico, a veces condimentado con un poco del ron de “Chelia”, antes de irse
a abordar sus peñeros, pisando la arena rociada con el agua de mar de la
mañana.
-Pá calentá mejor el cuerpo, compay, que la humedad y
el viento se sienten como muy fríos.
y compraban sus calillas, que fumaban mientras
navegaban, con la parte encendida, la candela, dentro de la boca, para que no
se la apagara la brisa marina, ni las agitadas olas entre las que iban
surcando.
A la <casilla>, poco a poco, le fueron haciendo
anexiones que la transformaron y la absorbieron, como un rio que cae a la mar.
De esa manera el expendio de café y de calillas fue desapareciendo. Evelio
construyó sobre ella su casita hacia mediados del siglo pasado, en una
Margarita que seguía siendo pobre, con pequeños y delgados ríos, poca
electricidad, siembra y ganadería escasa, y un cabotaje de bajo volumen.
Los productos
del mar; la recolección y procesamiento del “Guatapanáre” o “Dividive” usado en la curtiembre de
cueros, y sus semillas muy astringentes, que eran parte de la composición de un
ungüento antihemorroidal, y molida hasta hacerla un polvo que “curaba" el
ombligo de los niños recién nacidos; la dulcería de lechosa, batata,
hicacos, cerecitas, merey, coco, y una voluntad férrea de sobrevivencia, eran
de las pocas riquezas que les quedaban, pues los ostrales fueron devastados por
la apetencia de riquezas del conquistador español; la cría de animales
porcinos, aves, caprinos y bovinos, y la siembra decayeron con el “boom
petrolero” y el éxodo de los años 30; aparte del flujo comercial que se daba en
un mercado limitado a muy pocos productos, y era muy incipiente.
La casita de bahareque de Evelio Marcelino fue
fabricada, poco a poco, con una mezcla de barro, agua, y de paja y hojarasca
escurrida, pero muy bien apisonada, como su suelo firme, de tierra compactada.
Al pasar de los años, no aguantaba con suficiente solidez los embates de su
fragilidad estructural, y ya empezaba a deteriorarse, como de a pedacitos
difíciles de observar.
A los quince años de hecha se comenzaban a ver los
daños que ocasionaba el paso inclemente del tiempo, como ocurría con sus
descoloridas y desalineadas tejas que habían cedido al paso del viento
salitroso del norte y del implacable sol, y algunas de sus rendijas, soportadas
sobre la caña brava ya seca, mostraban sus pequeñas tunas verduzcas o
acarameladas picoteadas por las chulingas, que las saboreaban y las
abandonaban, y sus espinosos melones xerófilos, de monte, o "gorro turco", con sus dulces y rosados pitigüeyes, incrustados como un clítoris
de diosa voluptuosa en el volcán de sus lanudas y despeinadas coronas.
Tenía su frente pintado con cal y unos vivos
ornamentales, primorosos, hechos con lo que quedaba de las acuarelas en aceite
que comenzaban a aparecer, traídas por los marineros que concebían y plasmaban
las líneas vibrantes y coloridas de sus peñeros.
La casa de bahareque, vestida del blanco de la cal que
la hacía impermeable y antialérgica, con sus pinturas decorativas, estaba
ubicada en una de las calles polvorientas del pueblo, la del
"Fuerte", que daba hacia la vecina bahía de La Galera. Para llegar a
esa ensenada debía bordearse una pequeña montaña en la que fue instalado en
1811 un pequeño espacio fortificado con cuatro cañones para defender a
Juangriego de posibles invasores; pero este fue convertido en zona militar por
el General español Pablo Morillo en 1815, y fue destruido en “la Batalla del
Fortín” en 1817, donde se inmolaron cientos de hombres y mujeres de ese pueblo,
en el sitio que después se llamó La "Laguna de los Mártires”. Una breve
narración que más extensamente recitan los niños "cuentacuentos" de
Juangriego y La Galera por cualquier colaboración monetaria, de esa otrora
realidad, transformada en una mezcla de su mundo de ficciones y leyendas,
acomodadas a los nuevos tiempos.
