viernes, 20 de julio de 2018

El ataúd de Evelio: Una caja de recuerdos sobre su escaparate - Pastor Heydra.




La casa del viejo Evelio Marcano estaba en un sector popular. llamada por los aldeanos con el nombre aborigen de “Guiriguire”, donde quedaba el Mercado Municipal de la calle La Marina, en la playa de Juangriego, con todo su rebullicio, su jolgorio cotidiano y su carnaval de alimentos y ofertas de la más diversa índole que iba desde dulces, hasta frutas, pescados, carnes de res, de aves y de cochino, hierbas, granos, detergentes, utensilios del hogar, escobas, y todo lo que el lugareño prácticamente necesitara. Aquello era un gran circo a las orillas del mar, al que solo le faltaban los trapecistas, pues los maromeros de todo género pululaban en el.


En la barriada habitaban pescadores; vendedoras de los productos del mar Caribe con su flor de cayena encajada entre los encantamientos de su pelo liso y abrillantado por el aceite de coco que cubría sus correveidiles; hacedoras de empanadas de cazón (cría del tiburón), y creadoras en las madrugadas de humeantes arepas de maíz blanco y amarillo tendidas y cocinadas al budare con leña al fuego. O su variante arcana, especial, la remota “raspá y peláaa”, cuya masa se extrae al calentar, a punto de ebullición, el grano mezclado con ceniza o cal y agua, molerlo, y cocerlo en el aripo de arcilla.

Un proceso que proviene de los mayas y aztecas, lingüísticamente denominado en náhuatl,  “nixtamalización”, una tradición cultural de los pueblos de donde era originario el maíz, asentados en Mesoamérica desde hacía miles de años, y muy bien descrita en la novela “Hombres de maíz”, que fue parte del movimiento literario conocido como “realismo mágico”, en la cual se habla de esas civilizaciones y se hacen narraciones míticas de su libro sagrado, el Popol Vuh, contadas por el escritor guatemalteco y Premio Nobel de Literatura, Miguel Ángel Asturias.

La morada de Evelio estaba ubicada al noreste de la bahía de los más hermosos crepúsculos de las islas de Margarita, Coche, Cubagua, La Blanquilla y La Tortuga, y las costas del oriente del país, la cual, según uno de sus más versados cronistas, Ángel Félix Gómez, -Felito- “es uno de los tantos pueblos de la isla sin acta de fundación, cuya explicación han sido algunas de una gran fuerza poética, y otras simples conjeturas”.


Evelio Marcelino Marcano Gutiérrez era un mestizo margariteño, mezcla de español con india guaquerí, provenientes de la etnia warao, de la familia arawaca. Alto de estatura, muy fornido, de tez blanca y de ojos azules como el color de sus cielos y de sus costas límpidas; de manos encallecidas por el trabajo de zapatero, agricultor, explorador, navegante y aventurero; con una voz recia, firme y contundente que infundía respeto y decisión. Se metía un pescado en la boca, y después botaba los huesos, uno por uno, a la velocidad de una ametralladora. Tuvo dos hermanos Braulio y Rosa María, “la rezadora”.

Su casa comenzó siendo una simple <casilla> hecha con tablas de madera del tronco fuerte, compacto y milenario del guayacán o guayaco, llamado "el palo santo" por los Incas y sus saberes esotéricos. Esta, a diferencia del frágil tallo del maíz, puede ser utilizada como una viga inconmovible y muy duradera, manejada especialmente para la construcción de la quilla de los buques. Esa pieza, es la más importante de la estructura naviera, ella es a esas embarcaciones, lo que la columna vertebral al esqueleto humano, pues protege la médula espinal y permite al individuo desplazarse, sin perder el equilibrio.

Sus ramas secas y las semillas de sus frutos contienen importantes propiedades medicinales, en cuanto a diferentes enfermedades y padecimientos. Es. un estupendo diurético, laxante y tónico. Es diaforético, es decir que ayuda a producir sudoración y en consecuencia contribuye a la eliminación de toxinas en el cuerpo. Es muy bueno para bajar la fiebre en casos de gripe. Estimula el sistema digestivo, trata la acidez estomacal y es muy eficaz para perder peso. También funciona como purgante cuando se consume en dosis elevadas, y es excelente para el tratamiento del reumatismo y otros malestares relacionadas; así como también en la regulación de la presión arterial. Sirve para el dolor de muelas pues es analgésico y antiinflamatorio. Cuando se presentan infecciones u hongos en la piel, este árbol es un grandioso antimicótico. Además, es balsámico, pectoral, y si se padece de laringitis o faringitis es sorprendente. Incluso, es muy recomendable su consumo para aliviar la gota, debido a que desintoxica y limpia la sangre.

Al Guayacán también se le conoce como el árbol de la vida, o de  las flores solitarias de color azul claro o violeta, que le dieron, por el tono de su pigmentación, el calificativo margariteño a la ruda prenda de vestir, de "pantalón de pescadores o guayacán"; que no eran otra cosa que los fuertes y gruesos calzones vaqueros o blue jean con remaches de cobre, hechos de mezclilla, una suerte de tela de lona formada con algodón, puestos a la venta en Estados Unidos en  la ciudad de San Francisco en 1873, en plena "Fiebre del Oro" californiana, por el comerciante alemán Levy Strauss & Co. y el sastre Jacob Davis.

Las tablas rectas, unidas en divisiones de aquella suerte de gran garita, llegaron ya calafateadas, impermeabilizadas con estopas enchumbadas de brea, que juntaban los listones, sellándolos herméticamente. Nadie nunca supo de dónde las trajo. Era una suerte de misterio, pues cuando fue descargada en el “viejo muelle” de Juangriego, ya estaba casi armada en paneles, fáciles de identificar y colocar.

