El jueves 8 de agosto de 1861 partió la goleta Isabel del
puerto de La Guaira con rumbo a Saint Thomas. A bordo iba Valentín Espinal
acompañado de su hijo Manuel, quienes huían de la persecución y el acoso que se
tendía sobre ellos y su familia a causa de su posición contra las
arbitrariedades tanto de conservadores como de liberales.
Sus amigos le habían
aconsejado irse del país, pues, en medio del contexto de la Guerra Federal, de
seguro sería víctima de venganzas y artilugios legales para perjudicarlo. En
Caracas dejaba a su esposa y a sus hijos menores a cargo de la imprenta y
librería que con tanto sacrificio y esfuerzo había levantado desde 1822.
Ya en Saint Thomas abordó sin demoras el vapor Shanonn,
que lo llevaría a Europa, su destino final e incierto. Catorce días duró el
viaje a través del Atlántico para luego dejarse llevar en una travesía por
Inglaterra, Francia, Italia y España, que lo mantendría alejado de su país
durante dos largos años. Como la nostalgia es el equipaje más pesado del
emigrante, no sería desacertado imaginar a Valentín Espinal sobre la cubierta
del Shanonn, con la vista hacia la línea donde se unen el cielo y el mar,
recordando sus inicios en el arte de la impresión, su obsesión más grande.
De seguro, en ese momento Espinal recordaría a Juan
Gutiérrez Díaz, impresor español quien tuvo a su cargo un taller, primero en
Valencia y luego en Caracas, entre 1812 y 1823, y fue uno de los tantos
extranjeros que trajo el saber acumulado de la historia y la técnica europea de
la impresión y supo difundirla con generosidad entre los venezolanos de aquel
entonces. En ese taller, Juan Gutiérrez Díaz aceptaba la presencia de jóvenes
de escasos recursos para que aprendieran el oficio y pudieran luego sostenerse
por sus propios medios.
Valentín Espinal fue uno de aquellos jóvenes de bajos
recursos que ingresó como aprendiz a la imprenta del español Gutiérrez Díaz.
Desde los doce años, Espinal aprendió el arte de la impresión en aquellas
fascinantes máquinas y, con el tiempo, llegó a convertirse en el impresor más
importante de la historia de la edición en nuestro país, con trabajos de una
calidad y belleza de edición insuperables.
Espinal pudo establecer su propia
imprenta a los veinte años, con algunos implementos obsequiados por su maestro
español. El impresor Juan Gutiérrez Díaz tuvo que abandonar el país el año 1823
porque su nombre fue incluido en un decreto que exigía la expulsión de los
españoles afectos a los realistas. Cuando se hizo efectiva la expulsión,
Valentín Espinal quedó al frente del taller, llegando a convertirse en el
primer impresor venezolano.
Mucho lamentó Espinal esta decisión, e inspirado en la
bondad y generosidad de su maestro Juan Gutiérrez Díaz, siguió compartiendo el
conocimiento entre los jóvenes de escasos recursos. Así, en el ahora taller de
Espinal se formó un numeroso grupo de muchachos como Bartolomé Valdés, Camilo
Machado, León y Cecilio Echeverría, Manuel María Zarzamendi (quien instaló la
primera imprenta a vapor en el país el año 1858), Juan Carmen Martel, Manuel
Castro, José Antonio Carías, Zacarías Llaguno, José Félix Monasterios, y muchos
otros, quienes integrarían luego el futuro gremio de artesanos de la impresión
que ejercería su oficio a lo largo y ancho del país, incluso más allá de
nuestras fronteras.
Esos muchachos, ahora poseedores de un saber práctico, probaron
suerte en distintos estados como Valencia, Zulia, Trujillo, Barinas, Mérida,
entre otros, transformándose, en la mayoría de los casos, en los primeros
impresores que vieron esos territorios. José Félix Monasterios, por ejemplo,
oriundo del Zulia y discípulo de Espinal, llevó su conocimiento a Barinas, a
Trujillo y a Mérida, a donde era llamado para poner en funcionamiento las
recién adquiridas máquinas de impresión. A donde iba, como emulando a su
mentor, hacía el llamado para que los jóvenes aprendieran los rudimentos de la
impresión y así se hicieran de un oficio.
