La
casa del viejo Evelio Marcano en Guiriguire
comenzó siendo una simple casilla hecha con tablas de madera del noble, fuerte
y milenario guayacán, el de los frutos amarillos y las flores azul-moradas que
le dieron ,por su color, el nombre margariteño del llamado pantalón de
pescador, que no eran otra cosa que los fuertes y gruesos calzones vaqueros o
blue jean. Las tablas unidas llegaron ya calafateadas, nadie nunca supo de
dónde las trajo. Era una suerte de misterio, pues cuando fue desembarcada en el
“viejo muelle” de Juangriego, ya estaba casi armada en paneles, fáciles de
identificar y colocar. Parecía la cabina de mando de un gran barco pesquero.
Era
majestuosa, como la de esos navíos de los años 40, los de la flota pargo-mero,
los de la pesca de altura que surcan el agitado mar peleando contra los
vientos, el oleaje y el sol de las costas del Delta; las Guyanas (ex-britanica,
holandesa -Suriname-, y francesa), y el
noreste de Brasil. Eran barcos confeccionados con distintas maderas, las más
duras y exigentes de la estructura, y las del forraje, hechos artesanalmente
por los carpinteros de ribera de la península de Macanao, sin computadoras, ni
cálculos de ingeniería, solo con maestría y
sabiduría popular trasmitida por los abuelos, aquello era un dechado de
virtudes vitales y espontáneas sin igual.
La
casilla era como una parte del centro de control, el puente de mando de estos
bajeles que van por temporadas a capturar pargos gigantes de hasta 15 kilos, y
meros guasa, también conocidos como Goliat, invocando al famoso y gigantesco
soldado filisteo bíblico, muerto con una pedrada lanzada contra su frente por la honda de David. Estos pueden llegar a medir tres metros y más de
longitud, y a pesar casi media tonelada, siendo capaces de tragarse un tiburón
o una raya de un solo bocado.
Aquella
cabina, era algo así como el compartimiento desde el cual se dirigía la
embarcación de unos 23 metros de eslora, que por su poco deterioro ha debido
ser recientemente abandonada, bien por problemas mecánicos o de hechura que la
llevaron al desuso.O a lo mejor por una lectura errónea de su carta náutica que
no interpretó adecuadamente las coordenadas y los puntos cardinales de la rosa
de los vientos, provocando el encallamiento del navío en medio de cualquiera de
los arrecifes coralinos del Mar Caribe,
presentes y dispersos en las costas, donde sirven de barreras
protectoras contra los embates del oleaje y las corrientes marinas.
A
las divisiones de guayacán, pegadas y taponadas con cola y estopa, las bajaron
en el antiguo atracadero, construido mucho antes que el presidente Cipriano
Castro hubiese triunfado con su compadre Juan Vicente Gómez en la “Revolución
Restauradora” de 1899, y viniera a Margarita en la segunda semana de mayo de
1905, mudando la Aduana de Juangriego para Pampatar, y profundizando con ello los
problemas económicos del nor-oeste de la región insular. El “viejo muelle”
construido en los primeras décadas de 1800, estaba hecho de listones de cedro
rojo, afianzados con pilotes de roble, que surgían como solidas estalagmitas
del lecho acuático de la bahía.
Los
colocaron adyacentes a unos 40 metros de la orilla, cercano a los bajos de la playa, donde Evelio instaló
un expendio que, con el alba, ofrecía sabores aparentemente simples pero que,
en su naturaleza creativa y fantástica les otorgaba un carácter esotérico, como
parte de un mundo que calificaba de celeste, cósmico, casi astral, como lo eran
un café negro y las calillas, suerte de cigarrillo medio grueso y corto,
fabricado artesanalmente con hojas de tabaco muy bien seleccionadas y de cuidadosa
torcedura, sin llegar a las pretensiones de un “puro” o un “habano”, que a
diario consumían los pobladores.
Evelio
pues, de esta manera, con su gran tamaño, sus manos curtidas y su vozarrón, una
vez que abandonó sus expediciones y aventuras deltanas se dedicó a vender
agüitas con fragancia que tenían sensaciones gustativas distintivas: acidez,
aroma, amargor; un sabor entre fuerte y dulce. Y humos penetrantes como
perfumes de tronco curtido y de tierra húmeda, sustitutos de las estrellas que
se iban desdibujando en el firmamento de la noche que comenzaba a morir con el
germinar de la aurora.
Tamaña
observación sideral, astronómica, en su boca o en la de cualquier vecino del
sector parecía exagerada, pero tenía muchos dejos de verdad y de fantástico
realismo.
El
café, descubierto con sus propiedades en el siglo XIII, era originario de la
exótica Etiopia, antes Abisinia, un país que terminó sin salida al mar tras la
independización de Eritrea, y estaba ubicado en el Cuerno de África, que es el extremo oriental de ese continente, inexplorado
y desconocido.