Cuando la montaron parecía una pequeña capilla de iglesia, de esas que no tienen, ni cura, ni santo, ubicada en algún pueblito perdido, que no figuran en los libros de geografía; pero era, sin duda alguna, <la cabina de mando> de lo que había sido un gran barco pesquero.
Era majestuosa, como la de esos navíos de los años 40, los de la flota pargo-mero, los de la pesca de altura que surcan el agitado mar peleando contra los vientos, el oleaje y el sol de las costas del Delta; la Guyana <la ex-británica, ahora República Cooperativa de Guyana; la ex-holandesa, Surinam, y la francesa>, y el noreste de Brasil. Eran barcos confeccionados con distintas maderas, -las más duras y exigentes con las que conformaban la estructura como el guayacán o el roble, y las del forraje, para el que se utiliza la ceiba o el sasafrás-, hechos artesanalmente por los carpinteros de ribera de la península de Macanao, sin computadoras, ni cálculos de ingeniería, solo con maestría y sabiduría popular trasmitida por los abuelos. Aquellas eran singulares y rusticas joyas, bien esculpidas y donadas al mar; un dechado de virtudes vitales y espontáneas sin igual.

La <casilla> era como una parte del centro de control, el puente de mando de estos bajeles que van por temporadas a capturar pargos gigantes de hasta 15 kilos, y meros-guasa, también conocidos como Goliat, invocando al famoso y gigantesco soldado filisteo bíblico, muerto con una pedrada lanzada contra su frente por la honda de David. Estos pueden llegar a medir tres metros y más de longitud, y a pesar casi media tonelada, siendo capaces de tragarse un tiburón o una raya de un solo bocado.

Aquella cabina, era algo así como el compartimiento desde el cual se dirigía la embarcación de unos 23 metros de eslora que, por su poco deterioro, ha debido ser recientemente abandonada, bien por problemas mecánicos o de hechura que la llevaron a la incuria y al desuso. O a lo mejor por una lectura errónea de su carta náutica que no interpretó adecuadamente las coordenadas y los puntos cardinales de la rosa de los vientos, provocando el encallamiento del navío en medio de cualquiera de los arrecifes coralinos del Mar Caribe, presentes y dispersos en esas costas tropicales, donde sirven de barreras protectoras contra los embates del oleaje y las corrientes marinas.


A las divisiones hechas de guayacán, pegadas y taponadas con cola proveniente de residuos animales, y estopa saturada de resina, las bajaron en el antiguo atracadero, construido mucho antes que el presidente Cipriano Castro cruzará el río Táchira con 60 hombres a caballo y triunfara con su compadre Juan Vicente Gómez en la <Revolución Liberal Restauradora> de 1899 que depuso a Ignacio Andrade . El mandatario vino a Margarita siendo Presidente constitucional en la segunda semana de mayo de 1905, mudando, caprichosamente y bajo el influjo de intereses económicos y musicales (Valse, Castro en Margarita), la Aduana de Juangriego para Pampatar; profundizando con ello los problemas económicos del nor-oeste de la región insular. El “viejo muelle” construido en las primeras décadas de 1800, antes que Venezuela se emancipara del yugo español en 1821, estaba hecho de tablones del fuerte y perdurable cedro rojo, afianzados con pilotes de roble, de madera dura y de gran resistencia que surgían como solidas estalagmitas del lecho acuático de la bahía.

Los listones de guayacán ya preparados los colocaron adyacentes a unos 40 metros de la orilla, cercano a los bajos de la playa que no es sólo un barrido de arena, sino conchas de criaturas marinas, el cristal de mar, las algas, los objetos incongruentes arrastrados por las corrientes , y donde Evelio instaló un expendio en el cual, con el alba, ofrecía sabores aparentemente cotidianos y sin complicación pero que, en su naturaleza creativa y fantástica, les otorgaba un carácter enigmático, como parte de un mundo que conceptuaba de celeste, cósmico, casi astral. Sus productos eran pues, un café negro endulzado y las calillas, suerte de cigarrillo medio grueso y corto, fabricado artesanalmente con hojas de tabaco muy bien seleccionadas y de cuidadosa torcedura, sin llegar a las pretensiones de un “puro” o un “habano”, que a diario consumían los pobladores costeños.

Evelio de esa manera, con su gran tamaño, sus manos curtidas y su vozarrón, una vez que abandonó sus travesías en barcos, y las expediciones y aventuras en el Delta del Orinoco, se dedicó a vender agüitas con fragancia que tenían sensaciones gustativas distintivas: acidez, aroma, amargor; un sabor entre fuerte y azucarado. Y humos penetrantes como perfumes de tronco curtido y de tierra húmeda, sustitutos de las estrellas que se iban desdibujando en el firmamento de la noche que comenzaba a morir con el germinar de la aurora.

Tamaña observación sideral, en su boca o en la de cualquier vecino del sector parecía exagerada, pero tenía muchos dejos de verdad y de fantástico realismo.

El café, descubierto con sus propiedades en el siglo XIII, era originario de la exótica Etiopia, antes Abisinia, un país que terminó sin salida al mar tras la independización de Eritrea, y estaba ubicado en el Cuerno de África, que es el extremo oriental de ese continente, inexplorado y desconocido.

Se trataba de una bebida espiritosa obtenida a partir de un poco de agua caliente sobre los granos tostados y molidos de los frutos de la planta del café. Este producto meridional, posteriormente lo cultivaron procesaron y comercializaron los árabes en el siglo XVI, quienes lo expandieron por su mundo cercano en Persia, Turquía, Egipto y África septentrional

Años después, a comienzos del siglo XVII, los mercaderes venecianos lo hallaron y lo comercializaron por toda lo que fue la “ruta de la seda”, que una vez desecha en el siglo XIV con la disolución del imperio mongol, dio paso a una actividad naviera y terrestre pujante, más independiente, en las que el descubrimiento de la pólvora y la temprana modernidad en Europa, condujeron a la integración de los estados territoriales y a un creciente mercantilismo. Los comerciantes de la ciudad de los canales, a través de agentes intermediarios con quienes actuaban en comandita, hicieron de las suyas con el novedoso fruto, que causó polémicas y furor en los mercados del viejo continente.

