Ninguna
persona se sostiene en una sola expresión, en un solo sentimiento, en una sola
máscara.
¿Cuándo
una persona se transforma en un personaje? Antes de indagar y hallar la
respuesta que parece imposible, habría que preguntarnos, quizás, lo más
inquietante: ¿cuándo una persona deja de ser lo que parece, con una supuesta
identidad propia, para, en un instante, transformase en aquél desconocido sin
nombre que creía haber olvidado o extraviado en la selva de la niebla
impenetrable, desde el inagotable misterio del ser?
Ese otro que se presenta sin anunciarse ante el
reflejo de las aguas, en los laberintos azarosos de la vida, o como un doble,
en la acuciante vigilia que lo persigue como la culpa, el crimen o el castigo.
Un ser que también lo asalta en el sueño tenso de la pesadilla donde, a veces,
un resquicio de su memoria tapiada se rompe y le revela que es una bestia, un
bicho raro, o un niño perdido entre la ceguera y el hambre.
Acontece que mientras duerme, inesperadamente, la persona emite
un grito sostenido al descubrir, desde el fondo de la inconsciencia, que se
halla confinada en una prisión, más oscura que la misma noche desgarrada, con
el cuerpo paralizado y, por más esfuerzo que haga por despertarse, lo traiciona
la falsa idea de que se ha despertado, estando inmerso aún en la pesadilla y en
la angustia más demoledora, al darse cuenta que no puede mover ninguno de sus
miembros. El drama se acrecienta cuando la persona no tiene a nadie cerca que
lo despierte de su impotente y sordo socorro y la agonía puede prolongarse hasta
la muerte, en el intenso sopor que empapa las sábanas. Al ser condescendiente
con lo sublime, en la pesadilla, la persona también ha podido descubrir que
seguramente había sido un ángel al que le quemaron las alas antes de
convertirse en persona. Pero, ya es demasiado tarde para repararlas, y las
nuevas, nunca podrán pertenecerle.
Acorraladas, algunas personas fabulan el deseo infantil del
carnaval y se disfrazan a escondidas de los curiosos y espías, para alejarse de
ese ser que lo habita y del que ha comenzado a dudar, porque no lo deja
realizarse, más allá de la cultura, la religión o la sociedad fundada en
rígidas ideologías; las cuales les ha pautado su conducta, o sus límites, con
pudor, moral o censura. O racionándole la comida o la propia luz hasta que se
vuelva un cadáver que apenas respira. A veces el doble, o los desplazamientos
mentales, se instalan como una necesidad para cruzar los puentes prohibidos por
el poder soberbio, pero es una tarea clandestina riesgosa de la cual nadie
puede enterarse, porque se precipita la catástrofe y se puede entrar en la
locura. Es como aproximarse a los abismos o a un complejo problema matemático.
Los infieles, los traidores, los desleales, saben de eso. Aunque el amor o el
odio los justifique en su arriesgada aventura.
Los servicios secretos de las dictaduras, tiranías,
totalitarismos, se esmeran en la creación de sofisticados instrumentos de
opresión y dominación para penetrar no sólo la psiquis de la persona sino su
alma, hasta dar con ese mecanismo preciado de la existencia que es movido por
una máquina singular que piensa y siente. Si descubren y descifran ese esencial
acertijo, tal como Edipo Rey descifró el de la Esfinge para poder hacerse rey
de Tebas, el poder total se apodera de su persona y un día lo corona impúdico y
traidor de sí mismo: Edipo asesinó a su padre sin saberlo; de la misma manera,
se casó con su madre y procreó hijos con ella. Un oscuro y azaroso mecanismo lo
regulaba. Como estadista, Edipo Rey se olvidó de su pueblo y pensó más en aclarar
su infortunado destino que la peste que los diezmaba. Desde ese estadio, el
poder de los gobiernos que corrompen a los Estados terminan por convertir a la
persona en su víctima propiciatoria. La hacen vulnerable a sus caprichos y
arbitrariedades. Hay un punto de inflexión donde las dictaduras totales no
necesitan usar más amenazas, torturas físicas, manipulación o corrupción,
porque se han apoderado de la ontología de la persona. A partir de entonces, la
degrada silentemente, hasta que ésta comience a encontrar resignación y placer
en la abyección. La persona andará entre los borregos de las masas que una vez
fueron pueblos, sin saber qué hacer. Mucho menos, pensar. Porque le han robado
y secuestrado sus más íntimos pensamientos y elecciones. El paisaje que
los hacía felices desaparecerá.