El fondo de la casita de Evelio, disfrutaba de un
sortilegio que pocos sabían explicar: estaba de espaldas a la orilla de ese mar
radiante de las mañanas, y de su crepuscular puesta poli cromática del astro
rey en las tardes, lo que le daba la gracia y la melodía para existir, siempre
cálida, abrasadora y sonriente. Pertenecía
al viento y a las olas. El mar y la casa vivían juntos, uno delante del otro
para confiarse sus secretos. Aquello era otro universo, sin duda alguna, era
un más allá.
A su punto trasero llegaba el ruido de la mar sosiega,
cuando sus pequeñas olas rompían con la majestad de la arena húmeda y radiante,
digno material para construir muñecos, castillos o fortificaciones amuralladas
de un tierno ayer, ya algo lejano para él.
La engalanaban una cerca de yaques, cardones con sus
punzantes alfileres vegetales y sus caramelizados yagüareyes rojos y engranados con aguijones negros que impedían,
junto con la barrera de recebo, el paso a los peñeros de fuertes trazos de
rayas multicolores, expuestos sobre un fondo blanco que asemejaba a la
mismísima bruma del mar azul de su vida y de sus ensueños. Ellos, en su corto
peregrinaje desde el amarre de su ancla, que bailoteaba lo que el cordel les
permitía, traían y llevaban, en una suerte de vaivén impuesto por el suave
oleaje, la carga de gaviotas y pelicanos somnolientos que reposaban en sus
trancaniles, en sus rodas y en sus regalas con sus embellecedores remates de
tapas.
Todo siempre era así. Monótono, tranquilo, con un par
de sonidos contrastantes: el de los ruidos de las aves que se zambullían en la
playa sacando peces del agua, para devorarlos, botar sus restos en la tierra
silícea siempre mojada, y volverse a dormitar. O la llegada de los pescadores
festinando el fruto de su día.
Las únicas apariciones que poblaban ese idílico
lugar eran las que daban los fuegos fatuos que producían el fosforo y el metano
acumulados en los huesos afilados que salían de la columna vertebral de los
pescados como si fueran punzantes dagas, la cabeza que siempre terminaba
triturada, y las agallas y los otros restos, lanzados con descuido singular al
patio de la casa.
Ninguna de sus historias, vinculadas a la vida y a la alegría de un sano
aventurero de aguas saladas y de tierras inextricables como la de Evelio,
tenían nada que ver con la leyenda que le otorgaba a los fuegos vanos, el don
de ser de los espíritus del conquistador español Lope
de Aguirre (llamado “El Tirano” por su carácter criminal, atroz y despótico,
“aun cuando era educado y de buena caligrafía, que escribía con soltura y un
cierto garbo”), y sus hombres que, decían los pobladores, lanzaban esferas
flamígeras mientras vagaban por las playas donde estuvieron en la isla de
Margarita, tomada con sangre y ardor en 1561, y donde hizo saber a sus
habitantes, desde el mismo momento en que desembarcó en las playas de un
cercano poblado llamado Paraguachí, que portaba un cuantioso tesoro de oros y piedras
preciosas arrebatados a los poderosos incas del altiplano andino.
El gobernador, Juan Gómez de Villandrando (1539-1561), entre otros
notables, alimentados por la codicia, cayeron en el engaño. Este había sido
designado por su suegra, Aldonza Manrique, como Gobernador de la Provincia de
Margarita, Ocupando directamente su cargo e instalándose, con su familia, en la
villa del Espíritu Santo, población que lleva ese nombre porque de España
vino a Cubagua en el año 1530 una advocación de la Virgen María que ellos llamaron
la Inmaculada o la Purísima, pero pocos años después, el 25 de diciembre de
1541, un huracán arrasó Nueva Cádiz y con ella la iglesia donde estaba la
imagen de la Virgen. Esta milagrosamente no desapareció, los pobladores de
Cubagua decidieron ponerla a salvo de nuevos cataclismos, llevándola en 1542 a
una hacienda en El Valle isleño, donde le construyeron una pequeña ermita.
