domingo, 6 de febrero de 2022

Frankenstein, otra vez- Por Mibelis Acevedo Donis.



“Con una ansiedad rayana en la agonía, coloqué a mi alrededor los instrumentos que me permitirían infundir un hálito de vida a la cosa inerte que yacía a mis pies. Era ya la una de la madrugada (…) cuando, a la mortecina luz de la llama, vi cómo la criatura abría sus ojos amarillentos y apagados. Respiró profundamente y un movimiento convulsivo sacudió su cuerpo. (…) ¿Cómo expresar mi sensación ante esa catástrofe, o describir el engendro que con tanto esfuerzo e infinito trabajo había creado? (...) había trabajado con el único propósito de infundir vida en un cuerpo inerte (…) pero ahora que lo había conseguido, la hermosura del sueño se desvanecía…”.

 

Las aflicciones del doctor Víctor Frankenstein, empeñado en hacer funcionar lo que no entrañaba ninguna posibilidad de alumbramiento o restauración, van desgranándose en la novela gótica de Mary Shelley. “Frankenstein, o el moderno Prometeo” (1810), obra pionera del género de la Ciencia Ficción, cuenta cómo el genio temerario del científico termina recibiendo el castigo que le asesta su propia creación. Suerte de hijo deforme, pavoroso; una “momia reanimada” digna de la alucinación de Dante, arrancada a juro de la oscuridad y ensamblada pieza por pieza, como si la sola integración de partes de otros cuerpos bastase para atrapar el sentido pleno del todo: allí las resultas de creer que era posible infundir virtud en lo que sólo anticipaba vacíos.

 

Más allá de las connotaciones religiosas y morales de la obra -la caprichosa creación y destrucción de vida, la transgresión de límites y el desafío a Dios; o el cuestionamiento del romanticismo en el marco de la pujante revolución industrial, ese temor de que el avance tecnológico arropase la dignidad del ser humano- podríamos arriesgarnos a extraer de allí otras reflexiones. Pensar, por ejemplo, en las porfías de quienes se saltan procesos y aplican estrambóticas fórmulas, de antemano sentenciadas a propagar calamidades. Puestos a diseccionar nuestro contexto político, y vistos los remozados pujos por hacer surgir de la nada a un líder capaz de conducir-aglutinar-reencauzar, representar expectativas de la mayoría, quizás no resulta tan extravagante evocar el aturdimiento del imprudente hacedor de monstruos. Como si el fallo cobrado hasta ahora no hubiese bastado, la idea de que es fácil parir y posicionar un líder sin considerar el proceso dinámico de construcción social del mismo, vuelve por sus fueros.

 

Al considerar la dificultad implícita en el ejercicio del liderazgo (que exige capacidad para distinguir y fijar objetivos compartidos por el colectivo; para crear estructuras que permitan alcanzar dichos fines, así como mantener y fortalecer esas estructuras), alentar los partos prematuros de dichas figuras no luce muy lógico. Amén de las condiciones personales de quien está llamado a dirigir, importa reparar en el contexto, la cualidad de los tiempos en los que este surge y se legitima.

 

Paradigmas como los del Rey Filósofo, de Platón; el del Príncipe de Maquiavelo, el del “gran hombre”, el Héroe de Carlyle o el Superhombre de Nietzsche, ya nos aproximan a cierta condición de excepcionalidad de estos personajes. Tales idealizaciones hacen sospechar que, junto a la bella voluntad, el líder requiere de un talento que lo distingue del común y lo faculta para conducir y proponer caminos, para transmitir eficazmente una visión inspiradora, valores y símbolos que son abrazados por quienes se identifican con ellos. Un enfoque subjetivista, sin duda, más vinculado a la opinión de que el líder nace, no se hace. Y es que ser dueño de esa “virtù” o del inusual carisma que según Weber es fuente del apego instintivo a la autoridad, es gracia de la cual no todos parecen gozar.

 

Pero estudios recientes del fenómeno advierten allí una ecuación mucho más compleja; menos “heroica”, más holística e integradora. El líder aparece entonces como un sujeto creador de sentido, no el simple portador de una visión. Burns, quien lo asocia a una expresión de disensión y determinación, en 1978 distingue, por ejemplo, el liderazgo transaccional y el transformacional, vinculando este último a contextos de alta incertidumbre. En ese sentido, hay aliños, soplos adicionales de vida para esta creatura que no pueden menospreciarse. Estilos, comportamientos, formación, tipos de seguidores, estructura de las tareas, capacidad para habilitar la cooperación y la agencia, reaccionar ante la contingencia y asumir riesgos, o para fluir con la circunstancia de modo de no desaparecer, aplastado por la fricción… factores que, en el marco de una realidad desafiante, que impele a la transformación, condicionan el surgimiento, influjo y efectividad del liderazgo político.

 

Siguiendo a Bourdieu: Hábitus, Campo y Capital político operan juntos para socializar, legitimar e institucionalizar el liderazgo. No parece buena idea, por tanto, pretender prefabricarlo, contraviniendo con ello una natural progresión u omitiendo las variables relacionales e interactivas que allí concurren. Embullados como estamos por los “milagros” del marketing político, hasta podría pensarse que seleccionar el envoltorio, coser sus partes en un bulto mal armado y luego animarlo, dotarlo de palabras y sublimes contenidos, es algo admisible. Pero la experiencia dice lo contrario. Una lectura responsable de las señas del entorno así como de las debilidades endógenas, quizás oriente sobre mecanismos que podrían contribuir a visibilizar figuras aptas para encarnar ideas, programas, esa visión compartida y posible de futuro. Sustancia, en fin. Entretanto, calma y cordura.

 

 06 de Febrero del 2022

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