El gobierno de Rafael Correa no emprendió procesos de democratización en
las universidades. Por el contrario, asumió el perfil tecnocrático y neoliberal
de las casas de estudio.
La gestión de la educación superior en Ecuador ilustra los logros y las
limitaciones de la política progresista. El neoliberalismo a la ecuatoriana
significó, más que una política específica sobre el conocimiento, el abandono
gubernamental del sector: no ha habido ninguna entidad del gobierno central
encargada del tema, los fondos se redujeron y las universidades públicas fueron
abandonadas a su suerte, es decir, a la de su variada inserción en el mercado.
Surgieron como hongos las universidades privadas, aumentó la precariedad en la
contratación de docentes, y la deriva de las universidades las llevó a
privilegiar ciertas carreras con alta demanda y reducir aquellos gastos sin una
atractiva tasa de retorno como la investigación. Nada muy diferente a lo que
pasaba por todos lados.
En países europeos y también en países latinoamericanos con estructuras
universitarias poderosas –como México, Brasil o Argentina–, el neoliberalismo
académico no implicó simplemente una retirada del Estado. Aunque se redujeron
los fondos públicos y aumentó la presión para el autofinanciamiento de la
educación superior, el neoliberalismo se acompañó de un conjunto de tecnologías
de control y disciplinamiento que buscaban que la lógica de la competencia, la
productividad y la eficiencia empresarial, comandaran el trabajo universitario.
Se inventaron sistemas de monitoreo de la «calidad» de la investigación basados
en la cantidad de publicaciones en revistas de lujo, en el número de citas de
artículos calculados por empresas editoriales privadas y en el número de patentes
registradas. El pensamiento crítico encontró rápidamente que tales sistemas de
indicadores cuantitativos que reducían la calidad y la especificidad de
conocimientos localmente significativos, servían para convertirlos en valores
de cambio permutables entre sí, independientemente de su valor para el uso o la
satisfacción de las necesidades sociales.
En ese marco, la Revolución Ciudadana decidió emprender una ambiciosa
reforma universitaria. En Ecuador, eso significaba poner «algo» desde el Estado
en lugar de nada. Independientemente de lo que fuera ese «algo» era, en sí
mismo, una mejora. Contra la opinión presidencial, se aprobó el principio de la
gratuidad de la educación superior y se mantuvo una política que Rafael Correa
siempre reprobó: una pre-asignación constitucional de ingresos seguros para las
universidades. Pero nada de esto fue suficiente para cuidar los recursos
financieros universitarios cuando llegó la crisis de 2015 y 2016: se cortaron
los fondos y las universidades asumieron que no pueden confiar solamente en la
distribución de fondos gubernamentales. Sus asignaciones sencillamente no se
entregan a tiempo, por más que las obligaciones legales al respecto se repitan
una sobre otra.
Pero fuera de evitar parcialmente el pago de las matrículas en las
licenciaturas (los posgrados son pagos), en todo lo demás, la Revolución
Ciudadana adoptó el paquete completo de las tecnocracias neoliberales
para la educación superior: rankings, revistas indexadas, número de
patentes.
Decidió crear una universidad politécnica propia (para 9 mil
estudiantes) para impulsar la «sociedad del conocimiento», rodeada de una
dispendiosa «ciudad» para la cual hizo adoptar por el Parlamento un presupuesto
igual al que reciben todas las universidades públicas del país juntas en un año
(con 500 mil estudiantes), despreciando las escuelas politécnicas ecuatorianas
que desde tiempo atrás eran las mejores y más preparadas del país. Adoptó
también un sistema de ingreso a las universidades basado en exámenes
estandarizados de lenguaje y matemática, que tuvo el único resultado que cabía
esperar: discriminó a los pobres, a las regiones menos desarrolladas, a los
indígenas y a los negros, haciendo que las bajas tasas de asistencia a la
educación superior se redujeran en cuatro años hasta niveles incluso peores que
los que había antes de la Revolución Ciudadana y cuyos mínimos representaban la
exclusión acumulada de dos décadas de neoliberalismo. Solo que ahora la
exclusión se fortalecía porque se justificaba por el discurso de los méritos
individuales y no por el dinero para pagar las matrículas. La dimensión del
desastre es tan portentosa que, en la actual campaña electoral, todos los
candidatos, incluso el del gobierno, prometen cambiar la política de ingreso a
la universidad.
¿Por qué un gobierno progresista que coqueteó con el pensamiento
crítico, que enarboló un discurso contra la mercantilización de la educación
superior, terminó protagonizando tan estridente capitulación? La respuesta es
un espejo de toda la política del correísmo, no solo en el campo de la
educación superior. La mayor parte de sus graves errores en materia de política
universitaria se explican por la desconfianza en las universidades y los
universitarios.
Puesto que para el correísmo las universidades están dominadas por redes
mafiosas, la política para el sector consiste en retirar a los universitarios
cualquier poder de decisión y trasladarlo al Ejecutivo. Además, las
herramientas neoliberales de homogenización y estandarización del conocimiento
ofrecen un paquete de tecnologías rápidas y eficientes para el control desde
arriba y la vigilancia cerrada y estrecha de las conductas universitarias. El
paquete neoliberal es práctico cuando un gobierno está convencido de la
inexistencia de actores sociales para realizar transformaciones.
Estas políticas y tecnologías no podían utilizarse para realizar algo
diferente a lo que su propia naturaleza implica. Envolver el discurso de
palabras altisonantes y retóricas revolucionarias solo provoca un peor
resultado: desprestigia cualquier alternativa transformadora. Las alternativas
exigen, justamente, lo que el correísmo excluyó: confiar y fortalecer las
potencialidades de cambio, dispersas y fragmentadas, que existen en las
comunidades y en la sociedad.
Octubre 2016
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