Las bases morales del
igualitarismo
La ética
personal igualitaria es condición necesaria, aunque no suficiente, de un
programa igualitario. En términos teóricos, esa convicción reconoce raíces muy
profundas dentro del pensamiento igualitario, que pueden rastrearse en el
pensamiento socialista contemporáneo, el feminismo radical y la tradición
política republicana. En línea con ello, la igualdad y la justicia requieren no
solo de iniciativas políticas y económicas igualitarias, sino también de ciertas
cualidades de carácter orientadas a honrar y sostener ese proyecto igualitario
conjunto.
En este artículo, quiero reivindicar la ética
personal igualitaria como condición necesaria, aunque no suficiente, de un
programa igualitario: ningún programa puede (o merece) ser considerado
igualitario en ausencia de ese componente ético. En términos teóricos, me
interesa mostrar que esa convicción reconoce raíces muy profundas dentro del
pensamiento igualitario. Para ello, haré un largo rodeo inicial, a través del
cual revisaré brevemente parte del pensamiento socialista contemporáneo, el
feminismo radical y la antigua tradición política republicana. Mostraré
entonces la importancia y centralidad de aquella idea conforme a la cual la
igualdad y la justicia requieren no solo de iniciativas políticas y económicas
igualitarias, sino también de ciertas cualidades de carácter, más
específicamente, de disposiciones morales igualitarias orientadas a honrar y
sostener ese proyecto igualitario conjunto. Finalmente, como veremos, «lo
personal es político».
Esa larga reflexión teórica será, de todos modos,
la antesala de unas conclusiones «prácticas» en las que procuraré mostrar –con
la ayuda de ejemplos provenientes de la política latinoamericana contemporánea–
la elevada correlación y la fuerte imbricación (causal) existente entre
políticas corruptas y políticas no igualitarias. Me ocuparé de subrayar la
importancia de estas conclusiones, en particular a la luz de un discurso
político que llegó a tornarse predominante en la región y que pretendió
minimizar o desdeñar toda preocupación efectiva por la corrupción (personal y
grupal). Ello, como si fuera posible o imaginable derivar políticas sociales
igualitarias de conductas personales fuertemente motivadas por el autointerés,
u orientadas decisivamente en dirección del propio beneficio.
La justicia y la igualdad en debate
Uno de los últimos grandes debates de la filosofía
política contemporánea fue el que protagonizaron el pensador igualitario John
Rawls y el marxista oxoniense Gerald Cohen. La crítica presentada por Cohen
impactaría sobre su objeto de estudio como pocas otras, luego de casi 50 años
de discusión en torno de la casi mítica Teoría de la justicia de
Rawls1. Cohen puso el foco de su objeción en el lugar marginal que reservaba
la teoría de Rawls a la ética personal –en sus términos, al ethos particular
requerido por una concepción igualitaria de la política–. Y es que, en efecto,
y luego de un comienzo más ambicioso –el estudio de una teoría de la justicia,
digámoslo así, «todo a lo largo»–, Rawls pasó a concentrar su trabajo en los
específicos principios de justicia que deberían organizar las bases de una
sociedad justa. La teoría de la justicia, entonces, fija ciertos principios de
justicia destinados a gobernar la estructura básica de la
sociedad (sus normas constitucionales fundamentales, su esquema económico) y
deja de ese modo a salvo la vida privada de cada uno. Para ejemplificar lo
dicho de un modo sencillo: si una sociedad justa define unos niveles de
impuestos extraordinariamente altos –capaces de absorber, pongamos, 90% del
salario de cada habitante– y el sujeto en cuestión los paga disciplinadamente,
a la vez que no viola ninguno de los preceptos de la convivencia que define el
derecho (no matar, no robar, etc.), luego, esa persona cumple con sus deberes
cívicos fundamentales. Un Estado justo no puede, entonces, exigirle a ese
individuo, además, que se comporte de determinada manera
–supongamos, conforme a los ideales de perfección humana que algunas
autoridades públicas pudieran querer imponerle (por ejemplo, que participe
activamente en política; que realice actividades solidarias; que tenga una vida
pública ejemplar y austera, etc.)–. Ese Estado justo pretende ser, en materia
de moral personal, liberal antes que confesional o perfeccionista. El Estado
justo, para Rawls, no solo asegura la justicia social, sino que procura
preservar y hacer respetar la autonomía de las personas. En este sentido, se
trata de un Estado social igualitario y a la vez liberal en términos de moral
individual.