Se
trataba de una bebida espiritosa obtenida a partir de un poco de agua caliente
sobre los granos tostados y molidos de los frutos de
la planta del café. Este producto africano posteriormente lo cultivaron
procesaron y comercializaron los árabes en el siglo XVI, quienes lo expandieron
por su mundo cercano en Persia, Turquía, Egipto y África Septentrional.
Años
después, a comienzos del siglo XVII, los mercaderes venecianos lo hallaron y lo
comercializaron por toda lo que fue la “ruta de la seda”, que una vez desecha
en el siglo XIV con la disolución del imperio mongol, dio paso a una actividad
naviera y terrestre pujante, más independiente, en las que el descubrimiento de
la pólvora y la temprana modernidad en Europa, condujeron a la integración de
los estados territoriales y a un creciente mercantilismo. Los comerciantes de
la ciudad de los canales, a través de agentes intermediarios con quienes
actuaban en comandita, hicieron de las suyas con el novedoso fruto, que causó
furor en los mercados del viejo continente.
Así
llegó ese particular producto vegetal a estas costas tropicales desde la
amazonia brasileña, descubierta por los portugueses en 1500, y conquistada
hacia 1530, quienes ya lo conocían y desarrollaron. En 1784 los misioneros
españoles de la orden de los Capuchinos, asentados en la cuenca del Rio Caroní,
trajeron desde esa inconmensurable región las primeras semillas del cafeto.
En
Venezuela lo sembraron mestizos, indios y españoles, al igual que los corsos
llegados a finales del siglo XVIII, quienes poblaron una vasta extensión del
oriental Estado Sucre, en localidades como Güiria, Carúpano. El Pilar, Yaguaraparo, Cumanacoa,
Cariaco y Rio Caribe; antes de penetrar a la región central -Barlovento y
Caracas-, y a la zona montañosa andina, fronteriza con Colombia. Llegando a
ser, junto con el azúcar y el cacao, un producto de mucha importancia económica
en la Venezuela rural de aquellos tiempos.
Este
néctar suave, reconfortante, endulzado con la caña de almíbar de esa misma
región, bien caliente y humeante, descubrieron que poseía la virtud
estimulante, -por su contenido de cafeína-, de comenzar a despejar el inicio
del día con nuevos bríos, lo que hizo que el saborearlo y beberlo en la mañana,
se hiciese una costumbre muy arraigada de estas tierras.
Evelio,
junto con su agüita atufada, también despachaba en su “cabina de mando”, como
complemento de su fuerte y meloso café, un producto que producía otros humos:
el del tabaco en calilla. De raíz suramericana, se extendió durante milenios en
estos confines, desde la zona andina pre e incaica,
entre Perú y Ecuador; hasta el norteño imperio maya y después azteca. Los
primeros cultivos debieron tener lugar entre cinco mil y tres mil años antes de
Cristo. Y su módico costo, en la casilla de la playa de Juangriego, era de
un centavo cada una.
Estas
hojas, con su especial aroma de viejos troncos caídos en cualquier bosque,
acre, terroso, amaderado, gustillo fuerte y con cuerpo, aroma intenso,
contenido de aceites esenciales y resinas, alta elasticidad y buena
combustibilidad, eran traídas inicialmente desde la planicie deltaica de Uracoa
en el Estado Monagas, vecina con el Delta Amacuro, que es el Delta del Orinoco,
el cual fue formando a su paso contundente en busca de salidas a su torrente,
caños e islas, que se hicieron con los sedimentos arrastrados por ese inmenso
caudal. Ayudado en esa acción de las corrientes y las mareas sobre las aguas
fluviales que van abriendose paso hacia
el Mar Caribe, acompañados de otros afluentes de la zona higrológica más grande
del país. Ese espectáculo maravilloso de la naturaleza hacía que los indios lo
compararan con una gigantesca serpiente enroscada, o a lo mejor a los ojos de
algunos de los conquistadores más versados en otras historias, ese asombroso
fenómeno natural era como la Hydra de Lerna de la mitología griega, dominada y
vencida por Hércules, el hijo de Zeus, cuyas cabezas llegaban a ese punto
titánico en que chocaban con su espada, y aquí
se confundían con el Océano Atlántico que las absorbía, y las cortaba
cuando en ellas desembocaban.
En
ese delta, con sus caños y sus islas, Evelio se involucró con los indios
arawacos; aprendió de ellos filosofías e interpretaciones de la vida, y muchas
artes manuales; además de ser por naturaleza un aventurero, expedicionario,
zapatero, cuidador de haciendas de cacao y comerciante impenitente en ese
inmenso pedazo silvestre y boscoso, agreste, ignoto y profundo de lo que fuera
una tierra de aborígenes de la familia arawak-maipure, con ramificaciones
recónditas que en un pasado remoto abarcaron una inmensa geografía que se
extendió desde los predios norteños de los dioses Hunab
Ku y Quetzalcóatl, a los de las omnipotencias de Wiracocha e Inti en el
altiplano peruano; mucho antes de que llegarán los vikingos a comienzos del
milenio pasado; los conquistadores españoles en 1492, y luego se fundara la
Capitanía General de Venezuela, creada el 8 de
septiembre de 1777, con la emisión de una Cédula Real de Carlos III.