La historia es peculiar. La suegra del gobernador Juan Gómez de Villandrando,
conocida como Aldonza Manrique, nació en 1520 en la Isla “La Española”
(Santo Domingo, República Dominicana). Hija de Marcelo de Villalobos, Oidor de
la Real Audiencia de Santo Domingo a quien lo unían estrechos vínculos de
amistad con el Rey Carlos V. Él recibió como gracia en 1525, la capitulación
real donde era designado Gobernador de Margarita, con un especial favor, donde
además se designaba esta Gobernación “hereditaria por tres generaciones”, y de
Isabel Manrique de Villalobos, quienes habían llegado a esa isla en 1512. Tras
su muerte en 1526, su hija Aldonza lo sucede en su derecho como su heredera,
pero por ser menor de edad, es tutorada por su madre Isabel Manrique de
Villalobos, hasta tanto ella fuera mayor de edad (25 años) o contrajese
matrimonio. Aldonza a los 15 años de edad se casa en 1535 con Pedro Ortiz de
Sandoval, uno de los conquistadores del Perú, asumiendo ese hidalgo la
Gobernación de la Provincia de Margarita, quien ejerció su mandato desde la
isla de Santo Domingo, como bien, lo hizo su madre Isabel Manrique de Villalobos,
de donde nombraban los Gobernadores pertinentes, porque, ni su esposo, ni su
madre, ni ella, jamás viajaron a la isla de las perlas. De la unión matrimonial
de Aldonza Manrique de Villalobos con Pedro Ortiz de Sandoval, nació una hija
de nombre Marcela, quien se casó a los 14 años de edad con Juan Gómez de
Villandrando, a quien su suegra designó Gobernador de la primera Provincia en
erigirse dentro de lo que sería el territorio de Venezuela.
Pero cuando Lope de Aguirre invadió la isla el 22 de
julio de 1561, hizo presos al mandatario designado desde “La Española”, y a
miembros del Cabildo. Después se apoderó con delincuencial vehemencia de La Asunción y de los pueblos vecinos. Enteradas las
autoridades de tierra firme, enviaron a Francisco Fajardo a combatirlo. Antes
de abandonar Margarita. Lope de Aguirre mató a garrote a Villadandro y a 50
vecinos, quedando viuda Marcela de Ortiz Villalobos de Villandrando con sus dos
hijos de nombre: Juan y Aldonza.
Ese mismo
mes de octubre de 1561, “el tirano” asesinó a su propia hija Elvira con una
filosa daga de plata del Potosí, para que no
quedase como "puta de todos", y un 27 de ese mismo mes la
implacable muerte lo citó en Barquisimeto, adonde acaudilló una rebelión contra
la monarquía española que justificó indicándole al Rey Fernando II:
"rebelde hasta la muerte, por tu ingratitud" Terminando con el
pequeño cuerpo que fue descuartizado por órdenes militares. Sus restos fueron
comidos por los perros, con la excepción de su cabeza, que ordenaron enjaularla
y exponerla como escarmiento en El Tocuyo, y
sus manos mutiladas fueron llevadas a las poblaciones de Trujillo y a la “Nueva
Valencia del Rey”, donde él había estado.
Al no encontrar reposo
en el más allá, dicen los pobladores de la playa que lleva su mote:” El
Tirano”, que aún galopa por sus orillas lanzando bolas de fuego, en una suerte
de burla a las autoridades coloniales. lo que significa para estos mortales
que, el alma del Lope de Aguirre, “El príncipe de la libertad” como lo llamó
Miguel Otero Silva, sigue con vida, como símbolo de lo infernal.
Evelio Marcelino Marcano Gutiérrez era un
margariteño meztizo, español y guaiquerí de origen warao, una etnia de origen arawaco, proveniente según algunos
investigadores de la vertiente oriental de los Andes Peruanos; mientras otros
sostienen que llegaron a estas tierras provenientes desde Asia
(Mongoles), por donde cruzaron el Estrecho de Bering hasta Alaska, entrando al
continente Americano y desplazándose hacia el sur. Nació en Juangriego, en la
isla que los nativos llamaron Paraguachoa: "Gente de la Mar". Un cruzado de ojos
azules, profundos y muy claros, de grandes y encallecidas manos, con una enorme
fortaleza y una elevada estatura; tenía una voz de trueno y una sonrisa en
cascada que rodaba y sonaba como las piedras de los ríos, cuando hay un buen
temporal.
Sus días de gloria y rebato de campanas ya habían pasado, aquel había
sido un tiempo de conocimiento e ilustración, desde los años veinte, cuando
exploraba y conquistaba las desembocaduras del rio Orinoco y sus afluencias al
mar Caribe y al océano Atlántico. Estuvo un buen tiempo en la labor de
convertir las islas del Delta en fértiles campos de producción agrícola, donde
se cosecharon millones de kilogramos de maíz, cacao, arroz y café, lo mismo que
plátanos y otros frutos. Muchos de esos sembradíos se perdieron, con las
crecidas del Orinoco.