Frente a ese cuadro, Cohen vino a argumentar que la
consistencia con los principios de justicia definidos por Rawls –y que él podía
aceptar–2 requería de conductas personales particulares dirigidas a sostener
aquellos principios de justicia. En ausencia de tales compromisos personales,
los principios de justicia no podían autosostenerse. Esta línea de reflexión se
encuentra en su principal libro de críticas a Rawls –Rescuing Justice and
Equality [Al rescate de la justicia y la igualdad]3–, pero ya se encontraba anticipada en su trabajo tan irónico como
agudo Si eres igualitarista, ¿cómo es que eres tan rico?4. Desde el propio título de la obra ya se advertía el punto de fondo:
para ser igualitario y cumplir con los deberes públicos de justicia, no bastaba
con asumir ciertas obligaciones cívicas tan formales como fundamentales, tales
como las de pagar impuestos o no violar el Código Penal. Se requería asumir
cierto tipo de comportamiento personal igualitario, destinado a reflejarse en
actitudes constantes y cotidianas.
«Lo personal es político»
Despreocupado por las vinculaciones de su lectura
sobre la justicia con otras corrientes de pensamiento vigentes en su época,
Cohen no exploró los puentes existentes entre su crítica a Rawls y la tradición
política republicana y apenas hizo referencia al contacto existente entre sus
estudios y el feminismo. En particular, las objeciones presentadas por Cohen
frente a Rawls pueden resumirse en el apotegma feminista «lo personal es
político», el mismo que pasaría a caracterizar a la segunda
generación feminista (la primera era la que había peleado por el sufragio
femenino), desde que Carol Hanisch publicara un texto con ese título en 1969.
El feminismo «radical» de entonces –tal como lo
haría Cohen bastante después– avanzó sobre esa idea, ante todo, como un modo de
recuperar el carácter político de las conductas personales. Ello, como crítica
a una visión liberal tradicional que, en parte, pudo ser la propia teoría de
Rawls en sus comienzos (de hecho, frente a las críticas feministas, Rawls
terminaría modificando parte de la presentación de su teoría en Liberalismo
político5, que publicó en 1991, es decir 20 años después de su libro
original). La idea feminista de «lo personal» como «político» venía a criticar
la distinción, muy habitual en el pensamiento liberal, entre la «esfera
privada» y la «esfera pública».
Originariamente, y de modo razonable, el
liberalismo había querido decir –como vimos– que el Estado debía respetar las
elecciones personales de cada uno, y que por tanto no debía tratar de imponer a
nadie una «concepción del bien» oficial o preferida por el gobierno de turno:
cada uno debía ser libre de vivir su vida privada como quisiera, sin importar
si la persona en cuestión se convertía luego en un ser culto, en un profesional
o en alguien dedicado al puro ocio o a la bebida: cada uno debía hacerse
responsable de su propia vida y vivir conforme según sus propias elecciones. En
los orígenes del constitucionalismo, Thomas Jefferson había defendido una
postura semejante al hablar de la importancia de erigir un «muro de separación»
entre el Estado y la Iglesia. Lo que quería decir Jefferson es que la Iglesia
no debía usar su influencia, y a partir de dicha influencia, eventualmente, la
fuerza del poder estatal, para imponer determinadas convicciones religiosas a
quienes sostuvieran otras opuestas o ninguna.