La
casilla de Evelio, como si fuera el locutorio de dirección de un navío perdido,
colindaba con el viejo muelle de Juangriego. Desde lejos se le veía como un
barco más. Estaba sombreada por una mata verde y espinosa de cují, que ya medía
como doce metros de alto. Fue el punto de encuentro obligado de los faenadores
del mar, quienes antes de partir a buscar los frutos de ese piélago, que
recogían muy temprano y lo recalaban hacia la media mañana para su venta en el
mercado y en los puestos de expendio de ese exquisito alimento, fuente primaria
de la dieta isleña, se echaban su calientico, a veces condimentado con un poco
del ron de “Chelia”, antes de irse a sus peñeros pisando la arena rociada con
el agua de mar de la mañana.
-Pá
calentá mejor el cuerpo, compay, que la humedad y el viento se sienten como muy
fríos.
Compraban sus calillas, que fumaban mientras navegaban, con la parte encendida,
la candela, dentro de la boca, para que no se la apagará la brisa marina, ni
las agitadas olas entre las que iban surcando.
A
la casilla, poco a poco, le fueron haciendo anexiones que la transformaron y la
absorbieron, como un rio que cae a la mar. De esa manera el expendio de café y
de calillas fue desapareciendo. Evelio construyó sobre ella su casita hacia
mediados del siglo pasado, en una Margarita que seguía siendo pobre, con
pequeños y delgados ríos, poca electricidad, siembra y ganadería escasa, y un
cabotaje de bajo volumen. Los productos del mar; la recolección y procesamiento
del “Guatapanare” o “Dividive” usado
en la curtiembre de cueros, y sus semillas muy astringentes, que eran parte de
la composición de un ungüento antihemorroidal, y molida hasta hacerla un polvo
“curaba" el ombligo de los niños recién nacidos; la dulcería de
lechosa, batata, hicacos, cerecitas, merey, coco, y una voluntad férrea de
sobrevivencia, eran de las pocas riquezas que le quedaban, pues los ostrales
fueron devastados por la apetencia de riquezas del conquistador español; la
cría de animales porcinos, aves, caprinos y bovinos, y la siembra decayeron con
el “boom petrolero” de los años 30, y el flujo comercial que se daba en un
mercado limitado a muy pocos productos, era muy incipiente.
La
casita de bahareque de Evelio fue fabricada, poco a poco, con una mezcla de
barro, agua, y de paja y hojarasca escurrida, pero muy bien apisonada, como su
suelo firme, de tierra compactada. Al pasar de los años, no aguantaba con
suficiente solidez los embates de su fragilidad estructural, y ya empezaba a
deteriorarse, como de a pedacitos difíciles de observar.
A
los quince años de hecha se comenzaban a ver los daños que ocasionaba el paso
inclemente del tiempo, como ocurría con sus descoloridas y desalineadas tejas
que habían cedido al paso del viento salitroso del norte y del implacable sol,
y algunas de sus rendijas, soportadas sobre la caña brava ya seca, mostraban
sus pequeñas tunas verduzcas o acarameladas picoteadas por las chulingas, que
las saboreaban y las abandonaban, y sus espinosos melones xerófilos, de monte,
o "gorro turco", con sus dulces y
rosados pitigüeyes, incrustados como
un clítoris de diosa voluptuosa en el volcán de sus lanudas y despeinadas
coronas.
Tenía
su frente pintado con cal y unos vivos ornamentales, primorosos, hechos con lo
que quedaba de las acuarelas en aceite que comenzaban a aparecer, traídas por
los marineros que concebían y plasmaban las líneas vibrantes y coloridas de sus
peñeros.
La
casa de bahareque, vestida del blanco de la cal que la hacía impermeable y
antialérgica, con sus pinturas decorativas, estaba ubicada en una de las calles
polvorientas del pueblo, la del "Fuerte", que daba hacia la vecina
bahía de La Galera; para llegar a esa ensenada debía bordearse una pequeña
montaña en la que fue instalado en 1811 un pequeño espacio fortificado con cuatro
cañones para defender a Juangriego de posibles invasores; pero este fue
convertido en zona militar por el General español Pablo Morillo en 1815, y fue
destruido en “la Batalla del Fortín” en 1817, donde se inmolaron cientos de
hombres y mujeres de ese pueblo, en lo el sitio que después se llamó La
"Laguna de los Martires" . Una breve narración que más extensamente recitan los niños
cuentacuentos de Juangriego y La Galera por cualquier colaboración monetaria,
de esas otroras realidades, transformadas en una mezcla con su mundo de
ficciones y leyendas.