Así llegó ese particular fruto vegetal a estas costas tropicales desde la amazonia brasileña, descubierta por los portugueses en 1500, y conquistada hacia 1530, quienes ya lo conocían de manera rudimentaria y comenzaban a desarrollar su producción comercial. En 1784 los misioneros españoles de la orden de los Capuchinos, asentados en la cuenca del Rio Caroní, trajeron, desde esa inconmensurable región, las primeras semillas del cafeto.

En Venezuela lo sembraron, indios y españoles, mestizos, mulatos, zambos y esclavos. al igual que los corsos llegados a finales del siglo XVIII, quienes poblaron una vasta extensión del oriental Estado Sucre, en localidades como Güiria, Carúpano. El Pilar, Yaguaraparo, Cumanacoa, Cariaco y Rio Caribe; antes de penetrar a la región central -Barlovento y Caracas-, y a la zona montañosa andina, fronteriza con Colombia. Llegando a ser, junto con el azúcar y el cacao, un producto agrícola de mucha importancia económica en la Venezuela rural de aquellos tiempos.

Este néctar suave, reconfortante, enmelado con la caña de azúcar de esa misma región, con ese punto dulce, pero ácido de las frutas rojas, bien caliente y humeante, descubrieron que poseía la virtud estimulante, -por su contenido de cafeína-, de comenzar a despejar el inicio del día con nuevos bríos, lo que hizo que el saborearlo y beberlo en la mañana, se hiciese una costumbre muy arraigada de estas tierras.

Evelio, junto con su agüita atufada, también despachaba en su <cabina de mando>, como complemento de su fuerte y melindroso café, otro producto que engendraba humos distintos: el del tabaco en calilla. De raíz suramericana, se extendió durante milenios en estos confines, desde la zona andina pre e incaica, entre Perú y Ecuador; hasta el norteño imperio maya y después azteca. Los primeros cultivos debieron tener lugar entre cinco mil y tres mil años antes de Cristo. Y su módico costo, en la <casilla> de Evelio, en la playa de Juangriego, era de un centavo cada una.

Estas hojas, con su especial aroma de viejos troncos caídos en cualquier bosque húmedo, acre, terroso, gustillo fuerte y con cuerpo, aroma intenso, contenido de aceites esenciales y resinas, alta elasticidad y buena combustibilidad, eran traídas inicialmente desde la planicie deltaica de Uracoa en el Estado Monagas, vecina con el Delta Amacuro, que es el Delta del Orinoco, el cual fue formando -al  paso contundente de ese inmenso río, en busca de salidas a su torrente,- caños e islas, que se hicieron con los sedimentos arrastrados por ese colosal caudal. Ayudado en esa acción de las corrientes y las mareas sobre las aguas fluviales que van abriéndose paso, a un compás turbulento e indetenible, hacia el Mar Caribe, acompañados de otros afluentes de la zona higrológica más grande del país. Ese espectáculo maravilloso de la naturaleza hacía que los indios lo compararan con una gigantesca serpiente enroscada, o a lo mejor a los ojos de algunos de los conquistadores más versados en otras historias, ese asombroso fenómeno natural era como “la Hydra de Lerna” de la mitología griega, dominada y vencida por Hércules, el hijo de Zeus, cuyas cabezas llegaban a ese punto titánico en que chocaban con su espada, y aquí  se confundían con el Océano Atlántico que las absorbía, y las cortaba cuando en ellas desembocaban.


En ese delta, con sus caños y sus islas, Evelio se involucró con los indios arawacos; aprendió de ellos filosofías e interpretaciones de la vida, y muchas artes manuales; además de ser por naturaleza un aventurero, expedicionario, zapatero, navegante, agricultor, cuidador de haciendas de cacao, y comerciante impenitente en ese inmenso pedazo silvestre y boscoso, agreste, ignoto y profundo de lo que fuera una tierra de aborígenes de la familia arawak-maipure, con ramificaciones recónditas que en un pasado remoto abarcaron una inmensa geografía que se extendió desde los predios norteños de los dioses Hunab Ku y Quetzalcóatl, a los de las omnipotencias de Viracocha e Inti en el altiplano peruano; mucho antes de que llegarán los vikingos a comienzos del milenio pasado con Thor y Odín; los conquistadores españoles en 1492 con su cielo,  la Santísima Trinidad, y la gracia de Dios que había nombrado a los reyes católicos  Fernando II de Aragón e Isabel I de Castilla, y luego se fundara, en el nombre de Cristo, la Capitanía General de Venezuela, creada el 8 de septiembre de 1777, con la emisión de una Cédula Real de Carlos III.

La casilla de Evelio, como si fuera el locutorio de dirección de un navío perdido, colindaba con el viejo muelle de Juangriego. Desde lejos se le veía como un barco más. Estaba sombreada por una mata verde, quejosa y espinosa de cují, que ya medía como doce metros de alto. Fue el punto de encuentro obligado de los faenadores del mar, quienes antes de partir a buscar los frutos de ese piélago, que recogían muy temprano y lo recalaban hacia la media mañana para su venta en el mercado y en los puestos de expendio de ese exquisito alimento, fuente primaria de la dieta isleña, se echaban su calientico, a veces condimentado con un poco del ron de “Chelia”, antes de irse a abordar sus peñeros, pisando la arena rociada con el agua de mar de la mañana.