El problema con la posición liberal fue que muchos
no entendieron que se basaba en la idea (propia de John Stuart Mill) del «no
daño a terceros»6 y consideraron que lo que el liberalismo hacía era, en verdad,
defender la autonomía de lo «privado» (entendido ahora, por ejemplo, como «lo
que ocurriera dentro del hogar») y autorizar así –en los hechos– la opresión de
género, la violación marital, la violencia masculina, etc. El feminismo salió a
criticar, entonces, al liberalismo que distinguía entre lo «privado» y lo
«público», para reivindicar la politización de las relaciones personales y dar
fundamento a la crítica de las costumbres y los valores familiares cultivados
en el interior del hogar. Si había discriminación o desigualdad o daño a las
mujeres, aun «puertas adentro» de la propia casa, se trataba de un problema
público, que debía ser abordado y solucionado por el Estado. El Estado no podía
mantenerse indiferente, entonces, a ciertas conductas personales.
La tradición republicana en un
contexto capitalista
El énfasis especial en las conductas personales,
tanto como la defensa de una idea fuerte de la igualdad, no nació, por
supuesto, ni con el trabajo reciente de Cohen ni tampoco en los años 60 con el
advenimiento del feminismo radical. Lo que aquí está en juego es una particular
y centenaria aproximación a la filosofía política, que fuera propia de la
tradición republicana7.
El republicanismo –ya en su mayoría de edad– es una
concepción teórica que reconoce versiones muy diferentes, pero hay algunos
elementos que pueden considerarse propios de su «núcleo duro». Definiría ese
núcleo duro haciendo referencia a una preocupación igualitaria que podía
expresarse, de modo especial, en instituciones políticas abiertas a –e
inductoras de– la participación popular, a una organización económica destinada
a consolidar la igualdad y también –y esto es lo que nos importa en este
artículo– a ciertos rasgos de carácter o disposiciones morales que tradicionalmente
se han definido con la noción de virtudes cívicas. De hecho, podría
decirse que si hay un rasgo dominante en todos los enfoques republicanos que
conocemos es ese acento en las virtudes cívicas que deben ser propias de una
comunidad republicana.
Las virtudes ciudadanas fundamentales fueron entendidas
de modo distinto en distinto tiempo, pero ellas giraron, muy habitualmente, en
torno de la participación política, la solidaridad, el compromiso con los
asuntos comunes, etc.Sostener una política de las virtudes implicó afirmar
–contra el liberalismo– que el Estado no puede ser neutral en
materia de concepciones del bien. Otra vez, y como en los casos anteriores, la
idea fue que los compromisos personales resultaban un componente indispensable
de las políticas y prácticas igualitarias –y no irrelevantes, o triviales, o
indiferentes–. Para autores como Jean-Jacques Rousseau, en particular, tanto
como para el republicanismo en general, eran al menos tres las condiciones de
posibilidad necesarias para el tipo de sociedad ideal a la que aspiraban: un
sistema político-institucional favorable a la participación
política; un sistema económicoigualitario; y una ciudadanía dotada
de ciertas virtudes cívicas necesarias para la vida en común8. Sin este último elemento, se asumía, todo el resto del andamiaje no
iba a tornarse posible, al menos de un modo estable en el tiempo. En la
expresión del antifederalista George Mason –figura destacada en los tiempos
fundacionales del constitucionalismo norteamericano–, las virtudes conformaban
«el principio vital de una república», requerían «la frugalidad, la probidad y
la moral estricta» y se contraponían a la «venalidad y la corrupción que
inevitablemente predominaban en las grandes ciudades comerciales»9.
Los dichos de Mason son interesantes porque
reflejan bien criterios considerados esenciales por el republicanismo de fines
del siglo xviii y
comienzos del xix; es decir,
también durante tiempos de cambio económico estructural. Muchos se preguntaron
entonces por el modelo de organización económica a seguir, y fue entonces
cuando los republicanos propusieron reflexionar sobre el tema teniendo en
cuenta, sobre todo, el impacto moral que pudiera tener cualquier elección
económica en relación con el carácter y comportamiento de las personas. Para el
republicanismo de la época, resultaba obvio que la opción por un modelo de
desarrollo basado en el comercio era indeseable, por el modo en que este iba a
favorecer los comportamientos autointeresados, insolidarios y competitivos
–finalmente, la corrupción política–. De allí que fuera común, en los
republicanos de la época, la producción de «escritos agrarios», destinados a
defender una organización social que, se esperaba, iba a resultar más afín al
desarrollo de conductas cooperativas y sociales. Piénsese, por caso, en los
trabajos que tanto Thomas Paine como Jefferson escribieran sobre la materia10. Para ambos, la promesa de un crecimiento
económico basado en el comercio solo parecía conducente al desarrollo de comportamientos
individualistas y apolíticos. Por el contrario, la utopía republicana de los
«40 acres y una mula» se vinculaba a una forma de organización material
amigable con (y funcional a) los valores del republicanismo.