El
fondo de la casita de Evelio, disfrutaba de un sortilegio que pocos sabían
explicar: estaba de espaldas a la orilla de ese mar radiante de las mañanas, y
de su crepuscular puesta policromática del astro rey en las tardes, lo que le
daba la gracia y la melodía para existir, siempre cálida, abrasadora y
sonriente. Otro universo. Aquello, sin duda alguna, era un más allá.
A
su punto trasero llegaba el ruido de la mar sosiega, cuando sus pequeñas olas
rompían con la majestad de la arena húmeda y radiante, digno material para
construir muñecos, castillos o fortificaciones amuralladas de un tierno ayer,
ya algo lejano para él.
La
engalanaban una cerca de yaques, cardones con sus punzantes alfileres vegetales
y sus caramelizados yagüareyes rojos y
engranados con aguijones negros que impedían, junto con la barrera de recebo,
el paso a los peñeros de fuertes trazos de rayas multicolores, expuestos sobre
un fondo blanco que asemejaba a la mismísima bruma del mar azul de su vida y de
sus ensueños. Ellos, en su corto peregrinaje desde el amarre de su ancla, que
bailoteaba lo que el cordel les permitía, traían y llevaban, en una suerte de
vaivén impuesto por el suave oleaje, la carga de gaviotas y pelicanos
somnolientos que reposaban en sus trancaniles, en sus rodas y en sus regalas
con sus embellecedores remates de tapas.
Todo
siempre era así. Monótono, tranquilo, con un par de sonidos contrastantes: el
de los ruidos de las aves que se zambullían en la playa sacando peces del agua,
para devorarlos, botar sus restos en la tierra silícea siempre mojada, y
volverse a dormitar. O la llegada de los pescadores festinando el fruto de su
día.
Las únicas apariciones que poblaban ese idílico lugar eran las que daban
los fuegos fatuos que producían el fosforo y el metano acumulados en los huesos
afilados que salían de la columna vertebral de los pescados como si fueran
punzantes costillas, la cabeza que siempre terminaba triturada, y las agallas y
los otros restos, lanzados con descuido singular al patio de la casa.
Ninguna de sus
historias, vinculadas a la vida y a la alegría de un sano aventurero de aguas
saladas y de tierras inextricables como la de Evelio, tenían nada que ver con
la leyenda que le otorgaba a los fuegos vanos, el don de ser de los espíritus del conquistador español Lope de Aguirre (llamado “El
Tirano” por su carácter criminal, atroz y despótico, “aun cuando era educado y
de buena caligrafía, que escribía con soltura y un cierto garbo”), y sus
hombres que, decían los pobladores, lanzaban esferas flamígeras mientras
vagaban por las playas donde estuvieron en la isla de Margarita, tomada con
sangre y ardor en 1561, y donde hizo saber a sus habitantes, desde el
mismo momento en que desembarcó en las playas de un cercano poblado llamado
Paraguachí, que portaba un cuantioso tesoro de oros y piedras preciosas
arrebatados a los poderosos incas del altiplano andino.
El gobernador,
Juan Villandrando, entre otros notables, alimentados por la codicia, cayeron en
el engaño. Juan Sarmiento de Villandrando, había sido designado por su suegra,
Aldonza Manrique, como Gobernador de la Provincia de Margarita, Ocupando
directamente su cargo e instalándose, con su familia, en la villa del Espíritu
Santo, población que lleva ese nombre porque de España vino a Cubagua en el año 1530 una advocación de la Virgen María que ellos llamaron
la Inmaculada o la Purísima, pero pocos años después, el 25 de diciembre de
1541, un huracán arrasó Nueva Cádiz y con ella la iglesia donde estaba la
imagen de la Virgen. Al esta salvarse milagrosamente, los pobladores de Cubagua
decidieron ponerla a salvo de nuevos cataclismos, llevándola en 1542 a una
hacienda en El Valle isleño, donde le construyeron una pequeña ermita.
La historia es
peculiar. Su suegra, conocida como Aldonza Manrique, nació en 1520 en la
Isla “La Española” (Santo Domingo, República Dominicana). Hija de Marcelo de
Villalobos, Oidor de la Real Audiencia de Santo Domingo a quien lo unían
estrechos vínculos de amistad con el Rey Carlos V. Él recibió como gracia en
1525, la capitulación real donde era designado Gobernador de Margarita, con un
especial favor, donde además se designaba esta Gobernación “hereditaria por
tres generaciones”, y de Isabel Manrique de Villalobos, quienes habían llegado
a esa isla en 1512.
