Caracas, noche insomne. de un país
según Cabrujas; es la carretera que de niño transitaba para bañarme en Los
Caracas con frailejones a medio andar a la orilla del Tisure; son dos veredas
donde dejé el asma en un costado en el Festival 67. Solía pasear por
la perrera antes de comer naranjas en el Bosque Escolar donde crecían los pinos
como aguaceros; allí, justo al lado, donde las carreras movían los sueños entre
cervezas y rones aladas por caballos. Caracas es Celia Cruz en el
poliedro, los amigos invisibles, los que cantan y el que contaba historias
aburridas que me aprendía de memoria para impresionar a los amigos. Es la
comprensión precisa de unos zapatos roídos dibujados a diario por Don Pedro
León quien bañó de humor a los delfines que solían trepar las enredaderas de
Margarita.
Caracas es la novia que no tuve, dos hijos y una marusa que se fue
tras los ojos de aquella niña que solía sentarse en el pupitre, calladita y en
silencio, marcando la vida con su apellido. Son los libros que quedaron huérfanos
en aquel Fe y Alegría donde aprendí las primeras letras de la vida. Caracas es
un túnel del Cementerio al Paraíso. Es la noche de bares amenizadas
por Justo Brito y Juan Tabares, en el canto hermoso del viejo Máximo el
compadre de mi padre y, también, para más señas, el tío que me enseñó que
Séneca y Neruda eran importantes. No es el Central Park, sino el Parque Central
de la inocencia, donde escuché un zumbido de quitiplá que me abrió la boca en
pleno Centro del Silencio.
Fue en el Santo Domingo donde los payasos Chachito,
Tapirolo, Chepito y Traviesín se colgaron de las nubes para hacer reír a la
tristeza; yo jugaba a los columpios en unas residencias donde todos éramos
históricos, porque el terremoto marcaba nuestro inicio como comunidad, siempre
eterna y diferente. Caracas es Tráfico y Guaire. Ríos, carros y poetas. Yo
aquel año dormí con Halley, viendo un extraño pesebre como un laberinto
equivocado tramado de luces indispuestas, a los pies del manto que a finales
del siglo lavó el estiércol, los sueños y un fractal de belleza de la ciudad,
como anunciando el sufrimiento del siguiente; del otro lado, se veían barcos
asustados, era de noche y las estrellas poblaban los sonidos de la Colina con
Yordano, Frank Quintero y el señor Chester; la Billos era de la vieja, pero qué
sabroso era en diciembre.
Las mejores hallacas las hace mi mamá, el viejo truco
que aprendí para probarlas todas, como quien juega una y otra vez la lotería.
No estudié en el Andrés Bello, porque el Pedro Emilio Coll era suficiente. De pronto
cerré los ojos y estaba bajo los móviles de Calder quien se sentían sonrientes
junto a La Cultura, La Ciencia y el Pastor de Nubes. Recuerdo el olor de Los
Chaguaramos, las guacamayas y las Grandes Ligas. La carne mechada con queso
amarillo y el jugo de mandarina, a las tres de la mañana, era una costumbre
heredada.
En esa inmensidad le gritaba al Oh Gran Sol, porque así me lo dijo la
película, La Empresa Perdona un Momento de Locura y Sabana Grande Siempre es de
Día. En aquella ciudad comprendí la vejez porque Adriano Gonzalez León escribió
un libro. Nunca supe jugar bien el ajedrez, pero el viejo Felipe Herrera me
enseñó de tableros siendo un niño, por eso empecé a saltar la Rayuela que
también es Caracas, porque el jazz y los bongós no tenían descanso ni en Coche
ni en San Agustín del Sur. Caracas es un papagayo en el Parque del Este que
extiende sus alforjas en los dientes de leche de mis
alucinaciones. Caracas es un reloj torcido en medio de una plaza que mira
de reojo a los cuadros de Cabré que dejaron la trementina y el lienzo y se
hicieron vida en aquel cerro. Yo la caminaba con mi mochila zanqueando obra
tras obra en aquellos tiempos de teatros en las calles.
Yo crecí creyendo que
la democracia era un Caracas Magallanes, con romerías y pitos donde la juerga
de una calle a otra se vestía de naranja y amarillo. Después me
enteré que la vaina era compleja y corrupción también había, las piedras y las
bombas, los días jueves, era un ritual que divertía, casi tanto como las
cátedras de los lunes, quizás por eso un señor decía que éramos una generación
boba, tal vez porque el Ché era una carita para guindarse con sandalias de
cuero y ropa ancha, paz, amor y marihuana como retazos de los sesenta.
Caracas
era una telenovela llena de misses, con la burla permanente de una Radio
Rochela siguiente. Yo conocí el tango en Caracas, siendo un chamo, porque Pío
Miranda me lo dijo, ese día me comí dos hallaquitas de maíz con chicharrón
porque era importante aquello de la identidad. Caracas era una lengua como el Metro
que se movía en otra ciudad y en otro tiempo, porque en el subterráneo parecía
encenderse la modernidad que se truncaba en las calles y avenidas. Caracas es
una mujer desnuda, una diosa, cabalgando a una danta en plena autopista.
¿Caracas? Está en mis tripas y en mi llanto.
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