Como dijera, más de dos siglos después, el filósofo
político Michael Sandel, solo una organización económica más igualitaria –afín
al socialismo– podía generar las «cualidades de carácter» y «disposiciones
morales» necesarias para hacer posible una política republicana. De allí la
necesidad (del Estado) de «cultivar la virtud» asumiendo los riesgos propios de
dicha delicada tarea11. De manera similar, el citado Cohen (sin conocer o
reconocer de qué modo sus dichos retomaban las bases del discurso republicano),
sostendría también que el modelo comercial-capitalista resultaba indeseable,
sobre todo, por su impacto negativo en el carácter de las personas: el
capitalismo, a diferencia del socialismo, alimentaba dos rasgos de
comportamiento repudiables: la ambición de obtenerlo todo y el miedo de
perderlo todo.
Ética personal igualitaria y
corrupción: de la teoría a la práctica
Muchos de los criterios examinados en las páginas
anteriores nos ayudan a reconocer las líneas maestras de cierta crítica
republicana, feminista y socialista frente a posturas rivales –en particular,
el liberalismo–. Vimos entonces de qué modo el foco sobre las conductas
personales o (en cierta medida, su contracara) la crítica a la corrupción
propia de las sociedades comerciales, compuestas por individuos egoístas o
desinteresados por la vida común, venían a contrarrestar ciertos supuestos
fundamentales del liberalismo: la pretensión de erigir un «muro de separación»
entre el Estado y los individuos; la obsesión por establecer una distinción
tajante entre las esferas de «lo privado» y «lo público»; la determinación de
asegurar un Estado «neutral», imposibilitado de fomentar una concepción
particular del bien.
Tales batallas teóricas resultan de una importancia
extraordinaria, muy en particular si somos capaces de reconocer de qué modo
ellas no se limitan a fijar ciertas pautas abstractas y ajenas al mundo «real»,
sino que nos interpelan directamente en nuestro acercamiento a la práctica
política concreta de nuestros países. En lo que sigue, voy a ofrecer una lista
–no exhaustiva– de las implicaciones políticas que pueden tener los criterios
teóricos recién examinados. Me interesará subrayar, en particular, de qué modo
el igualitarismo necesita –para tener lugar primero, y luego para
estabilizarse– de disposiciones morales igualitarias, de una cierta ética
personal que va más allá de las reformas políticas y económicas igualitarias
que, ocasionalmente, puedan impulsarse. Sin asumir que tales políticas hayan
tenido lugar en las últimas décadas (en lo personal, estoy convencido de que no
es el igualitarismo lo que ha prevalecido en nuestra región), me preocupará
decir que las iniciativas (reales o en apariencia) igualitarias adoptadas, en
todo caso, estaban condenadas a muerte, desde un comienzo, en razón del radical
descuido o desdén que los líderes políticos de nuestro tiempo mostraron
respecto de la necesidad de expresar, cultivar y fomentar una ética personal
igualitaria. Este análisis puede ayudarnos, en particular, a confrontar un
discurso que resultó por demás frecuente en ciertos círculos académicos que
–tal vez frente a la voluntad de defender a gobiernos, políticas o líderes
políticos particulares involucrados en actividades sabidamente inmorales o
ilegales– se propuso trivializar, desconocer o directamente ridiculizar (como
«pequeño burguesa») toda objeción a las prácticas por ellos favorecidas, si es
que las objeciones del caso incluían referencias al carácter corrupto de esas
prácticas.