Tras su muerte en 1526, su hija Aldonza lo sucede en su
derecho como su heredera, pero por ser menor de edad, es tutorada por su madre
Isabel Manrique de Villalobos, hasta tanto ella fuera mayor de edad (25 años) o
contrajese matrimonio. Aldonza a los 15 años de edad se casa en 1535 con Pedro
Ortiz de Sandoval, uno de los conquistadores del Perú, asumiendo ese hidalgo la
Gobernación de la Provincia de Margarita, quien ejerció su mandato desde la
isla de Santo Domingo, como bien, lo hizo su madre Isabel Manrique de
Villalobos, de donde nombraban los Gobernadores pertinentes, porque, ni su
esposo, ni su madre, ni ella, jamás viajaron a la isla de las perlas. De la
unión matrimonial de Aldonza Manrique de Villalobos con Pedro Ortiz de
Sandoval, nació una hija de nombre Marcela, quien se casó a los 14 años de edad
con Juan Gómez de Villandrando, a quien su suegra designó Gobernador de la
primera Provincia en erigirse dentro de lo que sería el territorio de
Venezuela.
Pero
cuando Lope de Aguirre invadió la isla el 22 de julio de 1561, hizo presos al
mandatario designado desde “La Española”, y a miembros del Cabildo. Después se
apoderó con delincuencial vehemencia de La Asunción y
de los pueblos vecinos. Enteradas las autoridades de tierra firme, enviaron a
Francisco Fajardo a combatirlo. Antes de abandonar Margarita. Lope de Aguirre
mató a garrote a Villadandro y a 50 vecinos, quedando viuda Marcela de Ortiz
Villalobos de Villandrando con sus dos hijos de nombre: Juan y Aldonza.
Ese mismo mes de octubre de
1561,asesinó a su propia hija Elvira con una filosa daga de plata del Potosí, para que no quedase como "puta de todos",
y un 27 de ese mismo mes la implacable muerte lo citó en Barquisimeto,
adonde acaudilló una rebelión contra la
monarquía española que justificó indicándole al Rey Fernando II: "rebelde hasta la
muerte, por tu ingratitud" Terminando con el pequeño cuerpo que fue
descuartizado por órdenes militares. Sus restos fueron comidos por los perros,
con la excepción de su cabeza, que ordenaron enjaularla y exponerla como
escarmiento en El Tocuyo, y sus manos
mutiladas fueron llevadas a las poblaciones de Trujillo y a la “Nueva Valencia
del Rey”, donde él había estado.
Al no encontrar reposo en el más allá, dicen los
pobladores de la playa que lleva su mote:” El Tirano”, que aún galopa por sus
orillas lanzando bolas de fuego, en una suerte de burla a las autoridades
coloniales. lo que significa para estos mortales que, el alma del Lope de
Aguirre, “El príncipe de la libertad” como lo llamó Miguel Otero Silva, sigue
con vida, como símbolo de lo infernal.
En 1565, Aldonza Manrique, luego del asesinato de su marido viajó a
España con su hija Marcela y sus dos nietos de nombre Juan y Marcela, para
solicitarle al Consejo de Indias le fuese extendida por una vida más sus
derechos sobre la Provincia de Margarita, a los efectos de poder cederla en
herencia a favor de su nieto, Juan Sarmiento de Villandrando. El Rey Felipe II,
por Real Cédula del 12 de febrero de 1566, aceptó tal petición y de esa manera
este quedó por herencia con todos los derechos sobre la Provincia de Margarita.
Aldonza Manrique murió en octubre de 1575 y su nieto gobernó en
Margarita hasta que falleció el 13 de noviembre de 1593, siendo el último de la
dinastía de los Villalobos-Manrique-Villalobos-Villandrando que ejerció el
cargo de Gobernador de la Provincia de Margarita, iniciada por la grande
señora, cuya familia ejerció el poder político durante 68 años.
Evelio era un indio mestizo de ojos azules, profundos y muy claros, de
grandes y encallecidas manos, con una enorme fortaleza y una elevada estatura;
tenía una voz de trueno y una sonrisa en cascada que rodaba y sonaba como las
piedras de los ríos, cuando hay un buen temporal.
Sus días de
gloria y rebato de campanas ya habían pasado, aquel había sido un tiempo de
conocimiento e ilustración, desde los años veinte, cuando exploraba y
conquistaba las desembocaduras del rio Orinoco y sus afluencias al mar Caribe y
al océano Atlántico. Estuvo un buen tiempo en la labor de convertir las islas
del Delta en fértiles campos de producción agrícola, donde se cosecharon
millones de kilogramos de maíz, cacao, arroz y café, lo mismo que plátanos y
otros frutos. Muchos de esos sembradíos se perdieron, con las crecidas del
Orinoco.
Los
enigmas de la misteriosa fauna y de la hermosa flora multi cromática de la
selva, y su relación cotidiana con los indios e indias arawac que comenzaban
con un “guayoyo” caliente en la madrugada, una ardua faena de trabajo, y luego,
en un espacio abierto como en lo que se desenvolvían los aborígenes, una comida
abundante, de animales de caza o de pesca, verduras y frutas; terminaban con
una chicha, hecha de un grano (Maisí) fermentado con los escupitajos que la
maceraban de una niña impúber, bendecidos
por la naturaleza y vertidos en una olla de barro. Usaban como sobre mesa la
hoja del tabaco, que fumaban armado en la
forma de una calilla.