Los enigmas de la misteriosa fauna, de la hermosa
flora cromática de la selva, y su relación cotidiana con los indios e indias
arawac que comenzaban con un “guayoyo” (cafecito) caliente en la madrugada, una
ardua faena de trabajo, y luego, en un espacio abierto como en los que gustaban
desenvolverse los aborígenes, una comida abundante, de animales de caza o de
pesca, verduras y frutas; terminaban con una chicha, hecha de un grano (Maisí)
fermentado con los escupitajos que la maceraban de una niña impúber, bendecidos por la naturaleza y vertidos en una
olla de barro. Usaban como sobre mesa la hoja del
tabaco, que fumaban armado en la forma de un cigarro grueso denominado “calilla”.
En cuanto a creencias, los waraos y los arawak que
compartieron la misma región deltana, consideraban que la forma de complacer y
rendir tributo de reconocimiento a sus dioses era mediante
la celebración de múltiples y raras
fiestas en las cuales consumen grandes cantidades de
bebidas preparadas a base de maíz, yuca, batata o mapuey, puestas a fermentar.
Evelio ya había quedado para contar sus aventuras,
reales o fingidas,
- ¿qué más da, si a la final es la misma vaina?
decía, mientras reía, pues sabía que con ellas
hipnotizaba a los muchachos que veían ante sí una inmensidad de conocimientos
prácticos, anchos y ajenos, distantes, respetables e insondables.
Por simple rebeldía ante el sufrimiento de su pueblo,
no se sentía identificado con los españoles, ni con los mestizos criollos, ni siquiera
con Francisco Fajardo (1528) otro heterogéneo
hispano-margariteño que fue conquistador de la zona norcentral de la actual
Venezuela, en donde fundó varias poblaciones.
Hubo una de esas historias que le escuché, y que mi
abuela Eloísa que era su amiga, pues él llevaba las haciendas de cacao de su
marido, Pastor Rojas Villarroel, en los caños de Macareo y Macareito,
corroboró, sobre como salvó a una india de una piraña que se le pego de su
“maruto”.
Como si fuese un profesor de anatomía, Evelio con voz
recia y segura hacia la descripción del hecho:
-La indiecita entró al rio. Y de pronto vinieron unas
pirañas, con tanta suerte que la sacamos de inmediato cuando vimos el
rebullicio de peces, pero una se pegó de “su maruto”.
Aquella parecía la representación de una operación de
una hernia umbilical, dada por un insigne tratadista.
-Agarré a la indiecita, y vi aquello. Sangraba, y el
animal seguía moviéndose en el medio de su barriguita, sin despegarse del
pedacito de carne.
-Me dejé de pendejadas, Agarré un cuchillo bien
filoso, y corté “el maruto”, con pescado y todo.
-La indiecita seguía sangrando: así que, sin dudarlo,
sin necedades tontas, agarré una cuchara, que era lo que tenía a mano, la puse
a calentar al rojo vivo en un fogón de leña que teníamos prendido, y… <guaasssss>.
Se la puse en el sitio, cauterizando la herida, mientras ella se estremecía de
miedo y de dolor.
-La indiecita vivió, se recuperó, y anda como si nada
entre esos cacaotales. La marca de la quemada, ni le quedó. El tiempo se fue con
ella.
Su identificación plena era con sus margariteños, por
supuesto, pero también con los Arahuac o Arawacos que poblaron el Delta del
Orinoco y las Guyanas, territorios inexpugnables desgarrados por esclavos y colonos
de imperios lejanos. En esos lares se
dice que, en la lengua de los pueblos nórdicos, el “nynorsk”, esos pequeños
deltanos eran los guardias honoríficos, guías y vigilantes de los grandes
Vikingos en sus incursiones por los ríos amazónicos y por el Matto Grosso del
que se dice proviene de la palabra “Matt”, que es la voz vikinga para designar
llanura, exactamente lo que es el “Matto grosso”: una selva espesa en una
llanura.