Motivaciones. Primero, el sostén
de políticas igualitarias –siempre, pero muy en particular cuando estas no resultan
dominantes o, peor aún, cuando no se han estabilizado– requiere de motivaciones
y compromisos personales muy fuertes por parte de quienes las impulsan (y, sin
duda, también de parte de quienes van a verse, positivamente o no, afectados
por ellas). Las inercias en la dirección contraria (es decir, en dirección del
favorecimiento personal, la corrupción, la toma de ventajas indebidas) son tan
poderosas que, sin convicciones personales muy asentadas, no es dable esperar
que la dirigencia política sostenga (mucho menos por un tiempo prolongado)
prácticas que tienden a ir a contramarcha de los mecanismos institucionales y
el sistema de incentivos prevaleciente. El riesgo, entonces, es que el líder de
turno que convive –tal vez a su pesar– con prácticas corruptas termine siendo
devorado por ellas. Quizás el ejemplo del gobierno de Dilma Rousseff resulte
ilustrativo de lo dicho: pongámoslo así, una dirigente en apariencia muy
honesta que, tal vez a su pesar –y por las «necesidades de la gobernabilidad»–
termina conviviendo con una serie de prácticas corruptas que finalmente
contribuyen a deslegitimar su gobierno y facilitan de ese modo su caída, un
hecho paradójico si la corrupción era tolerada en nombre de la gobernabilidad
perdida.
Si eres igualitario, ¿cómo es que
eres tan rico? En línea con lo sostenido en el parágrafo anterior, las
cosas resultan más gravosas cuando el líder político de turno no solo no está
profundamente convencido de, y comprometido con, el valor del igualitarismo,
sino que no actúa, en lo personal, conforme al sistema de valores propios del
igualitarismo que predica o pretende poner en práctica.
Para citar algunos
casos conocidos: si ese líder político, por ejemplo, es millonario (como el
actual presidente argentino Mauricio Macri) o se convierte en millonario a
través de la política (como el ex-presidente Carlos Menem) o predica la
necesidad de convertirse en millonario como condición necesaria para hacer
política (como el ex-presidente Néstor Kirchner), luego, las posibilidades de
que desde su gobierno impulse políticas igualitarias deben reconocerse como muy
extrañas (contra la absurda idea difundida a veces, de modo intencionado, de
que «como el dirigente x ya es millonario, entonces no necesita del dinero»).
Piénsese, como ejemplo, en casos como el de Luiz Inácio Lula da Silva. Por
diversas razones, buenas o malas, el ex-presidente brasileño estableció, en los
últimos años, estrechos vínculos con buena parte del empresariado de su país:
socializó con ellos, los visitó más que a los círculos obreros a los que antes
frecuentaba, trabó amistad con muchos de ellos. Los resultados esperables de
tales «tejidos de red» con el empresariado corrupto (como el que ilustra el
caso citado), particularmente en contextos no igualitarios como los latinoamericanos,
son muy preocupantes. En primer lugar, el líder de turno pierde la motivación
de llevar adelante políticas radicales o de avanzada. Más bien, tiende a
distanciarse de las políticas más igualitarias de su plataforma (cuya sola
posibilidad genera duras y constantes críticas dentro de su nuevo círculo). Por
otro lado, tiende a asumir nuevos compromisos con el empresariado, que le
promete dinero, poder o la estabilidad que considera amenazada (tal vez, por la
conflictividad social que surge de la no satisfacción de las demandas de los
más postergados). Finalmente, el líder en cuestión comienza a reconocer como
necesarias o plausibles las políticas o propuestas que recibe de su nuevo
círculo. El ejemplo de Brasil, otra vez, resulta demasiado evidente. No solo
por las políticas económicas adoptadas por el gobierno del Partido de los
Trabajadores (pt), que reflejaban
las inquietudes del empresariado conservador, sino también por la designación,