-Pá calentá mejor el cuerpo, compay, que la humedad y el viento se sienten como muy fríos.

y compraban sus calillas, que fumaban mientras navegaban, con la parte encendida, la candela, dentro de la boca, para que no se la apagara la brisa marina, ni las agitadas olas entre las que iban surcando.

A la <casilla>, poco a poco, le fueron haciendo anexiones que la transformaron y la absorbieron, como un rio que cae a la mar. De esa manera el expendio de café y de calillas fue desapareciendo. Evelio construyó sobre ella su casita hacia mediados del siglo pasado, en una Margarita que seguía siendo pobre, con pequeños y delgados ríos, poca electricidad, siembra y ganadería escasa, y un cabotaje de bajo volumen.

 Los productos del mar; la recolección y procesamiento del “Guatapanáre” o “Dividive usado en la curtiembre de cueros, y sus semillas muy astringentes, que eran parte de la composición de un ungüento antihemorroidal, y molida hasta hacerla un polvo que “curaba" el ombligo de los niños recién nacidos; la dulcería de lechosa, batata, hicacos, cerecitas, merey, coco, y una voluntad férrea de sobrevivencia, eran de las pocas riquezas que les quedaban, pues los ostrales fueron devastados por la apetencia de riquezas del conquistador español; la cría de animales porcinos, aves, caprinos y bovinos, y la siembra decayeron con el “boom petrolero” y el éxodo de los años 30; aparte del flujo comercial que se daba en un mercado limitado a muy pocos productos, y era muy incipiente.

La casita de bahareque de Evelio Marcelino fue fabricada, poco a poco, con una mezcla de barro, agua, y de paja y hojarasca escurrida, pero muy bien apisonada, como su suelo firme, de tierra compactada. Al pasar de los años, no aguantaba con suficiente solidez los embates de su fragilidad estructural, y ya empezaba a deteriorarse, como de a pedacitos difíciles de observar.

A los quince años de hecha se comenzaban a ver los daños que ocasionaba el paso inclemente del tiempo, como ocurría con sus descoloridas y desalineadas tejas que habían cedido al paso del viento salitroso del norte y del implacable sol, y algunas de sus rendijas, soportadas sobre la caña brava ya seca, mostraban sus pequeñas tunas verduzcas o acarameladas picoteadas por las chulingas, que las saboreaban y las abandonaban, y sus espinosos melones xerófilos, de monte, o "gorro turco", con sus dulces y rosados pitigüeyes, incrustados como un clítoris de diosa voluptuosa en el volcán de sus lanudas y despeinadas coronas.


Tenía su frente pintado con cal y unos vivos ornamentales, primorosos, hechos con lo que quedaba de las acuarelas en aceite que comenzaban a aparecer, traídas por los marineros que concebían y plasmaban las líneas vibrantes y coloridas de sus peñeros.

La casa de bahareque, vestida del blanco de la cal que la hacía impermeable y antialérgica, con sus pinturas decorativas, estaba ubicada en una de las calles polvorientas del pueblo, la del "Fuerte", que daba hacia la vecina bahía de La Galera. Para llegar a esa ensenada debía bordearse una pequeña montaña en la que fue instalado en 1811 un pequeño espacio fortificado con cuatro cañones para defender a Juangriego de posibles invasores; pero este fue convertido en zona militar por el General español Pablo Morillo en 1815, y fue destruido en “la Batalla del Fortín” en 1817, donde se inmolaron cientos de hombres y mujeres de ese pueblo, en el sitio que después se llamó La "Laguna de los Mártires”. Una breve narración que más extensamente recitan los niños "cuentacuentos" de Juangriego y La Galera por cualquier colaboración monetaria, de esa otrora realidad, transformada en una mezcla de su mundo de ficciones y leyendas, acomodadas a los nuevos tiempos.

El fondo de la casita de Evelio, disfrutaba de un sortilegio que pocos sabían explicar: estaba de espaldas a la orilla de ese mar radiante de las mañanas, y de su crepuscular puesta poli cromática del astro rey en las tardes, lo que le daba la gracia y la melodía para existir, siempre cálida, abrasadora y sonriente. Pertenecía al viento y a las olas. El mar y la casa vivían juntos, uno delante del otro para confiarse sus secretos. Aquello era otro universo, sin duda alguna, era un más allá.

A su punto trasero llegaba el ruido de la mar sosiega, cuando sus pequeñas olas rompían con la majestad de la arena húmeda y radiante, digno material para construir muñecos, castillos o fortificaciones amuralladas de un tierno ayer, ya algo lejano para él.

La engalanaban una cerca de yaques, cardones con sus punzantes alfileres vegetales y sus caramelizados yagüareyes rojos y engranados con aguijones negros que impedían, junto con la barrera de recebo, el paso a los peñeros de fuertes trazos de rayas multicolores, expuestos sobre un fondo blanco que asemejaba a la mismísima bruma del mar azul de su vida y de sus ensueños. Ellos, en su corto peregrinaje desde el amarre de su ancla, que bailoteaba lo que el cordel les permitía, traían y llevaban, en una suerte de vaivén impuesto por el suave oleaje, la carga de gaviotas y pelicanos somnolientos que reposaban en sus trancaniles, en sus rodas y en sus regalas con sus embellecedores remates de tapas.

Todo siempre era así. Monótono, tranquilo, con un par de sonidos contrastantes: el de los ruidos de las aves que se zambullían en la playa sacando peces del agua, para devorarlos, botar sus restos en la tierra silícea siempre mojada, y volverse a dormitar. O la llegada de los pescadores festinando el fruto de su día.