Era otro cruce, una mezcla diferente venida de los
mares del norte, de la península escandinava,
muy distintos al pícaro ibérico que nos conquistó con Colón quinientos años
después.
Ellos, con su llegada atrajeron a los indígenas
arawacos, quienes a nivel religioso creían
en los espíritus del bien y del mal, que podrían habitar tanto en cuerpos humanos
como en objetos naturales, y consolidaron ese pueblo deltano, venido de
muchos lugares distantes, que luego fue desarrollado por los descendientes de
los “guaiqueríes” margariteños, que ya no le sacaban perlas a los españoles
pues estos habían llenado sus arcas de los palacios de los reinos de Aragón y
de Castilla con la plata del Potosí, las perlas de esos ostrales isleños, y el
oro y los diamantes de la Guayana y de
la Amazonia. Ambas etnias tenían la misma contextura física y similares
costumbres civilizatorias, como si aquellos fueran,…
- y sin dejarme terminar el pensamiento y ante un
comentario muy discreto que le hacía a otro chico, ripostó:
-que dices, que, ¡De bolas que lo eran!: Hombres y
mujeres de otros planos y dimensiones, que miraban al mundo desde posiciones
diferentes.
Evelio se hermanaba a plenitud, sin conocerlos, con
los adoradores de Odín y las valquirias guerreras y bravías; estos seres de
alta estatura y cabellos color de aguamiel metidos en su ambiente ambarino, los
consideraba varones, caballeros y damas de orgullo y principios, quienes habían
venido a América mucho antes de que llegaran las carabelas de Isabel I y de
Fernando II, y su pléyade de gorrones, en su mayoría sacados de las cárceles de
Puerto de Palos, para que se unieran a la aventura de descubrir un nuevo mundo,
sobre el que no tenían certeza alguna, sino el afán de llegar a la meta de la
mítica ciudad perdida de El Dorado y sus múltiples riquezas. De hecho, el rey
había otorgado el perdón a los “delincuentes” que se enrolaran en el
viaje, Siempre acotaba:
-los españoles querían joder a todo el mundo, a los
ingleses, a los alemanes, a los holandeses y a los franceses, y nunca pudieron
Para Evelio unos y otros, vikingos y arawacos se identificaban con el
agua que les trajo y que les dio su forma de ser. Eran existencias, habitantes
de las aguas, acompañados de los
intrincados manglares que de ellas emergían con un verdor sorprendente, de
las orquídeas de todos los géneros y matices de luces solo posibles en un arco
iris; de las palmas y sus frutos de agua divina, los frondosos árboles, los
barrancos con sus cuevas inescudriñables, las pequeñas aldeas con sus palafitos
cercanas a las fuentes de agua dulce, con sus gentes y silencios selváticos
apenas rotos durante el día por el cantar de los pájaros más exóticos que la
memoria pueda recordar, o en las noches profundas, por el unísono grito de los
araguatos y otros simios, el sumergirse de un cocodrilo, el rugir de un
leopardo o una gran boa que comenzaba a alimentarse.
Los escandinavos, siempre respetuosos de sus
tradiciones, no se mesclaron sino entre ellos por muchas décadas. Hasta que la
naturaleza y la diversidad los doblegó. A diferencia de los ibéricos que, según
cuentan sus propios sacerdotes como Fray Bartolomé de las Casas, en sus “Cartas
de Indias”, solo buscaban la lujuria, la riqueza. Esclavizar a los indios, y
obtener los placeres fáciles que daban las posiciones del poder transferido por
los reyes.
Sin embargo, el tiempo y los hechos alejaron a los
dioses europeos nórdicos de estas tierras soñadas y bondadosas, pues habían
llegado desde la templada Groenlandia, y estaban muy lejanos de las suyas que
añoraban.
Los nuevos acontecimientos y sucesos los hicieron
reaccionar y hacia el siglo XIV volvieron a su hábitat nórdico. Evelio aprendió
con esa lección histórica que el mago tiene que
saber que su magia es un truco, más no la realidad. Por eso él se movía como pez entre esas dos
aguas que ya habían dejado una descendencia distinta. Hasta que pudo, y decidió
regresar a la isla de sus ensueños.