en los círculos de decisión del gobierno, de personal proveniente de ese
círculo empresarial (el caso más notable es el del actual presidente Michel
Temer, figura paradigmática del empresariado corrupto brasileño, a quien el
propio pt colocara, en
su momento, en la Vicepresidencia de la República).Funcionarios públicos que
devienen corruptos. Las posibilidades del igualitarismo resultan
todavía más radicalmente afectadas, por supuesto, si lo que tenemos frente a
nosotros no es tan solo un líder que predica un igualitarismo en el que no cree
o que no practica sino, mucho peor, un líder que desmiente cotidianamente ese
igualitarismo a través de prácticas corruptas. En los últimos años, fueron
muchos los que descalificaron las críticas a gobiernos en los que creían por
ser críticas que incluían, en su «núcleo duro», objeciones al carácter corrupto
de tales administraciones. Muchos sostuvieron entonces que esas críticas
pretendían «en verdad» atacar las iniciativas sociales que esos gobiernos
(«progresistas») habían impulsado o decían impulsar. Sin lugar a dudas, las críticas
provinieron de los lugares más diversos y tuvieron motivaciones también
diferentes (incluyendo, por supuesto, la pretensión de criticar el carácter
social de ciertas políticas a través de la «excusa» de la corrupción). Pero
nada de ello debería privarnos de subrayar el punto que aquí venimos
destacando: es muy difícil que un gobierno corrupto avance en políticas
igualitarias –mucho menos de forma amplia, profunda y consistente en el
tiempo–. Otra vez, las razones son múltiples, pero ellas incluyen algunas como
la siguiente: un gobierno corrupto necesita «cubrirse» de las posibles
delaciones o denuncias que dejen en evidencia las prácticas ilegales e
inmorales que auspicia o en las que está comprometido. Y para ello lo habitual
es que termine extendiendo (o radicalizando) la corrupción ya generada hacia
buena parte de las instituciones restantes: corrupción en los órganos de
investigación, en los servicios de inteligencia, en las distintas esferas de la
justicia, en el resto de la clase política (por ejemplo, el mensalãoen
Brasil12). La corrupción,
entonces, pasa a ser un medio indispensable y generalizado que torna posible y
convierte en estable el esquema de corrupción existente y que busca preservar.
Credibilidad y posibilidad. Las políticas
igualitarias requieren de un sostén social amplio y profundo. Como afirmara el
filósofo canadiense Charles Taylor, tales políticas no pueden ganar estabilidad
cuando una parte significativa de la sociedad las ve como injustas porque «solo
ellos pierden», o cuando advierte que los esfuerzos exigidos se distribuyen de
modo muy inequitativo13. Lo que en esos
casos resulta esperable es que los que se vean afectados comiencen a retirar el
apoyo al gobierno de turno o que pasen a desafiarlo directamente impugnando las
políticas que ven como injustas. Ello es lo que tiende a ocurrir, por ejemplo,
cuando una buena parte de la sociedad ya no emplea los servicios de salud o
educación comunes porque tales bienes compartidos se han privatizado y ellos
obtienen esos servicios de calidad pagando de su propio bolsillo. ¿Por qué,
entonces, van a tener que pagar por los servicios (públicos) que recibe el
resto? ¿No será que estos («holgazanes») se «aprovechan» indebidamente del
esfuerzo que hacen quienes «sí pagan por lo suyo»? En definitiva, si las
autoridades en cuestión no actúan de modo igualitario (es decir, usando ellos y
sus familias servicios de salud o educación privados), sus políticas y
discursos igualitarios no van a resultar creíbles, a la vez que, socialmente,
van a tornarse más inestables o más difíciles de concretar. Parafraseando a
Rousseau: la «voluntad general» no puede constituirse dentro de un contexto
marcado por la desigualdad, ya que lo que va a tender a primar allí son
«voluntades fragmentadas», probablemente en conflicto entre sí.