En
cuanto a creencias, los waraos y los arawak que compartieron la misma región
deltana, consideraban que la forma de complacer y rendir tributo de
reconocimiento a sus dioses era mediante la
celebración de múltiples y raras fiestas en
las cuales consumen grandes cantidades de bebidas preparadas a
base de maíz, yuca, batata o mapuey, puestas a fermentar.
Evelio
ya había quedado para contar sus aventuras, reales o fingidas,
-
¿qué más da, si a la final es la misma vaina?
Decía,
mientras reía, pues sabía que con ellas hipnotizaba a los muchachos que veían
ante sí una inmensidad de conocimientos prácticos, anchos y ajenos, distantes,
respetables e insondables. Por simple rebeldía ante el sufrimiento de su
pueblo, no se sentía identificado con los españoles, ni con los mestizos
criollos, ni siquiera con Francisco Fajardo(1528) otro
heterogeneo hispano-margariteño que fue conquistador de la zona norcentral de
la actual Venezuela, en donde fundó varias poblaciones.
Hubo
una de esas historias que le escuché, y que mi abuela Eloísa que era su amiga,
pues él llevaba las haciendas de cacao de su marido, Pastor Rojas Villarroel,
en los caños de Macareo y Macareito, corroboró, sobre como salvó a una india de
una piraña que se le pego de su “maruto”.
Como
si fuese un profesor de anatomía, Evelio con voz recia y segura hizo la
descripción del hecho:
-La
indiecita entró al rio. Y de pronto vinieron unas pirañas, con tanta suerte que
la sacamos de inmediato cuando vimos el rebullicio de peces, pero una se pegó
de “su maruto”.
Aquella
parecía la descripción de una operación de una hernia umbilical, dada por un
insigne tratadista.
Agarré
a la indiecita, y vi aquello. Sangraba, y el animal seguía moviéndose en el
medio de su barriguita, sin despegarse del pedacito de carne.
Me
dejé de pendejadas, Agarré un cuchillo bien filoso, y corté “el maruto”, con
pescado y todo.
La
indiecita seguía sangrando: así que, sin dudarlo, sin necedades tontas, agarré
una cuchara, que era lo que tenía a mano, la puse a calentar al rojo vivo en un
fogón de leña que teníamos prendido, y guaasss. Se la puse en el sitio,
cauterizando la herida, mientras ella se estremecía de miedo y de dolor.
La
indiecita vivió, se recuperó, y anda como si nada entre esos cacaotales. La
marca de la quemada, ni le quedó. El tiempo se fue con ella.
Su
identificación plena era con sus margariteños, por supuesto, pero también con
los Arahuac o Arawacos que poblaron el Delta del Orinoco y las Guyanas,
territorios inexpugnables desgarrados por esclavos y colonos de imperios
lejanos. Y donde se dice en la lengua de
los pueblos nórdicos, el “nynorsk”, que esos pequeños deltanos eran los
guardias honoríficos, guías y vigilantes de los grandes Vikingos en sus
incursiones por los ríos amazónicos y por el Matto Grosso del que se dice
proviene de” Matt” que es la voz vikinga para designar llanura, exactamente lo que
es el “Matto grosso”, una selva espesa en una llanura.
Era
otro cruce, una mezcla diferente venida de los mares del norte, de la península escandinava, muy distintos al pícaro
ibérico que nos conquistó con Colón quinientos años después.
Ellos,
con su llegada atrajeron a los indígenas arawacos, quienes a nivel religioso creían en los espíritus del
bien y del mal, que podrían habitar tanto en cuerpos humanos como en objetos
naturales, y consolidaron ese pueblo deltano, venido de muchos lugares
distantes, que luego fue desarrollado por los descendientes de los
“guaiqueríes” margariteños, que ya no le sacaban perlas a los españoles pues
estos habían llenado sus arcas de los palacios de los reinos de Aragón y de
Castilla con la plata del Potosí, las perlas de esos ostrales isleños, y el oro
y los diamantes de la Guayana y de la
Amazonia. Ambas etnias tenían la misma contextura física y similares costumbres
civilizatorias, como si aquellos fueran,..
-
y sin dejarme terminar el pensamiento y ante un comentario muy discreto que le
hacía a otro chico, ripostó:
-que
dices, que, ¡de bolas que lo eran!: Hombres y mujeres de otros planos y
dimensiones, que miraban al mundo desde posiciones diferentes.
