Los desconciertos de la oposición venezolana
Es el 21 de junio de 2016. José Luis Rodríguez Zapatero, mediador
oficial de Maduro, habla en la OEA. Formula una premonición: “Este será un proceso largo, duro y
difícil…en Venezuela ha habido un cambio de régimen, un proyecto político mayoritario
que ganó 18 de 20 elecciones”. También argumenta en favor del diálogo,
estrategia cuyo objetivo primordial—según su propia admisión—ha sido la
permanencia de Nicolás Maduro en el poder.
Dos días más tarde, la OEA volvió a reunirse en el Consejo Permanente
para escuchar el informe del Secretario General sobre las alteraciones al orden
constitucional. Almagro invocó el artículo 20 de la Carta Democrática, llamando
a los Estados miembros a intervenir de manera preventiva para ayudar a reparar
el rasgado tejido institucional del país. Esa también fue una premonición: que
Venezuela iba en camino a una dictadura.
La dirigencia de la MUD, presente en el edificio de la OEA en ambas sesiones, pasó de la
desesperanza a la euforia en 48 horas. Vilipendiaban a Zapatero y suplicaban
por la Carta Democrática. Luego celebraron que sus denuncias fueran finalmente tomadas en serio,
incluyendo que por primera vez hubiera una mayoría de países dispuestos a
escuchar el caso. Allí mismo declararon victoria. Prematura, por cierto, pero
sobre todo inexplicable.
Inexplicable a la luz de la carta que esos mismos dirigentes le enviaron
a Zapatero el 7 de julio siguiente. En ella le piden que proponga fecha y lugar
de encuentro para “un diálogo útil, serio y efectivo”. No es que esté mal
hablar, pero allí mismo le entregaron la iniciativa, el capital primordial de
la política, y, más aún, le otorgaron poder decisorio. Y allí mismo la presión
internacional se desvaneció. En esa acción, la propia MUD neutralizó la Carta
Democrática por la que tanto clamaban.
Avance el lector a octubre de ese mismo año. La MUD recogía firmas para
convocar al referéndum revocatorio, instrumento constitucional para decidir la
continuación del gobierno o elecciones anticipadas. Un resquicio semi-parlamentario
para flexibilizar la rigidez del presidencialismo, en función de ello se había
movilizado masivamente la sociedad.
Eso hasta que el gobierno suspendió indefinidamente las elecciones
regionales y postergó el revocatorio, el cual luego sería cancelado. La MUD
respondió con explosiva retórica prometiendo una marcha a Miraflores, especie
de versión caribeña del asalto al Palacio de Invierno. Salvo que antes que
nadie se diera cuenta estaban sentados para dialogar una vez más.
La ficción de dialogar, esto es. Mientras se conversaba sobre la
liberación de los presos políticos, bajo el eufemismo de “personas detenidas”,
el número de presos políticos crecía. La calle se vació en el acto. El abrazo
de Maduro a Chúo Torrealba es la foto testigo para la historia. La
MUD jamás explicó por qué renunciaron tan dócilmente al revocatorio por el cual
habían movilizado a un país entero.
Vaya el lector a 2017 ahora. En abril, un poder del Estado, el
ejecutivo, se valió de otro poder, el judicial—instrumento del partido
oficialista—para clausurar el tercer poder, la Asamblea Nacional, el parlamento. El Tribunal Supremo de Justicia
(TSJ) se apropió de la función legislativa con una sentencia. Fue una
usurpación, un golpe de Estado.
Ello desató una nueva oleada de protestas, confrontada por el gobierno
con despiadada violencia tanto por parte de las fuerzas regulares como de las
irregulares, los colectivos. La respuesta política del régimen, a su vez,
consistió en llamar a una elección constituyente sectorial, de soviets, por lo
tanto anti-democrática e ilegal.
La oposición se adelantó con un plebiscito el 16 de julio, en el cual
siete millones y medio de venezolanos estuvieron de acuerdo con desconocer todo
lo emanado de la pretendida Asamblea Constituyente. La elección de esta última
arrojó un resultado de ocho millones y medio de votos, en función de lo cual el
gobierno convocó otra vez al diálogo, a una supuesta comisión de la verdad y a
elecciones regionales, todo ello bajo la Asamblea Constituyente.
Claro que dos días más tarde, la propia firma encargada de los cómputos,
Smartmatic, declaró que el Consejo Nacional Electoral había cometido fraude. Y ese mismo día, y no tan solo el mismo día sino tres horas después
que se denunciara el fraude, el dirigente Ramos Allup de Acción Democrática anunció que participarían de las elecciones
regionales; elecciones que serán administradas por el mismo CNE que cometió el
fraude.
La calle se vació en el acto, otra vez más. A partir de allí, la
oposición se dividió entre colaboracionistas versus demócratas radicales, por
ponerles un nombre. Pero en los hechos, la MUD ha dejado de existir. María Corina Machado y Antonio Ledezma adoptaron una posición intransigente frente al régimen, basados en
el mandato que les otorga el plebiscito: rechazar todo lo emanado de la
Constituyente.
Voluntad Popular, por su
parte, ha decidido participar, ello al mismo tiempo que varios de sus alcaldes
están en la clandestinidad por tener orden de captura. Su máximo
dirigente, Leopoldo López, no ha dicho nada acerca de cómo resolver esta evidente incongruencia.
Agréguese que el gobierno ha autorizado elecciones primarias, otorgando
incentivos para profundizar la división en curso.
El problema de la oposición no es solo qué decide sino cómo lo hace.
Decidir unilateralmente viola el principio fundacional de cualquier coalición.
Un patrón se reproduce en el tiempo: cuando el régimen está contra las cuerdas,
la MUD pide la campana. Tómense los tres ejemplos aquí narrados como
ilustraciones de esa claudicación.
Así las cosas, el fin de la dictadura pasó de nunca estar más cerca a
nunca estar más lejos. Los regímenes autoritarios suelen caer en base a tres
factores: movilización de la sociedad, oposición unida y presión internacional.
Rara vez coincidieron esos tres factores, pero cuando sí se alinearon, fue la
propia MUD quien desarticuló alguno de ellos.
De los tres, hoy solo queda una comunidad internacional determinada a
oponerse con firmeza a la dictadura de Maduro, sus abusos y sus instituciones
fraudulentas. Y ello a ambos lados del Atlántico, lo cual es una buena noticia.
Pero, claro, no es suficiente. Ningún extranjero puede ser más venezolano que
los venezolanos.
3 SEP 2017 - 00:27 CEST EL PAIS
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