Fractura de la confianza. En casos como
los citados en el parágrafo anterior (por ejemplo, políticos que se involucran
en actividades corruptas, inmorales o ilegales) y conforme a la gravedad o
frecuencia de los comportamientos de que se trate, puede producirse una
«fractura de confianza» hacia el político o gobierno de turno. Esa fractura
puede tener efectos inmediatos o también dilatados –cuando la sociedad acepta o
tolera comportamientos ilegales o inmorales de los que está en conocimiento,
pero a la luz de las pocas herramientas políticas de que dispone privilegia
mantener el apoyo a lo actual, mientras sigue obteniendo beneficios
significativos–. Durante el gobierno de Carlos Menem en Argentina, muchos
electores mantuvieron su voto oficialista, a pesar de que sabían o intuían que
era un gobierno enormemente corrupto, quizá en razón de los beneficios
generados por el plan antiinflacionario o de estabilización monetaria aplicado
entonces. Algo similar, aunque por otras razones, ocurrió durante los gobiernos
de Néstor Kirchner y Cristina Fernández, y actos tan graves como los
ejemplificados por la destrucción (literal) del Instituto Nacional de
Estadísticas y Censos (Indec). En ambos casos, sin embargo, y de modo
consistente con lo que aquí hemos expuesto, la sociedad pudo aceptar, aunque
finalmente nunca olvidó, las faltas graves cometidas, a su tiempo, por el
gobierno: buena parte de la sociedad advertía que se trataba de hechos serios e
injustificables, aunque ocasionalmente pudiera convivir con ellos. Tales
inconductas –que los gobiernos del caso entendieron, con satisfacción, que la
sociedad perdonaba– habían producido ya una «fractura de confianza» hacia la
administración de turno. La sociedad solamente dilató el «cobro» de tales reclamos:
en el momento en que los beneficios obtenidos se vieron afectados de modo
(subjetivamente) relevante, la comunidad sancionó de forma contundente a sus
representantes14. Las quejas no habían desaparecido en absoluto:
solo se habían postergado.
·
1.
J. Rawls: Teoría de la
justicia [1971], FCE, Ciudad de México, 1995.
·
2.
El primer principio es sobre el
respeto de las libertades personales; el segundo, el que establecía que las
únicas desigualdades justificables eran las dirigidas a mejorar la suerte de
los más desaventajados.
·
3.
Harvard UP, Cambridge, 2008.
·
4.
Paidós, Barcelona, 2001.
·
5.
J. Rawls: Liberalismo
político, FCE, Ciudad de México, 1996.
·
6.
J.S. Mill: Sobre la libertad,
Tecnos, Madrid, 2008.
·
7.
R. Gargarella: Las teorías de la justicia después de Rawls,
Paidós, Barcelona, 1999; Philip Pettit: Republicanism: A Theory of
Freedom and Government, Oxford UP, Oxford, 1997; Quentin Skinner:
«Machiavelli on the Maintenance of Liberty» en Politics vol 18
No 2, 1983; «The Idea of Negative Liberty: Philosophical and Historical
Perspectives» en Richard Rorty, Jerome B. Schneewind y Q. Skinner
(comps.): Philosophy in History, Cambridge UP, Cambridge, 1984;
«The Republican Ideal of Political Liberty» en Gisela Bock, Q. Skinner y
Maurizio Viroli (eds): Machiavelli and Republicanism, Cambridge UP,
Cambridge, 1990; y Liberty Before Liberalism, Cambridge UP,
Cambridge, 1998.
·
8.
J.-J. Rousseau: El contrato
social, UNAM, Ciudad de México, 1984.
·
9.
Ver Herbert J. Storing: The Complete Anti-Federalist, The
University of Chicago Press, Chicago, 1981 y What the Anti-Federalists
Were For, The University of Chicago Press, Chicago, 1981.
·
10.
T. Paine: Political Writings, ed. Bruce Kucklick, Cambridge
UP, Cambridge, 1989; T. Jefferson: Political Writings, Cambridge
UP, Cambridge, 1999.
·
11.
M.J. Sandel: Democracy’s Discont: America in Search of a Public
Philosophy, Harvard UP, Cambridge, 1996.
·
12.
El término mensalão, «gran
mensualidad», hace referencia al escándalo por la «compra» de votos en el
Parlamento brasileño revelado en 2005.
·
13.
C. Taylor: «Cross-Purposes: The Liberal-Communitarian Debate» en Nancy
L. Rosenblum (ed.): Liberalism and the Moral Life, Harvard UP,
Cambridge, 1989.
·
14.
Valdría la pena reflexionar aquí
sobre la imposibilidad y el carácter paradójico que tendría el «actuar de modo
principista por razones estratégicas».
Este
artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 276, Septiembre -
Octubre 2018, ISSN: 0251-3552
Nueva Sociedad, Septiembre - Octubre 2018
Publicado hace Yesterday por Miradas Múltiples
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