Ya el tiempo había pasado. Tenía todo un repertorio de
muy buenos cuentos, pero los hijos, que habían crecido, se habían ido a
estudiar y a trabajar a otros lugares, la mujer se le murió, los perros
buscaban otros huesos, y ahora le quedaba revolver su cabeza entre los puntos
del sol que dejaban colar las tejas mal puestas sobre el lomo del chinchorro de
moriche hecho por los indígenas en el Delta, y a la final… comprar un terrenito
en el cementerio, y buscarse un cajón decente, en el que los amigos que le quedaban
lo despacharan con honor y dignidad de este mundo. El tedio y la edad
comenzaban a abrumarlo. “Nunca volveré porque
nunca se vuelve”, diría con el poeta portugués Fernando Pessoa. “El lugar al que se vuelve es siempre otro”.
Ese estado de languidez
y rutina inerte le dio por hacer y tallar su urna, que por lo demás habían
encarecido sustantivamente su precio, pues la
crisis de su fabricación, hicieron que muchas gentes de escasos recursos elaboraran
la suya. Utilizó la misma madera que se usa en la fabricación de los
barcos mero-pargueros de Macanao que salen a pescar en alta mar. Se buscó unas
tablas de lo que pudo encontrar: Algarrobo, palo sano, yaque, roble, guayacán,
maderas duras que sirven para hacer la armazón de la embarcación, y otras que
son para forrarla como el saquí- saquí o el sasafrás. Consiguió a un amigo,
“carpintero de ribera”, que le prestó algunos instrumentos y su conocimiento
heredado de generación en generación, y contrató a un ayudante que sabía cómo
hacerlos.
Una vez terminada la obra que lo llevaría a descansar
dentro de su tierra, la pintó con el mejor barniz naval que encontró, la pulió
y la colocó sobre el estante de su cuarto, un antiguo escaparate de la familia
con sus grandes espejos, y sus gavetas, donde guardaba sus pantalones de
guayacán o los Ruxton, con sus camisas de contrabando, y sus botas que muchos
creían eran “maqueras” o de baqueta, especiales para el rudo trabajo selvático,
pero que eran de su propia confección.
Evelio, entre muchas cosas, había sido zapatero y
tenía su pequeño taller donde sus familiares y hermanos, a todas luces mestizos
descendientes de indias y españoles, blancas y de ojos claros como él, en la
Calle el Sol número 36, de Guáimaro,
la vía de entrada a la bahía crepuscular en la cual vivía su hermana Rosa
María, de gran tamaño y voz dominante que la hicieron la gran rezadora de la
comarca en los novenarios de los difuntos. Muy célebre porque ya los años la
hacían dormitar en esos escenarios de amigos y familiares, para ella absolutamente
rutinarios. Con su vozarrón cuando oraban el “Padre nuestro, que estás en los
cielos”, ella despertaba y con ímpetu, irrumpía con una plegaria distinta: “Ave
María purísima. Sin pecado original concebida”. Unos reían, otros no, pero era
parte de la puesta en escena de esa tarde pueblerina de oraciones por el alma
del difunto, donde nunca faltaba un cordial cafecito.
En la alacena de Evelio no faltaba una botellita de
whisky traída de contrabando desde Jamaica, pues en Juangriego estaba el ron de
“Chelía” hecho en la vecina población de Altagracia o “Los Hatos”, que era
casi, según los lugareños, como un fino brandy con su delicado bouquet y su buen
cuerpo, que nunca estaban demás. No era bebedor, pero un cariño a la garganta y
a las emociones no le caían mal a nadie, y a veces mitigaba la soledad, cuando
se hacía presente acompañada de hermosos recuerdos de un pasado dichoso.
De vez en cuando limpiaba el ataúd, suerte de canoa
fúnebre de lujo, cerrada como la de un Faraón, creyendo que con este ritual
mantenía trasparentes y frescas sus aventuras.
Él conversaba en la
noche con esa sombra que ya comenzaba a seguirlo y se había convertido en una
suerte de cajón de depósito de sus esperanzas, muchas de ellas perdidas en el
tiempo, en el que guardaba sus secretos más recónditos, sus encuentros con la
luna y con las aves, o el amor furtivo con una india en medio de esa floresta
mágica que le regalaron sus realidades, plenas de orquídeas y con olor de
selva, ahora convertidas en recuerdos y fantasías, que lo llevaban a mezclarse
con un cabello liso y negro como un azabache blando, tendido sobre una piel del
delicado y exquisito color y del perfume fino de ese oro astillado que era la
canela, venida de un oriente muy parecido al de nuestras indias.