Varios merideños bebieron del conocimiento de José Félix
Monasterios. Uno de ellos fue Juan de Dios Picón Grillet (1836-1889), personaje
de curiosidad elevada y de manos inquietas que lograba resolver cualquier
problema técnico solo con la ayuda de la lógica, el ensayo y la observación.
Picón Grillet, con lo aprendido con Monasterios y a través de cartas enviadas
al mismo Espinal, mejoró sus técnicas de impresión y fue muy conocido en el occidente
del país por su famoso calendario
El Cojito, que llegó a competir con el
no menos conocido Almanaque Rojas Hermanos. Tal era la destreza y
elegancia de los impresos de Picón Grillet que sus grabados fueron premiados en
algunas exposiciones nacionales. El mismo Picón fundía los tipos y viñetas
necesarios para la imprenta, y su curiosidad por conocer los límites de la
máquina de impresión le llevó a inventar un sistema para reproducir las hojas y
flores de las plantas, con total fidelidad a sus colores, texturas y
nervaduras. A ese nuevo procedimiento le llamó Foliografía.
Será un discípulo de Picón Grillet quien años después
logre perfeccionar la Foliografía: Tulio Febres Cordero (1860-1938). Aunque a
los catorce años ya había puesto manos sobre una imprenta, será a los dieciocho
cuando Febres Cordero consolide sus conocimientos de impresión del propio Juan
de Dios Picón Grillet.
Este le transmitirá esa pasión por la tinta, los tipos y
el papel, y nadie como Tulio Febres Cordero para entender la extraña simbiosis
que se produce entre el escritor y la “gran máquina”. Fue tal ese contagio de
emoción que Tulio Febres escribió varios artículos, ensayos, discursos y
cuentos para hablar de la imprenta y sus bondades y supo experimentar con ella
hasta la saciedad al ensayar con infinidad de periódicos, libros y folletos,
además de crear una colección de libros, considerados los más pequeños hechos
en Venezuela, llamada “Biblioteca Micrográfica”, hecha en 1899 y de no más de 5
x 4 centímetros. Por si fuera poco, Tulio Febres Cordero inventó la Imagotipia,
curiosa técnica con la cual se elaboran imágenes a partir de tipos de imprenta.
En Tulio Febres Cordero la imprenta es, más que un instrumento, un símbolo que
da sentido a su obra y a su vida.
Valentín Espinal no pudo ser testigo de esa interminable
cadena de formación que va de Gutiérrez a Febres Cordero –un siglo, cinco
hombres– y que llega a nosotros con el formidable trabajo de diseño e impresión
de nuestros días, pues murió en 1866, tres años luego de haber logrado regresar
de su destierro. El arte de la impresión y la historia del libro en Venezuela
nos revelan que la cultura es una enmarañada red de saberes y prácticas que
pasan celosamente de persona a persona, como una contraseña que se confía entre
miembros de una misma logia.
Sobre la cubierta del Shanonn, Valentín Espinal, con
la mirada fija en el horizonte, hace un repaso de su vida y no deja de pensar
en su familia, en su país, en su imprenta y en los libros que ha creado. Esa
noche anotará en su diario: “Desde que estuvimos más cercanos de la Europa que
de la América, principió a entristecerse la naturaleza, y ha cuatro o cinco
días que nos molesta el frío; pero todavía no es más que como el de las
madrugadas de Navidad allá. Ya sospecho que nada podrá compensar en mi alma el
brillante sol y azul punzante del cielo de nuestra patria, ni equipararse a las
comodidades de mi casa, ni al amor de los goces de mi familia”. (Espinal, 1966,
pp. 54-55).
***
Referencia
Espinal, Valentín. Diario de un desterrado. Caracas:
Ediciones del Cuatricentenario de Caracas, 1966.
Prodavinci
22 de Octubre del 2019
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