Las únicas apariciones que poblaban ese idílico lugar eran las que daban los fuegos fatuos que producían el fosforo y el metano acumulados en los huesos afilados que salían de la columna vertebral de los pescados como si fueran punzantes dagas, la cabeza que siempre terminaba triturada, y las agallas y los otros restos, lanzados con descuido singular al patio de la casa.
Ninguna de sus historias, vinculadas a la vida y a la alegría de un sano aventurero de aguas saladas y de tierras inextricables como la de Evelio, tenían nada que ver con la leyenda que le otorgaba a los fuegos vanos, el don de ser de los espíritus del conquistador español Lope de Aguirre (llamado “El Tirano” por su carácter criminal, atroz y despótico, “aun cuando era educado y de buena caligrafía, que escribía con soltura y un cierto garbo”), y sus hombres que, decían los pobladores, lanzaban esferas flamígeras mientras vagaban por las playas donde estuvieron en la isla de Margarita, tomada con sangre y ardor en 1561, y donde hizo saber a sus habitantes, desde el mismo momento en que desembarcó en las playas de un cercano poblado llamado Paraguachí, que portaba un cuantioso tesoro de oros y piedras preciosas arrebatados a los poderosos incas del altiplano andino.
El gobernador, Juan Gómez de Villandrando (1539-1561), entre otros notables, alimentados por la codicia, cayeron en el engaño. Este había sido designado por su suegra, Aldonza Manrique, como Gobernador de la Provincia de Margarita, Ocupando directamente su cargo e instalándose, con su familia, en la villa del Espíritu Santo, población que lleva ese nombre porque de España vino  a Cubagua en el año 1530 una advocación de la Virgen María que ellos llamaron la Inmaculada o la Purísima, pero pocos años después, el 25 de diciembre de 1541, un huracán arrasó Nueva Cádiz y con ella la iglesia donde estaba la imagen de la Virgen. Esta milagrosamente no desapareció, los pobladores de Cubagua decidieron ponerla a salvo de nuevos cataclismos, llevándola en 1542 a una hacienda en El Valle isleño, donde le construyeron una pequeña ermita.
La historia es peculiar. La suegra del gobernador Juan Gómez de Villandrando, conocida como Aldonza Manrique, nació en 1520 en la Isla “La Española” (Santo Domingo, República Dominicana). Hija de Marcelo de Villalobos, Oidor de la Real Audiencia de Santo Domingo a quien lo unían estrechos vínculos de amistad con el Rey Carlos V. Él recibió como gracia en 1525, la capitulación real donde era designado Gobernador de Margarita, con un especial favor, donde además se designaba esta Gobernación “hereditaria por tres generaciones”, y de Isabel Manrique de Villalobos, quienes habían llegado a esa isla en 1512. Tras su muerte en 1526, su hija Aldonza lo sucede en su derecho como su heredera, pero por ser menor de edad, es tutorada por su madre Isabel Manrique de Villalobos, hasta tanto ella fuera mayor de edad (25 años) o contrajese matrimonio. Aldonza a los 15 años de edad se casa en 1535 con Pedro Ortiz de Sandoval, uno de los conquistadores del Perú, asumiendo ese hidalgo la Gobernación de la Provincia de Margarita, quien ejerció su mandato desde la isla de Santo Domingo, como bien, lo hizo su madre Isabel Manrique de Villalobos, de donde nombraban los Gobernadores pertinentes, porque, ni su esposo, ni su madre, ni ella, jamás viajaron a la isla de las perlas. De la unión matrimonial de Aldonza Manrique de Villalobos con Pedro Ortiz de Sandoval, nació una hija de nombre Marcela, quien se casó a los 14 años de edad con Juan Gómez de Villandrando, a quien su suegra designó Gobernador de la primera Provincia en erigirse dentro de lo que sería el territorio de Venezuela.
Pero cuando Lope de Aguirre invadió la isla el 22 de julio de 1561, hizo presos al mandatario designado desde “La Española”, y a miembros del Cabildo. Después se apoderó con delincuencial vehemencia de La Asunción y de los pueblos vecinos. Enteradas las autoridades de tierra firme, enviaron a Francisco Fajardo a combatirlo. Antes de abandonar Margarita. Lope de Aguirre mató a garrote a Villadandro y a 50 vecinos, quedando viuda Marcela de Ortiz Villalobos de Villandrando con sus dos hijos de nombre: Juan y Aldonza.

Ese mismo mes de octubre de 1561, “el tirano” asesinó a su propia hija Elvira con una filosa daga de plata del Potosí, para que no quedase como "puta de todos", y un 27 de ese mismo mes la implacable muerte lo citó en Barquisimeto, adonde acaudilló una rebelión contra la monarquía española que justificó indicándole al Rey Fernando II: "rebelde hasta la muerte, por tu ingratitud" Terminando con el pequeño cuerpo que fue descuartizado por órdenes militares. Sus restos fueron comidos por los perros, con la excepción de su cabeza, que ordenaron enjaularla y exponerla como escarmiento en El Tocuyo, y sus manos mutiladas fueron llevadas a las poblaciones de Trujillo y a la “Nueva Valencia del Rey”, donde él había estado.

Al no encontrar reposo en el más allá, dicen los pobladores de la playa que lleva su mote:” El Tirano”, que aún galopa por sus orillas lanzando bolas de fuego, en una suerte de burla a las autoridades coloniales. lo que significa para estos mortales que, el alma del Lope de Aguirre, “El príncipe de la libertad” como lo llamó Miguel Otero Silva, sigue con vida, como símbolo de lo infernal.


