Un escenario como el de Venezuela hace evidente que la crisis demanda diálogo
No termino de salir de mi asombro con las de medias
verdades, simplificaciones o distorsiones que hay que leer o escuchar en las
últimas semanas sobre la Carta Democrática Interamericana en relación con los
problemas actuales de Venezuela. Satanizada para unos y endiosada para otros,
es curiosa la amalgama —y cantidad— de cosas que se dicen sobre ella que tienen
poco que ver con su historia y contenido.
En medio de una crisis humanitaria
severa y el ruido de la calle, esa Carta Democrática de la que algunos hablan
en realidad no existe. Así, en el discurso político de algunos, su eventual
aplicación sería sinónimo de "sanción” o exclusión de la OEA. O considerar
que, si se aplicase, sería esta la primera vez que se estaría aplicando a Venezuela.
Muchos dudan de que la OEA aprobará la aplicación de la Carta cuando esto se
discuta dentro de una semana. Mientras tanto, hay tres cosas que conviene
recordar.
Lo primero es que el origen y contenido conceptual de la
Carta del 2001 está esencialmente ligado a una “crisis democrática” y no al
golpe de Estado clásico al que ya se refería la resolución 1080 de 1991. Esta
conceptualización tiene su antecedente inmediato en la “crisis democrática”
peruana del año 2000 y en la respuesta que se creó para procesarla. Lo que
desde la oposición democrática se logró en esa asamblea general de la OEA
(Windsor, 2000) fue poner en marcha una misión de alto nivel que gestionará un
diálogo entre el gobierno y la oposición.
Un escenario complejo como el que afronta
Venezuela hace evidente que hay una crisis que demanda diálogo
La mesa de diálogo, organizada en torno a una agenda clara
de 22 puntos, fue un espacio fundamental para procesar una situación que se
estaba tornando explosiva. Nunca hubo una “sanción” pero tampoco una larga
lista de precondiciones para sentarse a conversar. De la experiencia peruana
surgió la iniciativa de proponer una Carta Democrática Interamericana frente a
crisis democráticas distintas del clásico “golpe de Estado” y con mecanismos de
acción centrados en el diálogo y las gestiones diplomáticas.
Lo segundo es que el texto de la Carta pone el énfasis,
precisamente, en las gestiones diplomáticas y los mecanismos de diálogo como
respuesta a las crisis democráticas. No en las sanciones como primera acción.
Teniendo en cuenta la experiencia peruana y lo que los cancilleres de América
aprobamos el 11 de setiembre de 2001 en la asamblea general de la OEA que tuve
el honor de presidir, las otras medidas sólo se plantean en la situación límite
en la que fracasaran las gestiones diplomáticas y el diálogo.
No es correcto,
pues, atar el concepto de “sanción” como derivación automática de la aplicación
del artículo 20 de la Carta. Lo tercero es que este artículo sobre “alteración
del orden democrático” se ha aplicado en varias ocasiones, empezando por
Venezuela cuando el fracasado intento de golpe de Estado contra Chávez en abril
del 2002. La resolución 811 del Consejo Permanente condenó, en aplicación de la
Carta, el golpe de Estado contra Chávez y dispuso el envío del Secretario
General a Caracas para llevar a cabo gestiones diplomáticas “para promover la
más pronta normalización de la institucionalidad democrática”.
Un escenario complejo como el que afronta Venezuela hace
evidente que hay una crisis que demanda diálogo. Tanto mejor si se hace con
agenda clara y dentro del marco del instrumento interamericano que da
posibilidades de un seguimiento institucionalizado. En esa perspectiva, tanto
mejor sería que un país como el Perú, que fue medular en el origen de la Carta,
transitara de la silente inacción a tener el papel activo que muchos siguen
esperando ahora que se conmemoran 15 años de su aprobación.
16 JUN 2016 - 23:41 CEST EL PAIS
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