Evelio
se hermanaba a plenitud, sin conocerlos, con los adoradores de Odín y los
dueños de las valquirias guerreras y bravías; estos seres de alta estatura y
cabellos color de aguamiel metidos en su ambiente ambarino, los consideraba
varones, caballeros y damas de orgullo y principios quienes habían venido a
América mucho antes de que llegaran las carabelas de Isabel I y de Fernando II,
y su pléyade de gorrones, en su mayoría sacados de las cárceles de Puerto de
Palos, para que se unieran a la aventura de descubrir un nuevo mundo, sobre el
que no tenían certeza alguna, sino el afán de llegar a la meta de la mítica
ciudad perdida de El Dorado y sus múltiples riquezas. De hecho, el rey había
otorgado el perdón a los “delincuentes” que se enrolaran en el viaje,
Siempre
acotaba:
-Los
españoles querían joder a todo el mundo, a los ingleses, a los alemanes, a los
holandeses y a los franceses, y nunca pudieron
Para Evelio unos
y otros, vikingos y arawacos se identificaban con el agua que les trajo y que
les dio su forma de ser. Eran existencias, habitantes de las aguas, acompañados
de los intrincados manglares que de
ellas emergían con un verdor sorprendente, de las orquídeas de todos los
géneros y matices de luces solo posibles en un arco iris; de las palmas y sus
frutos de agua divina, los frondosos árboles, los barrancos con sus cuevas
inescudriñables, los pequeños caseríos, con sus gentes y silencios selváticos
apenas rotos durante el día por el cantar de los pájaros más exóticos que la
memoria pueda recordar, o en las noches profundas, por el unísono grito de los
araguatos y otros simios, el sumergirse de un cocodrilo, el rugir de un
leopardo o una gran boa que comenzaba a alimentarse.
Los
escandinavos, siempre respetuosos de sus tradiciones, no se mesclaron sino
entre ellos por muchas décadas. Hasta que la naturaleza y la diversidad los
doblegó. A diferencia de los ibéricos que, según cuentan sus propios sacerdotes
como Fray Bartolomé de las Casas, en sus “Cartas de Indias”, solo buscaban la
lujuria, la riqueza. Esclavizar a los indios, y obtener los placeres fáciles
que daban las posiciones del poder transferido por los reyes.
Sin
embargo, los hechos alejaron a los dioses europeos nórdicos de estas tierras
soñadas y bondadosas, pues habían llegado desde la templada Groenlandia, y
estaban muy lejanos de las suyas que añoraban.
Los
nuevos acontecimientos y sucesos los hicieron reaccionar y hacia el siglo XIV
volvieron a su hábitat. Evelio aprendió con esa lección histórica que el mago tiene que saber que su magia es un truco, no
la realidad. Por eso él se movía como
pez entre esas dos aguas que ya habían dejado una descendencia distinta. Hasta
que pudo, y decidió regresar a la isla de sus ensueños.
Ya
el tiempo había pasado. Tenía todo un repertorio de muy buenos cuentos, pero
los hijos, que habían crecido, se habían ido a estudiar y a trabajar a otros
lugares, la mujer se le murió, los perros buscaban otros huesos, y ahora le
quedaba revolver su cabeza entre los puntos del sol que dejaban colar las tejas
malpuestas sobre el lomo del chinchorro de moriche hecho por los indios en el
Delta, y a la final… comprar un terrenito en el cementerio, y buscarse un cajón
decente, en el que los amigos que le quedaban lo despacharan con honor y
dignidad de este mundo. El tedio y la edad comenzaban a abrumarlo.
Por
eso le dio por hacer y tallar su urna con la misma madera que se usa en la
fabricación de los barcos mero-pargueros de Macanao que salen a pescar en alta
mar. Se buscó unas tablas de lo que pudo encontrar: Algarrobo, palosano, yaque,
roble, guayacán, maderas duras que sirven para hacer el esqueleto de la
embarcación, y otras que son para forrarla como el saqui saqui o el sasafrás.
Consiguió a un amigo, “carpintero de ribera”, que le prestó algunos
instrumentos y su conocimiento heredado de generación en generación, y contrató
a un ayudante que sabía cómo hacerlos.
Una
vez terminada la obra que lo llevaría a descansar dentro de su tierra, la pintó
con el mejor barniz naval que encontró, la pulió y la colocó sobre el estante
de su cuarto, un antiguo escaparate de la familia con sus grandes espejos, y
sus gavetas, donde guardaba sus pantalones de guayacán o los Ruxton, con sus
camisas de contrabando, y sus botas que muchos creían eran “maqueras” o de
baqueta, especiales para el rudo trabajo selvático, pero que eran de su propia
confección.
Evelio,
entre muchas cosas, había sido zapatero y tenía su pequeño taller donde sus
familiares y hermanas, a todas luces mestizas descendientes de indias y
españoles, blancas y de ojos claros como él, en la Calle el Sol número 36, de
Guaimaro, la vía de entrada a la bahía crepuscular en la cual vivía la tía Rosa
María, gran rezadora de la comarca en los novenarios de los difuntos. Muy
célebre por que ya los años la hacían dormitar en esos escenarios de amigos y
familiares, para ella absolutamente rutinarios. Con su vozarrón cuando rezaban
el Padre nuestro, ella despertaba y con ímpetu, irrumpía con una oración
distinta: “Ave María purísima. Sin pecado original concebida”. Unos reían,
otros no, pero era parte de la puesta en escena de esa tarde pueblerina de
oraciones por el alma del difunto, donde nunca faltaba un cordial cafecito.