Evelio Marcelino Marcano Gutiérrez era un margariteño meztizo, español y guaiquerí de origen warao, una etnia de origen arawaco, proveniente según algunos investigadores de la vertiente oriental de los Andes Peruanos; mientras otros sostienen que llegaron a estas tierras provenientes desde Asia (Mongoles), por donde cruzaron el Estrecho de Bering hasta Alaska, entrando al continente Americano y desplazándose hacia el sur. Nació en Juangriego, en la isla que los nativos llamaron Paraguachoa: "Gente de la Mar". Un cruzado de ojos azules, profundos y muy claros, de grandes y encallecidas manos, con una enorme fortaleza y una elevada estatura; tenía una voz de trueno y una sonrisa en cascada que rodaba y sonaba como las piedras de los ríos, cuando hay un buen temporal.
Sus días de gloria y rebato de campanas ya habían pasado, aquel había sido un tiempo de conocimiento e ilustración, desde los años veinte, cuando exploraba y conquistaba las desembocaduras del rio Orinoco y sus afluencias al mar Caribe y al océano Atlántico. Estuvo un buen tiempo en la labor de convertir las islas del Delta en fértiles campos de producción agrícola, donde se cosecharon millones de kilogramos de maíz, cacao, arroz y café, lo mismo que plátanos y otros frutos. Muchos de esos sembradíos se perdieron, con las crecidas del Orinoco.

Los enigmas de la misteriosa fauna, de la hermosa flora cromática de la selva, y su relación cotidiana con los indios e indias arawac que comenzaban con un “guayoyo” (cafecito) caliente en la madrugada, una ardua faena de trabajo, y luego, en un espacio abierto como en los que gustaban desenvolverse los aborígenes, una comida abundante, de animales de caza o de pesca, verduras y frutas; terminaban con una chicha, hecha de un grano (Maisí) fermentado con los escupitajos que la maceraban de una niña impúber, bendecidos por la naturaleza y vertidos en una olla de barro. Usaban como sobre mesa la hoja del tabaco, que fumaban armado en la forma de un cigarro grueso denominado “calilla”.

En cuanto a creencias, los waraos y los arawak que compartieron la misma región deltana, consideraban que la forma de complacer y rendir tributo de reconocimiento a sus dioses era mediante   la   celebración   de múltiples y raras fiestas en las   cuales consumen grandes cantidades de bebidas preparadas a base de maíz, yuca, batata o mapuey, puestas a fermentar.

Evelio ya había quedado para contar sus aventuras, reales o fingidas,

- ¿qué más da, si a la final es la misma vaina?

decía, mientras reía, pues sabía que con ellas hipnotizaba a los muchachos que veían ante sí una inmensidad de conocimientos prácticos, anchos y ajenos, distantes, respetables e insondables.
Por simple rebeldía ante el sufrimiento de su pueblo, no se sentía identificado con los españoles, ni con los mestizos criollos, ni siquiera con Francisco Fajardo (1528) otro heterogéneo hispano-margariteño que fue conquistador de la zona norcentral de la actual Venezuela, en donde fundó varias poblaciones.

Hubo una de esas historias que le escuché, y que mi abuela Eloísa que era su amiga, pues él llevaba las haciendas de cacao de su marido, Pastor Rojas Villarroel, en los caños de Macareo y Macareito, corroboró, sobre como salvó a una india de una piraña que se le pego de su “maruto”.

Como si fuese un profesor de anatomía, Evelio con voz recia y segura hacia la descripción del hecho:

-La indiecita entró al rio. Y de pronto vinieron unas pirañas, con tanta suerte que la sacamos de inmediato cuando vimos el rebullicio de peces, pero una se pegó de “su maruto”.

Aquella parecía la representación de una operación de una hernia umbilical, dada por un insigne tratadista.

-Agarré a la indiecita, y vi aquello. Sangraba, y el animal seguía moviéndose en el medio de su barriguita, sin despegarse del pedacito de carne.

-Me dejé de pendejadas, Agarré un cuchillo bien filoso, y corté “el maruto”, con pescado y todo.

-La indiecita seguía sangrando: así que, sin dudarlo, sin necedades tontas, agarré una cuchara, que era lo que tenía a mano, la puse a calentar al rojo vivo en un fogón de leña que teníamos prendido, y… <guaasssss>. Se la puse en el sitio, cauterizando la herida, mientras ella se estremecía de miedo y de dolor.

-La indiecita vivió, se recuperó, y anda como si nada entre esos cacaotales. La marca de la quemada, ni le quedó. El tiempo se fue con ella.


Su identificación plena era con sus margariteños, por supuesto, pero también con los Arahuac o Arawacos que poblaron el Delta del Orinoco y las Guyanas, territorios inexpugnables desgarrados por esclavos y colonos de imperios lejanos.  En esos lares se dice que, en la lengua de los pueblos nórdicos, el “nynorsk”, esos pequeños deltanos eran los guardias honoríficos, guías y vigilantes de los grandes Vikingos en sus incursiones por los ríos amazónicos y por el Matto Grosso del que se dice proviene de la palabra “Matt”, que es la voz vikinga para designar llanura, exactamente lo que es el “Matto grosso”: una selva espesa en una llanura.

Era otro cruce, una mezcla diferente venida de los mares del norte, de la península escandinava, muy distintos al pícaro ibérico que nos conquistó con Colón quinientos años después.

Ellos, con su llegada atrajeron a los indígenas arawacos, quienes a nivel religioso creían en los espíritus del bien y del mal, que podrían habitar tanto en cuerpos humanos como en objetos naturales, y consolidaron ese pueblo deltano, venido de muchos lugares distantes, que luego fue desarrollado por los descendientes de los “guaiqueríes” margariteños, que ya no le sacaban perlas a los españoles pues estos habían llenado sus arcas de los palacios de los reinos de Aragón y de Castilla con la plata del Potosí, las perlas de esos ostrales isleños, y el oro y los diamantes de la  Guayana y de la Amazonia. Ambas etnias tenían la misma contextura física y similares costumbres civilizatorias, como si aquellos fueran,…

- y sin dejarme terminar el pensamiento y ante un comentario muy discreto que le hacía a otro chico, ripostó:

-que dices, que, ¡De bolas que lo eran!: Hombres y mujeres de otros planos y dimensiones, que miraban al mundo desde posiciones diferentes.