Enigma, la máquina inventada por los alemanes en la Segunda Guerra
Mundial, tenía un poder criptográfico complejo y poderoso, que si no hubiese
sido por el cerebro privilegiado de Alan Turing, el joven y genial
matemático de veintiséis años, quien inventó la contraparte de la máquina
alemana ─se especula que la llamaba Cristopher en honor a su mejor amigo muerto
a temprana edad─, el nacionalsocialismo de Adolfo Hitler se hubiera expandido
por el mundo. La misma Segunda Guerra Mundial se hubiera prolongado y hubieran
muerto más de catorce millones de personas. Inglaterra guardó el hallazgo de
Turing por cincuenta años como secreto de inteligencia militar, pero mientras
vivió Alan Turing fue condenado por conducta indecente que ofendía la moralidad
victoriana de la sociedad inglesa, desde Oscar Wilde. El juez le hizo escoger
entre pagar dos años de cárcel, o someterse a un tratamiento bioquímico para
curar su homosexualidad. Turing escogió la segunda opción, porque no quería dejar
de inventar y soñar más allá de aquellas máscaras, al forzar la
prisión de la condición humana.
Alan Turing se suicidó
a los 41 años, mordiendo una manzana envenenada con cianuro. Steve Jobs, eligió
el logo de su empresa Apple con la emblemática manzana mordida como un homenaje
y reconocimiento póstumo al infortunado genio, al verdadero creador de la
informática, reafirmando con su hallazgo que toda persona es capaz de crear
múltiples redes para escapar y viajar por universos vastos e inéditos. No dudes nunca de aquella
persona que puede llegar hacer lo inimaginable, desde la fe y la convicción de
su propio ser. Posteriormente,
la reina Isabel II de Inglaterra, en el año 2013, publicó un edicto por el que
exoneró al matemático de su conducta impropia, anulando todos los cargos
en su contra. Un cinismo sarcástico y cruel, muy clásico del Palacio de
Buckingham, reflejado en que la monarca no otorgó el título de Sir o Caballero,
a Alan Turing.
Los griegos antiguos fueron más nobles con las personas y el
Estado Democrático testimonia el esplendor del gobierno de Pericles, que se
sustentaba en promover la creación del teatro y la participación del pueblo,
con el único fin de que todas los personas se despojaran de sus máscaras,
frente al espectáculo de la obra que se representaban ante ellos, incluyendo
aquellos que ostentaban el poder. En el griego antiguo, persona quería decir
máscara. Esa virtud purificaba a la persona de la mentira o el doblez. Sobre
todo, antes de que el populismo y la corrupción derrumbaran el gran hallazgo
que Atenas ofreció a Occidente, como su mejor legado: la Democracia.
Ninguna persona se sostiene en una sola expresión, en un solo
sentimiento, en una sola máscara. La persona, más que ser un incesante espía de
la realidad, es un espía de sí mismo. Busca en el afuera porque éste lo aparta
de sí. En cambio, aquel que se refugia en su elección solitaria, a veces no
sabe qué hacer y la rutina lo vence. A menos que tenga el poder de la
imaginación del humanista o del científico, o de un artesano de la
cotidianidad, en la cual se bifurca el espacio suficiente para existir más allá
de los límites. Porque la curiosidad no es suficiente para los genios; para
estos seres el mundo es un pretexto, no una totalidad.
