Una semana antes de que
estallaran los primeros brotes de la protesta de los transportistas, el
vicepresidente de la República, el empresario Otto Sonenholzner, ya estaba
pidiendo perdón por las medidas que se avecinaban. Esta semana el país se
encuentra envuelto en una ola de protestas que recuerda las de fines de la
década de 1990 y comienzos de 2000 y que obligaron a cambiar la sede de
gobierno a Guayaquil ante la amenaza de la movilización indígena sobre la
capital.
Ecuador le pidió al FMI
4.200 millones de dólares y a otros organismos multilaterales otros 6.000
millones para sanear sus cuentas fiscales, en un contexto de economía
dolarizada en el que los instrumentos de política monetaria son
inexistentes. A cambio, se comprometió a impulsar «reformas
estructurales».
Una parte de la
brutalidad de las medidas económicas y del insólito raquitismo de las
compensaciones (solo dos días después de las protestas lideradas por los
transportistas se anunció que se revisaría el costo de los pasajes) provino de
la presión fiscalista y de la temeraria austeridad a la que nos tiene
acostumbrados la sabiduría del FMI. Pero otra parte se originó en una genuina y
sincera ceguera vernácula ante el peso del sacrificio que se les exige a los
pobres.
Meses repletos de
tertulias televisivas y radiales entre los mismos opinólogos neoliberales que
despotricaban contra el déficit fiscal y la «obesidad del Estado» como los
mayores problemas del Ecuador contemporáneo convencieron al gobierno, a la
prensa y a sus amigos de las cámaras empresariales de que había un consenso
para las medidas de ajuste. Ayer un periodista manifestaba su insólita
extrañeza: «No entiendo –decía– esta furia desatada cuando estábamos de acuerdo
en que eran medidas necesarias».
¿Necesarias para quién?
Entre todas las medidas,
la supresión de los subsidios a la gasolina de 85 octanos y al diésel (el
gasoil) es la más importante y la que más contribuye al incendio que nos rodea.
Según cifras gubernamentales, estos dan cuenta de 1.500 millones de dólares de
los más de 2.000 millones que esperan recuperar con todas las medidas juntas.
El diésel, que sirve para el transporte pesado de mercancías y para el
transporte público de pasajeros, da cuenta de 1.170 millones, mientras que la
gasolina, que afecta ante todo a los automóviles privados, de propiedad de 25%
de la población, explica los 330 millones restantes. Para ser más claros: el
gobierno decidió que el 75% más pobre de la población, que usa el transporte
público, debía pagar 78% del costo de la eliminación del subsidio, mientras que
el 25% más rico de la población debía pagar el 22% restante.
El mayor problema
económico de Ecuador no es el déficit fiscal, como aducen los neoliberales. Hay
un problema fiscal, pero no es ni remotamente de la misma magnitud que el
problema del déficit de la balanza comercial y de la balanza de pagos. Todo lo
importado es más barato, producto del régimen de la dolarización que impide
devaluar la moneda nacional. Por eso miles de ecuatorianos acuden cada día a
comprar todo tipo de productos a Ipiales (sur de Colombia) o Piura (norte del
Perú). Los tejidos colombianos están desquiciando la producción textil del
país; los zapatos brasileños están destrozando la producción de calzado de Tungurahua;
lo mismo sucede con las confecciones chinas, el ganado peruano, la leche
argentina, los automóviles europeos. Ecuador es un país demasiado caro para
producir.
La dolarización, en un
contexto de apreciación del dólar y devaluación generalizada en América Latina,
convierte también a Ecuador en un destino turístico demasiado caro para recibir
a los visitantes que podría. Como Argentina en el año 2000, bajo el régimen de
la convertibilidad, Ecuador importa todo y lo que exporta es cada vez más difícil
de colocar. El impacto inflacionario de la subida de 130% en el precio del
diésel es grande aunque difícil de precisar: sus efectos se expanden mediante
el aumento de los pasajes y del precio del transporte de todas las mercaderías.
Por la vía de la inflación, el problema de competitividad recrudece.
No contento con empeorar
drásticamente el serio problema de la competitividad externa, el gobierno de
Lenín Moreno anunció otras medidas que solo pueden ser calificadas de suicidas:
reduce los aranceles a computadoras, tablets, teléfonos y automóviles para
que las importaciones de bienes de consumo se hagan más baratas. Y reduce a la
mitad el impuesto a la salida de divisas, lo que hace que el déficit de la
balanza de pagos empeore. La ceguera no conoce límites. El subsidio a los
combustibles podría perfectamente modificarse sustancialmente: que lo pagaran
los automóviles privados y subsidiaran con su pago el transporte público, de
personas, de alimentos y mercaderías. Un alza mucho mayor de las gasolinas y el
mantenimiento o un alza muy moderada del diésel habrían podido financiar de
otro modo la eliminación del subsidio haciendo recaer 78% del peso de su costo
en el 25% más rico de la población. Pero una medida de esa naturaleza no
entraba en el radar del gobierno. Era posible incluso, de esta manera
socialmente más justa, contar con un excedente para modernizar ecológicamente
el parque automotor del transporte público y avanzar en un sistema razonable de
subsidio al transporte masivo desincentivando el automóvil privado.
El resultado de su
ceguera de clase les estalla en las manos y han reaccionado con un estado de
excepción desproporcionado y una represión que solo rivaliza con la del
correísmo en sus peores momentos. Esta vez, a diferencia de los tiempos de Correa,
Moreno cuenta con el apoyo incondicional de los grandes medios de prensa.
Moreno pensó quizás, con los mismos lentes deformados, que el gobierno anterior
había debilitado, criminalizado y golpeado lo suficiente a la Confederación de
Nacionalidades Indígenas del Ecuador (Conaie) para no tener un liderazgo social
en la resistencia. Las protestas se han extendido y alcanzan carreteras en la
Costa y zonas empobrecidas de las áreas urbanas. Es una clásica protesta contra
el ajuste fondomonetarista, que ensancha el foso que separa a los sectores
empobrecidos, que son condenados a cargar el mayor peso de la crisis, de los
sectores privilegiados, que se resguardan de ella.
Al momento de escribir
estas líneas, está convocada una huelga nacional para el 9 de octubre. El
gobierno y la prensa acusan al correísmo de estar detrás del escenario con
planes de desestabilización y a la Conaie de ser el caballo de Troya del viejo
dueño del país. La acusación no es nueva. La hacía el correísmo cada vez que
había un levantamiento en su contra: los indígenas y los ecologistas le «hacían
el juego a la derecha». Pero los movimientos sociales siempre han buscado un
camino de autonomía en el que los enemigos de sus enemigos no son
necesariamente sus amigos. Siempre existe la posibilidad de una renacimiento
correísta. Pero ese riesgo es entera responsabilidad de Moreno y no de los
movimientos de protesta.
Qué efectos tendrá todo
esto en un plazo mayor sobre un gobierno débil e inepto o quién será capaz de
capitalizar el descontento dependerá de la política de los próximos días y los
siguientes meses. La suerte no está echada. Lo que sí está claro es que
cualquier gobierno que venga pensará tres veces más antes de tomar medidas
similares.
Nuso ORG
https://nuso.org/articulo/ecuador-lenin-moreno/?utm_source=email&utm_medium=email&utm_campaign=email
21 de Octubre del 2019
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