Evelio se hermanaba a plenitud, sin conocerlos, con los adoradores de Odín y las valquirias guerreras y bravías; estos seres de alta estatura y cabellos color de aguamiel metidos en su ambiente ambarino, los consideraba varones, caballeros y damas de orgullo y principios, quienes habían venido a América mucho antes de que llegaran las carabelas de Isabel I y de Fernando II, y su pléyade de gorrones, en su mayoría sacados de las cárceles de Puerto de Palos, para que se unieran a la aventura de descubrir un nuevo mundo, sobre el que no tenían certeza alguna, sino el afán de llegar a la meta de la mítica ciudad perdida de El Dorado y sus múltiples riquezas. De hecho, el rey había otorgado el perdón a los “delincuentes” que se enrolaran en el viaje, Siempre acotaba:

-los españoles querían joder a todo el mundo, a los ingleses, a los alemanes, a los holandeses y a los franceses, y nunca pudieron

Para Evelio unos y otros, vikingos y arawacos se identificaban con el agua que les trajo y que les dio su forma de ser. Eran existencias, habitantes de las aguas, acompañados de los   intrincados manglares que de ellas emergían con un verdor sorprendente, de las orquídeas de todos los géneros y matices de luces solo posibles en un arco iris; de las palmas y sus frutos de agua divina, los frondosos árboles, los barrancos con sus cuevas inescudriñables, las pequeñas aldeas con sus palafitos cercanas a las fuentes de agua dulce, con sus gentes y silencios selváticos apenas rotos durante el día por el cantar de los pájaros más exóticos que la memoria pueda recordar, o en las noches profundas, por el unísono grito de los araguatos y otros simios, el sumergirse de un cocodrilo, el rugir de un leopardo o una gran boa que comenzaba a alimentarse.
Los escandinavos, siempre respetuosos de sus tradiciones, no se mesclaron sino entre ellos por muchas décadas. Hasta que la naturaleza y la diversidad los doblegó. A diferencia de los ibéricos que, según cuentan sus propios sacerdotes como Fray Bartolomé de las Casas, en sus “Cartas de Indias”, solo buscaban la lujuria, la riqueza. Esclavizar a los indios, y obtener los placeres fáciles que daban las posiciones del poder transferido por los reyes.

Sin embargo, el tiempo y los hechos alejaron a los dioses europeos nórdicos de estas tierras soñadas y bondadosas, pues habían llegado desde la templada Groenlandia, y estaban muy lejanos de las suyas que añoraban.

Los nuevos acontecimientos y sucesos los hicieron reaccionar y hacia el siglo XIV volvieron a su hábitat nórdico. Evelio aprendió con esa lección histórica que el mago tiene que saber que su magia es un truco, más no la realidad.  Por eso él se movía como pez entre esas dos aguas que ya habían dejado una descendencia distinta. Hasta que pudo, y decidió regresar a la isla de sus ensueños.

Ya el tiempo había pasado. Tenía todo un repertorio de muy buenos cuentos, pero los hijos, que habían crecido, se habían ido a estudiar y a trabajar a otros lugares, la mujer se le murió, los perros buscaban otros huesos, y ahora le quedaba revolver su cabeza entre los puntos del sol que dejaban colar las tejas mal puestas sobre el lomo del chinchorro de moriche hecho por los indígenas en el Delta, y a la final… comprar un terrenito en el cementerio, y buscarse un cajón decente, en el que los amigos que le quedaban lo despacharan con honor y dignidad de este mundo. El tedio y la edad comenzaban a abrumarlo. “Nunca volveré porque nunca se vuelve”, diría con el poeta portugués Fernando Pessoa.El lugar al que se vuelve es siempre otro”.

Ese estado de languidez y rutina inerte le dio por hacer y tallar su urna, que por lo demás habían encarecido sustantivamente su precio, pues la crisis de su fabricación, hicieron que muchas gentes de escasos recursos elaboraran la suya. Utilizó la misma madera que se usa en la fabricación de los barcos mero-pargueros de Macanao que salen a pescar en alta mar. Se buscó unas tablas de lo que pudo encontrar: Algarrobo, palo sano, yaque, roble, guayacán, maderas duras que sirven para hacer la armazón de la embarcación, y otras que son para forrarla como el saquí- saquí o el sasafrás. Consiguió a un amigo, “carpintero de ribera”, que le prestó algunos instrumentos y su conocimiento heredado de generación en generación, y contrató a un ayudante que sabía cómo hacerlos.


Una vez terminada la obra que lo llevaría a descansar dentro de su tierra, la pintó con el mejor barniz naval que encontró, la pulió y la colocó sobre el estante de su cuarto, un antiguo escaparate de la familia con sus grandes espejos, y sus gavetas, donde guardaba sus pantalones de guayacán o los Ruxton, con sus camisas de contrabando, y sus botas que muchos creían eran “maqueras” o de baqueta, especiales para el rudo trabajo selvático, pero que eran de su propia confección.

Evelio, entre muchas cosas, había sido zapatero y tenía su pequeño taller donde sus familiares y hermanos, a todas luces mestizos descendientes de indias y españoles, blancas y de ojos claros como él, en la Calle el Sol número 36, de Guáimaro, la vía de entrada a la bahía crepuscular en la cual vivía su hermana Rosa María, de gran tamaño y voz dominante que la hicieron la gran rezadora de la comarca en los novenarios de los difuntos. Muy célebre porque ya los años la hacían dormitar en esos escenarios de amigos y familiares, para ella absolutamente rutinarios. Con su vozarrón cuando oraban el “Padre nuestro, que estás en los cielos”, ella despertaba y con ímpetu, irrumpía con una plegaria distinta: “Ave María purísima. Sin pecado original concebida”. Unos reían, otros no, pero era parte de la puesta en escena de esa tarde pueblerina de oraciones por el alma del difunto, donde nunca faltaba un cordial cafecito.

