El 31 de mayo se celebró el Día del Egresado Ucevista y
se me vino esta historia a la memoria:
Fue una mañana de septiembre. Yo entré a la UCV como
cualquier otro día, luego de saltar a la acera, en la parada de Las Tres
Gracias, desde lo alto de un autobús de la línea San Ruperto o, como a los
estudiantes nos gustaba llamarlo, Saint Rupert. Línea en la cual solía subirse
el elocuente vendedor del mentol Apache, un mentol que lo curaba casi todo y
que era anunciado con un eslogan que aludía a su reducido precio: «¡la casa
Apache pierde!» Entré por la parroquia Universitaria, atravesé el pasillo de
Arquitectura, me metí por Derecho para acortar camino.
Me detuve en el cafetín de Rafael a pedir el habitual
guayoyo, pero todo era diferente ese día: nos teníamos que encontrar en el
rectorado los compañeros de estudio para firmar la obligatoria acta de graduación.
Estábamos todos frente a la irremediable línea que separa
de la universidad a un estudiante que ha librado batallas académicas de cinco
años y hasta campañas admirables de diez, en algunos casos, para convertirlo en
egresado. Ya no veníamos a inscribir semestre, ya no nos encontraríamos en las
aulas nunca más como lo habíamos hecho hasta entonces. La UCV iniciaba ese día,
gracias a nosotros, como lo había hecho tantas veces en sus casi tres siglos,
el trabajo de parto. La UCV nos daba a luz –nunca tan bien usada la expresión,
pues se completaba la iluminación del conocimiento–, sin embargo, éramos
nosotros los que sentíamos los dolores. Algunos compañeros comentamos lo útil
que sería que uno pudiera estudiar la misma carrera dos veces: la primera para graduarse,
la segunda para aprovecharla mejor, sabios como éramos ahora, que sí conocíamos
para qué servía nuestra profesión.
Bajo el reloj, juramos todos que nos encontraríamos
nuevamente una vez al año. Alguien dijo que eso era mucho tiempo, que mejor sería
una vez por semana en El Tropezón, entre arepas y cerveza. No nos hemos reunido
nunca y ya vamos para los 30 años de graduados, pero nos hemos vuelto a
encontrar por los pasillos de la vida y en salones de clases de los colegios en
los cuales se han reunido nuestros hijos, algunos de los cuales ya se han
graduado en la UCV.
Inevitablemente, esos fugaces momentos hacen que mi alma
retorne, por las veredas de la nostalgia, a «la casa que vence la sombra» y
entonces rememoro aquel día en que la profesora de Sociología me sorprendió
imitándola desde la cátedra, la primera vez que entré al aula magna, los
«sanguches» de pernil de Ingeniería, el mitin de Zapata, los libros de la
Editorial Progreso, los exámenes orales del profesor de Historia, las clases en
las que lloré frente a la hermosura de la filosofía griega y el croar de los
sapitos que acompañaban las sesiones de lectura hasta el cierre de la
biblioteca en la noche.
Ser egresado es también una profesión. Conseguir trabajo
puede ser el más difícil de los exámenes. Tratar de abultar el currículo es
todo un arte. Con el acto de grado se acaba la luna de miel de la vida, como si
ese día se alcanzara la verdadera mayoría de edad.
Pasaron unos años y volví a la escuela en la que estudié
a dictar un seminario. Tomé un café, como siempre, donde Rafael, cuyos cabellos
estaban ahora completamente encanecidos. Cada rincón de la UCV me contó una
historia de mi pasado, un pedazo de lo que soy. Transité, como un viajero del
tiempo, por las sensibilidades que me han dado forma, por los momentos en que
todo era posible. El destino del mundo estaba en nuestras manos y amasábamos
utopías tendidos sobre la grama. Pasé lista, miré la mirada expectante de mis
alumnos, que era la misma mía de aquellos lejanos años y entonces no lamenté
ser egresado, porque, la verdad sea dicha, de la UCV uno nunca puede irse. Ella
se queda a vivir para siempre dentro de cada corazón ucevista.
Alma Mater floreat,
quae nos educavit.
05 de Junio del 2021
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