A propósito de la tragedia de esta semana, el testimonio de un reciente viaje a la sufrida capital de Líbano.
Cuando llegué a la capital de Líbano, en noviembre de 2017, me detuve un buen rato a lo largo de los pasillos del muelle internacional, porque estaban decorados con fotografías del antes y el después de Beirut. Mostraban cómo la ciudad a orillas del mar Mediterráneo había sido reconstruida casi en su totalidad, en un esfuerzo por borrar el rastro de la guerra civil que entre 1975 y 1990 cobró la vida de al menos 120 mil personas. Pero la violencia es parte de su historia. El aeropuerto lleva el nombre de Rafic Hariri, el primer ministro asesinado en las calles de la ciudad, en 2005, mediante la explosión de un carro bomba.
Ese fue el tema común con el que empecé a hablar con periodistas y funcionarios judiciales del mundo árabe, con traducción simultánea inglés-español o árabe-español, según se requiriera. Fui invitado por la ONG Agenda Legal y la Unesco, por intermedio del Centro de Estudios de Justicia, Derecho y Sociedad (Dejusticia), a dictar un seminario de narrativa en el que ellos tomaron como referencia la experiencia de la guerra en Colombia y los procesos de paz.
Les mostré fotos de Bogotá devastada por los carros bomba del narcoterrorista cartel de Medellín a finales de los años 80 y comienzos de los 90. “Es otra Beirut”, decían con razón los titulares de la época. Y parecían escenarios iguales.
Periodistas libaneses como Abdul Rahman Orabi y Natalie Iglesias me explicaron cómo Beirut resurgió de las cenizas y, aun sin recobrar el apogeo que la llevó hace 50 años a ser llamada la “Suiza de Oriente”, se convirtió en una ciudad ultramoderna donde la vida cotidiana había recobrado normalidad en medio de la tensión religiosa, una peligrosa desigualdad entre ricos y pobres, y un ambiente de libertades restringidas por los gobiernos de turno. Reporteros de guerra como Abdul hablaron y escribieron sobre las pérdidas, cómo sanar heridas y un posible futuro.
Recorrimos la ciudad por los mismos lugares que mostraban las imágenes del aeropuerto, antiguas trincheras de combate o escenarios de bombardeos. Vi un centro histórico opulento en el que todavía se conservan edificios que dejaron expuestos para el recuerdo los muros lacerados por los impactos de bala y metralla. Una advertencia para que la destrucción no se repitiera.
La travesía incluyó, claro, el nuevo puerto convertido en un bello paseo de bares para brindar por el Líbano del siglo XXI. Ya no se hablaría más de que “todos los males de Oriente Medio confluyen en el país más pequeño”. En medio de la restauración y los yates de millonarios nos llamó la atención el Rhosus, un viejo barco en el muelle que, según el guía, había sido abandonado en 2014 por el quebrado empresario ruso Igor Grechushkin.
En él llegaron las 2.750 toneladas de nitrato de amonio, que iban camino a la República de Georgia, terminaron descargadas en los almacenes del puerto y explotaron esta semana arrasando la tercera parte de Beirut. El saldo: centenares de muertos y desaparecidos, todavía no se sabe con certeza cuántos, al menos 4.500 heridos y 300 mil hogares semidestruidos.
Hace tres años los periódicos debatían sobre qué hacer con el barco y el peligroso fertilizante, pero nadie tomó una decisión definitiva, porque en esos días ya eran crecientes las protestas sociales por la crisis económica de uno de los países con mayor deuda externa en el mundo, agobiado por un altísimo desempleo y desesperado por la producción de basura.
A eso se sumaba el eterno conflicto con Israel por la zona del Sinaí, a donde van cada año soldados colombianos, y el impacto de la guerra en la también vecina Siria, desde donde llegaban miles de refugiados al mismo ritmo que los palestinos desterrados por los israelíes. En las calles de Beirut ya se pedía la renuncia del primer ministro, Saad Hariri, hijo del asesinado en 2005, pero más preocupado por los intereses locales de Arabia Saudita que por las necesidades de los libaneses. Quiso cobrar impuesto hasta por usar Whatsapp y tuvo que renunciar a finales de 2019 después de las manifestaciones populares de la llamada “Revolución de Octubre” y la presión de una alianza opositora liderada por Hezbollah, el Movimiento de Resistencia Islámica del Líbano, el poder detrás del ahora primer ministro, Hassan Diab.
Se dice que el brazo armado de Hezbollah es más poderoso que el del propio ejército libanés, pues fue el único movimiento que no depuso las armas después de la guerra civil. Es otro factor de división y peligro. La paz está acordada bajo un sistema de gobierno en el que el presidente debe ser cristiano, el primer ministro sunita y quien dirige el Parlamento, chiíta. Chiítas de Hezbollah están siendo juzgados por la ONU por la muerte del primer ministro en 2005. Líbano es un país de menos de siete millones de habitantes cuya paz siempre pende de un hilo.
Mis amigos libaneses me escriben que luego de esta catástrofe será como empezar otra vez de cero, como en los años 90. Aspiran a que tal vez esta nueva tragedia, si no hubo manos criminales detrás, porque todavía no lo descartan, una al país desde la Beirut que todos ayudarán a reconstruir haciendo caso omiso a la que desde la guerra se llamó la línea verde, que dividía la ciudad entre el este musulmán y el oeste cristiano. Tal vez sea el momento para una verdadera reconciliación, para ser coherentes con la grandeza de una de las culturas más antiguas del planeta, desde los fenicios hasta el Imperio Otomano.
En 2017 leímos en el seminario a uno de los grandes poetas libaneses, Khlail Gibrán: “Desearía poder ser el pacificador de vuestra alma y cambiar la discordia y la rivalidad de vuestros elementos en unidad y melodía. Pero, ¿cómo lo haré a menos que vosotros mismos seáis también los pacificadores y los amigos de todos vuestros elementos?”.
El Espectador
10 de Agosto del 2020
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