En la alacena de Evelio no faltaba una botellita de whisky traída de contrabando desde Jamaica, pues en Juangriego estaba el ron de “Chelía” hecho en la vecina población de Altagracia o “Los Hatos”, que era casi, según los lugareños, como un fino brandy con su delicado bouquet y su buen cuerpo, que nunca estaban demás. No era bebedor, pero un cariño a la garganta y a las emociones no le caían mal a nadie, y a veces mitigaba la soledad, cuando se hacía presente acompañada de hermosos recuerdos de un pasado dichoso.

De vez en cuando limpiaba el ataúd, suerte de canoa fúnebre de lujo, cerrada como la de un Faraón, creyendo que con este ritual mantenía trasparentes y frescas sus aventuras.

Él conversaba en la noche con esa sombra que ya comenzaba a seguirlo y se había convertido en una suerte de cajón de depósito de sus esperanzas, muchas de ellas perdidas en el tiempo, en el que guardaba sus secretos más recónditos, sus encuentros con la luna y con las aves, o el amor furtivo con una india en medio de esa floresta mágica que le regalaron sus realidades, plenas de orquídeas y con olor de selva, ahora convertidas en recuerdos y fantasías, que lo llevaban a mezclarse con un cabello liso y negro como un azabache blando, tendido sobre una piel del delicado y exquisito color y del perfume fino de ese oro astillado que era la canela, venida de un oriente muy parecido al de nuestras indias.

Eran unas noches ornamentadas por todas las estrellas del firmamento que chispeaban en las aguas del rio o de la mar o sobre las montañas sagradas de los tepuyes de la Gran Sabana, que observaban sus cabriolas con la imperturbabilidad que les da el ser la formación geológica más antigua de la tierra, o esa eclosión maravillosa, que era la fusión del Orinoco y del Amazonas en la intrincada floresta que exploraron sus dioses Vikingos o su Wiracocha inca, ese Dios supremo de la mitología  “Tahuantinsuyo”  representado por un personaje de raza blanca, vestido de oro y plata, con barba clara y ojos verdes, parecido al Dios cristiano, y que se había ido de esos parajes a través del Océano Pacífico para volver, -según sus creencias-, en tiempos de gran necesidad, en una época que fue la continuación del largo proceso evolutivo de las culturas pan-andinas, donde fue más  notoria la presencia de los Incas que guiaron a sus elegidos, los Arawacos hacia el Amazonas, a quienes se apegó espiritualmente, como a su añorada bahía crepuscular de Juangriego, su lugar de nacimiento, de donde partió a otros sitios, distantes y desconocidos, de esos que no aparecen en ningún mapa.

Evelio de esa manera se extasiaba compartiendo, con su compañero hecho de madera de barco, sus recuerdos. Se perdía en el hermoso laberinto de su conticinio, ese momento de la noche en que se produce el silencio absoluto, sin una hora específica que lo origine, sino un momento, un segundo en el que la oscuridad, luminosa y radiante, se hace tan profunda y juguetona que toda ella calla y canta.

Y de esa manera en cualquier alba partió, sonriente, sin darse cuenta de la nueva ruta que tomaba. Escuchando el canto variado de las chulingas, el romper de las pequeñas olas en la arena, entre los rayos de sol que lo comenzaban a acariciar por las rendijas de las tejas desvencijadas, en una mañana que nunca más vio.
A la final, vestido de explorador, con sus pantalones de guayacán y su camisa "Ruxton", calzado con las botas que el mismo hizo, fue guardado en la barcaza fúnebre que construyó y que le sirvió como su caja de recuerdos, hecha con las maravillosas vivencias que tuvo, ya perdidas en el tiempo.


 Luis Manuel Gutiérrez “Maneque”, su primo-hermano, el hacedor de armonías, junto a sus otros amigos y familiares lo acompañaron con sus compases musicales al cementerio del pueblo, que sirve de frontera con la épica "laguna de los mártires" en la que reposan los corazones de los hombres y mujeres de ese pueblo sacrificados en 1817, siendo depositado junto a ellos, y con la compañía del aroma de las flores de su largo camino selvático, en el pedacito de tierra que el mismo escogió, y donde descansa como un faraón en su ajuar funerario, entre las maderas decorativas de saqui-saqui, o las aceitosas del sasafrás, con las que cubrió el ataúd con ribetes náuticos que armó, en uno de esos instantes en que pensó en su partida, para acompañar a los quiméricos "drakkar y los snekkar" que arribaron en algún momento de sus fantasías en el mar de sus añoranzas vikingas, con sus Valquirias que lo conducirían al Valhalla de Odín, o en las canoas de los arawack y waraos deltanos que conducirían al celeste reino de los “zemi” y de “Anianima” que era un viaje de una vida a otra vida, o en los barcos pesqueros margariteños del cielo del Dios eterno y de la Virgen del Valle, de aquellas razas de hombres de azul; pues pocos pueblos tienen una historia tan ligada a un ambiente acuático como estos, entre los cuales, Evelio Marcelino Marcano Gutiérrez nació, se crio y vivió su existencia de ilusiones y de prodigios.-

1 comentario:

  1. Mi estimado Pastor.

    Simplemente extraordinario.
    Elegante prosa unida a un profundo conocimiento de tu pueblo.

    Sigue regalándonos piezas como esta. Con toda seguridad, con el correr del tiempo, habrá quién diga: Gracias al Negro Pastor conocí la otra Margarita.

    Saludos.

    Nelson Pineda

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