William Shakespeare,
por boca de uno de sus personajes más emblemáticos y delirantes del poder,
Ricardo III, lo expresó al ponerlo a decir un parlamento: “¡Mi conciencia tiene
mil lenguas y cada lengua cuenta su historia particular!” Con esta frase y sus
treinta y seis obras teatrales, había nacido la dramaturgia moderna en el siglo
XVI. Shakespeare, sin saberlo y aun sabiéndolo, había descubierto que la
multiplicidad de la persona y del personaje, era idéntica. Uno es la metáfora
del otro, o su semejanza, que como dos gemelos, el uno no puede renunciar al
otro. Pero en ese mismo siglo XVI, por rumbos menos venturosos de la España
inquisitorial, Miguel de Cervantes había construido la Novela Moderna, con su
personaje fantástico y delirante: El caballero de la triste figura, Don Quijote
de la Mancha. Un trasgresor de la realidad, donde el otro que lo habitaba,
tomaba las riendas de su existencia. Shakespeare exploró la razón lógica llevándola hasta los extremos que la
psicología del siglo veinte aprendería; Cervantes, la sinrazón que le permitió desde la fantasía del
ideal, confundir o fusionar la realidad con ella, para transformarla, desde sus
equívocos, mal entendidos, dichas y desdichas, venturas y desventuras, acusando
a los encantamientos de ser los causantes de las penurias de sus personajes que
bordeaban la ingenuidad y la pureza. Quizá el surrealismo, le deba mucho
a Cervantes.
La ventaja de Shakespeare es que el protestantismo y el germen
del liberalismo le dieron libertad de explorar su imaginación en un escenario
concurrido por todas las clases sociales. En cambio, Miguel de Cervantes, que
había sido militar de carrera y combatiente en guerras estelares contra el
Imperio Otomano, desarrolló una estrategia de ficción para escapar de la Santa
hermandad o Inquisición, que revisaba, analizaba y condenaba todo libro a la
hoguera. Así eligió a los personajes más reales, mundanos sencillos y
desposeídos por donde colar su libertad imaginativa. Shakespeare aborda,
fundamentalmente, personajes del alto poder de las cortes, pero también, la
condición ambiciosa de éstos, conspiradora y criminal que se fragua entre
bastidores. Con Shakespeare se funda el primer diagnóstico de la patología del
dictador. Pero en todo ese periodo del siglo XVI, ambos autores, establecieron
con sus obras de ficción, los contrastes que presenta la otra realidad
que habita en la persona, como al personaje.
Todas las dictaduras, tiranías y el totalitarismo del siglo
veinte se aferraron a la construcción de una estética del mal, de una
representación exquisita de la misma, con un protocolo y una máscara donde la
mentira real se presenta tan igual o más que la ficción. El mesías o el
comandante en jefe eran el mago, el hechicero o el ilusionista. Las
concentraciones de masas con coreografías impecables, los discursos, la gestual
de los líderes, los himnos casi operísticos, los usos de la fotografía, la
radio y el cine, conformaron el todo del poder que aspiraba a ser global,
aboliendo la frontera de los países que invadían. Grandes filósofos y poetas,
como Martin Heidegger y Ezra Pound, se sumaron a esa locura que se convertiría
en una máquina selectiva e industrial de matar.
Iniciado el siglo XXI,
en América latina, se instaló en Venezuela la revolución bolivariana, la
primera dictadura que derrumbó las formas de la tradición dictatorial conocidas
hasta ahora. Lo hizo desde la renta petrolera, no desde la ideología. Violó
todos los secretos míticos fundacionales de la República, entregó a una nación
extranjera la seguridad de su Estado. Corrompió la gramática política y el
lenguaje ciudadano. No tiene pensadores ni escritores. Pero tiene poetas que
cobran hasta cien mil dólares por un poema que la celebre. Su máximo líder solo
sabía gritar, era incapaz de hablar. Vulgarizaba tanto el lenguaje, cuando
atacaba a sus enemigos, que parecía que excretaba por la boca. Murió como un
muñeco que las moscas llegaron a despreciar. Quien lo heredó, rebuzna. La
revolución bolivariana no tiene personas ni personajes. Un cartel de la droga
no se define, porque todos saben de qué se ocupa. Por eso lo que exhiben
ante el mundo los protagonistas de esta revolución es la ostentación de
inhumanidad contra el pueblo venezolano y sus multimillonarias cuentas
reseñadas en la revista Forbes,
donde aparecen aquellas personas más acaudaladas del planeta.
edilio2@yahoo.com
@edilio_p
Ideas de Babel, 7 junio, 2016
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