Eran unas noches
ornamentadas por todas las estrellas del firmamento que chispeaban en las aguas
del rio o de la mar o sobre las montañas sagradas de los tepuyes de la Gran
Sabana, que observaban sus cabriolas con la imperturbabilidad que les da el ser
la formación geológica más antigua de la tierra, o esa eclosión maravillosa,
que era la fusión del Orinoco y del Amazonas en la intrincada floresta que
exploraron sus dioses Vikingos o su Wiracocha inca,
ese Dios supremo de la mitología “Tahuantinsuyo”
representado por un personaje de raza
blanca, vestido de oro y plata, con barba clara y ojos verdes, parecido al Dios
cristiano, y que se había ido de esos parajes a través del Océano
Pacífico para volver, -según sus creencias-,
en tiempos de gran necesidad, en
una época que fue la continuación del largo proceso evolutivo de las culturas
pan-andinas, donde fue más notoria la presencia de los Incas que guiaron
a sus elegidos, los Arawacos hacia el Amazonas, a quienes se apegó
espiritualmente, como a su añorada bahía crepuscular de Juangriego, su lugar de nacimiento, de donde partió a otros
sitios, distantes y desconocidos, de esos que no aparecen en ningún mapa.
Evelio de esa manera se extasiaba compartiendo, con su
compañero hecho de madera de barco, sus recuerdos. Se perdía en el hermoso
laberinto de su conticinio, ese momento de la noche en que se produce el
silencio absoluto, sin una hora específica que lo origine, sino un momento, un
segundo en el que la oscuridad, luminosa y radiante, se hace tan profunda y
juguetona que toda ella calla y canta.
Y de esa manera en cualquier alba partió, sonriente,
sin darse cuenta de la nueva ruta que tomaba. Escuchando el canto variado de las
chulingas, el romper de las pequeñas olas en la arena, entre los rayos de sol
que lo comenzaban a acariciar por las rendijas de las tejas desvencijadas, en
una mañana que nunca más vio.
A la final, vestido de explorador, con sus pantalones de guayacán y su
camisa "Ruxton", calzado con las botas que el mismo hizo, fue
guardado en la barcaza fúnebre que construyó y que le sirvió como su caja de
recuerdos, hecha con las maravillosas vivencias que tuvo, ya perdidas en el
tiempo.
Luis Manuel Gutiérrez “Maneque”, su
primo-hermano, el hacedor de armonías, junto a sus otros amigos y familiares lo
acompañaron con sus compases musicales al cementerio del pueblo, que sirve de
frontera con la épica "laguna de los mártires" en la que reposan los
corazones de los hombres y mujeres de ese pueblo sacrificados en 1817, siendo
depositado junto a ellos, y con la compañía del aroma de las flores de su largo
camino selvático, en el pedacito de tierra que el mismo escogió, y donde
descansa como un faraón en su ajuar funerario, entre las maderas decorativas de
saqui-saqui, o las aceitosas del sasafrás, con las que cubrió el ataúd con
ribetes náuticos que armó, en uno de esos instantes en que pensó en su partida,
para acompañar a los quiméricos "drakkar y los snekkar" que arribaron
en algún momento de sus fantasías en el mar de sus añoranzas vikingas, con sus
Valquirias que lo conducirían al Valhalla de Odín, o en las canoas de los
arawack y waraos deltanos que conducirían al celeste reino de los “zemi” y de
“Anianima” que era un viaje de una vida a otra vida, o en los barcos pesqueros margariteños
del cielo del Dios eterno y de la Virgen del Valle, de aquellas razas de
hombres de azul; pues
pocos pueblos tienen una historia tan ligada a un ambiente acuático como estos,
entre los cuales, Evelio Marcelino Marcano Gutiérrez nació, se crio y vivió su
existencia de ilusiones y de prodigios.-
Mi estimado Pastor.
ResponderEliminarSimplemente extraordinario.
Elegante prosa unida a un profundo conocimiento de tu pueblo.
Sigue regalándonos piezas como esta. Con toda seguridad, con el correr del tiempo, habrá quién diga: Gracias al Negro Pastor conocí la otra Margarita.
Saludos.
Nelson Pineda