En
la alacena de Evelio no faltaba una botellita de whisky traída de contrabando
desde Jamaica, pues en Juangriego estaba el ron de “Chelía” hecho en “Los
Hatos”, que era casi, según los lugareños, como un fino brandy con su delicado
bouquet y su buen cuerpo, que nunca estaban demás. No era bebedor, pero un
cariño a la garganta y a las emociones no le caían mal a nadie, y a veces
mitigaba la soledad, cuando se hacía presente acompañada de hermosos recuerdos
de un pasado dichoso.
De
vez en cuando limpiaba el ataúd, suerte de canoa fúnebre de lujo cerrada, como
la de un Faraón, creyendo que con este ritual mantenía trasparentes y frescas
sus aventuras.
El conversaba en la noche con esa sombra que ya
comenzaba a seguirlo y se había convertido en una suerte de cajón de Pandora,
en un depósito de sus esperanzas, muchas de ellas perdidas en el tiempo, en el
que guardaba sus secretos más recónditos, sus encuentros con la luna y con las
aves, o el amor furtivo con una india en medio de esa floresta mágica que le
regalaron sus realidades, plenas de orquídeas y con olor de selva, ahora
convertidas en recuerdos y fantasías, que lo llevaban a mezclarse con un
cabello liso y negro como un azabache blando, tendido sobre una piel del
delicado y exquisito color y del perfume fino de ese oro astillado que era la
canela, venida de un oriente muy parecido al de nuestras indias.
Eran unas noches ornamentadas por todas las
estrellas del firmamento que chispeaban en las aguas del rio o de la mar o
sobre las montañas sagradas de los tepuyes de la Gran Sabana, que observaban
sus cabriolas con la imperturbabilidad que les da el ser la formación geológica
más antigua de la tierra, o esa eclosión maravillosa, que era la fusión del
Orinoco y del Amazonas en la intrincada floresta que exploraron sus dioses
Vikingos o su
Wiraqocha inca, ese Dios supremo de la mitología tawantinsuyana, representado por un personaje de
raza blanca, vestido de oro y plata, con barba clara y ojos verdes, parecido al
Dios cristiano, y que se había ido de esos parajes a través del Oceano Pacífico
para volver, -según sus creencias-, en tiempos de gran necesidad, en una epoca que fue la continuacion del largo
proceso evolutivo de las culturas pan-andinas, donde fue mas notoria la
presencia de los Inkas que guiaron a sus elegidos, los Arawacos hacia el
Amazonas, a quienes se apegó espiritualmente, como a su añorada bahía
crepuscular de Juangriego, su lugar de
nacimiento, de donde partió a otros sitios, distantes y desconocidos, de esos
que no aparecen en ningún mapa.
Evelio
de esa manera se extasiaba, compartiendo con su compañero hecho de madera de
barco sus recuerdos. Se perdía en el hermoso laberinto de su conticinio, ese
momento de la noche en que se produce el silencio absoluto, sin una hora
específica que lo origine, sino un momento, un segundo en el que la oscuridad,
luminosa y radiante, se hace tan profunda y juguetona que toda ella calla y
canta.
Y
de esa manera en cualquier alba partió, sonriente, sin darse cuenta de la nueva
ruta que tomaba. Escuchando el canto variado de las chulingas, el romper de las
pequeñas olas en la arena, entre los rayos de sol que lo comenzaban a acariciar
por las rendijas de las tejas desvencijadas, en una mañana que nunca vio.
A la final,
vestido de explorador, con sus pantalones de guayacan y su camisa
"Ruxton", calzado con las botas que el mismo hizo, fue guardado en la
barcaza fúnebre que construyó y que le sirvió como su caja de recuerdos, hecha
con las maravillosas vivencias que tuvo, ya perdidas en el tiempo. Luis Manuel
Gutiérrez “Maneque”, el hacedor de armonías, junto a sus otros amigos y
familiares lo acompañaron con sus compases musicales al cementerio del pueblo,
que sirve de frontera con la épica "laguna de los mártires" en la que
reposan los corazones de los hombres y mujeres de ese pueblo sacrificados en
1817, siendo depositado junto a ellos, y con la compañía del aroma de las
flores de su largo camino selvático, en el pedacito de tierra que el mismo
escogió, y donde descansa entre las maderas decorativas de saqui saqui, o las
aceitosas del sasafrás, con las que cubrió el ataud con ribetes náuticos que
armó, en uno de esos instantes en que pensó en su partida, para acompañar a los
supuestos "drakkar y los snekkar" que arribaron en algún momento de
sus aventuras en el mar de sus añoranzas vikingas y deltanas.
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