(Notas de un conversatorio con Fernando Mires y John Magdaleno).
Cuando el 1 de octubre de 1791 se instala la Asamblea
Legislativa, los diputados se agrupan según sus oposiciones: a la derecha los
defensores de la monarquía constitucional; a la izquierda, divididos en dos
ramas, los promotores de la revolución y en medio de todos ellos, los
partidarios de realizar cambios con moderación y estabilidad. Estos rasgos,
desde entonces, etiquetan espacialmente a una visión política.
Ese origen determina dos percepciones. La visualización
topológica del centro como el medio respecto a puntos extremos. Y su condición
referenciada o derivada de otros conceptos principales. El centro no funda,
suple una intermediación.
El centro de las políticas de centro es canalizar
diferencias pacíficamente, amortiguar la
frontalidad, suavizar choques y
amellar el contraste de intereses y posiciones. Tal como les recriminara Marx y
los condenara Lenin.
Al centro no le resulta fácil aproximar (función pasiva) ni
dominar (función activa) a las posiciones excluyentes. Menos en un clima de
polarización política y emocional. Su empeño en construir equilibrios le ha
ganado los calificativos de oscilante, indefinido, oportunista. En su forcejeo
con los extremos, su destino parece ser debilitarse.
Pero es asiento
propicio a la unidad porque apela al diálogo y al acuerdo. No asiento exclusivo porque ninguna política es
solo convivencia, ni esta pura coexistencia vacía de pugnas entre distintos
intereses. Si la política existiera sólo en el centro, como afirman algunos,
entonces políticos y partidos adscritos a esa posición serían los virtuosos
para hacerla. Lo cual resultaría un extremismo.
Las políticas de centro pueden resultar convenientes para
los dos polos en lucha, sea porque contribuyan funcionalmente al
fortalecimiento del polo dominante; sea porque ayuden al polo dominado a
disminuir, la intensidad o la frecuencia de los ataques del polo dominante. Es
un recurso generador de fortalezas o al cual hay que apelar para lograr
soluciones requeridas por el país.
En condiciones democráticas la política de centro forma
parte del desempeño electoral, mientras el voto sea el criterio de distribución
del poder. A medida que crece la clase media y la satisfacción de una
población, los partidos tienden a
rebajar sus diferencias programáticas para ofrecer una gestión de gobierno
“atrapa todos”. Anteponen el término centro a su definición original.
Pero en condiciones autoritarias una política de centro
puede proteger frente al desborde represivo o alimentar una estrategia de
estímulo a sectores moderados en el bloque dominante y de acumulación de
condiciones para competir con las ventajas ilegales del poder. Su extravío es
ceder a la cooptación.
Puede decirse por comodidad que centro es todo lo que no es
extremismo. Pero extremismo no es
radicalismo. El extremismo no va a la raíz de la crisis sino a sus efectos.
Alberga otro extravío: la ilusión de una solución instantánea del conflicto, sin
día después y sin estrategia para conservar gobernabilidad.
El centro no es sólo posición, también relación. Puede haber
radicalidad en el centro. No es sólo coexistencia, sino también antagonismo. Su
eficacia, en uno u otro sentido, depende de aumentar su dimensión social,
acompañar las luchas por derechos sociales y políticos, promover entendimientos
con resultados. Sin defensa de los intereses de la gente, el centro se aísla y
sucumbe.
El centro puede ser un medio para debilitar las bases del
poder, desarrollar condiciones de cambio, incluida la posibilidad de transición
y gobernabilidad compartida. Pero también una conciliación sin reformas ni
avances
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