En el año 2004 se realizó en la Academia Católica de
Munich un diálogo entre el cardenal Joseph Ratzinger y Jürgen Habermas sobre
los ”Fundamentos prepolíticos del Estado democrático de derecho, desde las
fuentes de la razón y de la fe” . El cardenal Ratzinger es electo como
Papa Benedicto XVI y Habermas, es el filósofo vivo más representativo de la
Escuela de Franfurk.
Habermas :
El tema que hoy debatimos me hace evocar aquella pregunta
que Ernst-Wolfgang Böckenförde planteó a mediados de los años sesenta en términos
claros y concisos: ¿es posible que el Estado liberal secular se sustente sobre
unas premisas normativas que él mismo no puede garantizar? (1). Lo que se
pregunta Böckenförde es si el Estado democrático constitucional es capaz de
renovar sus presupuestos normativos valiéndose de recursos propios, ya que no
es inconcebible que pueda depender en realidad de tradiciones éticas
autóctonas, ya sean ideológicas o religiosas; en cualquier caso, vinculantes a
escala colectiva. Para el Estado, que debe hacer profesión de neutralidad en el
terreno ideológico, esto representaría un obstáculo ante el “hecho innegable
del pluralismo” (Rawls), aunque esta conclusión no basta para descartar la
mencionada sospecha.
Para empezar, quisiera caracterizar el problema en dos sentidos.
En sentido cognitivo, la duda se circunscribe a la cuestión de si el poder
político, consumada la total positivización del Derecho, sigue admitiendo una
justificación secular, es decir, no religiosa o posmetafísica. Aun en el caso
de que se acepte esa clase de legitimación, desde el punto de vista
motivacional se mantiene la duda de si es posible estabilizar desde un punto de
vista normativo -es decir, más allá de un mero modus vivendi- una colectividad
ideológicamente pluralista sobre la base de un consenso fundamental que no
pasaría de ser en el mejor de los casos meramente formal y limitado a
procedimientos y principios (2). Aun en el caso de que se pueda despejar esa
duda, resulta indiscutible que los ordenamientos liberales dependen de la solidaridad
de sus ciudadanos, cuyas fuentes podrían agotarse por completo si se produjera
una secularización desencaminada de la sociedad.
Este diagnóstico no se puede
rechazar de plano, pero eso no significa que los elementos cultos entre los
defensores de la religión puedan extraer de él, por así decirlo, una plusvalía (3).
En lugar de ello, propongo entender la secularización cultural y social como un
doble proceso de aprendizaje que obligue tanto a las tradiciones de la
ilustración como a las doctrinas religiosas a reflexionar acerca de sus límites
(4). Finalmente, en lo que respecta a las sociedades postseculares, cabe
preguntarse, desde el punto de vista cognitivo y expectativo, qué premisas
normativas debe imponer el Estado liberal a sus ciudadanos creyentes y no
creyentes en su relación recíproca (5).
1. EL LIBERALISMO POLÍTICO - al que me adhiero en su
variante específica del republicanismo kantiano (2)- se concibe a sí mismo como
una justificación no religiosa y posmetafísica de los fundamentos normativos
del Estado democrático constitucional. Esta teoría se encuadra en la tradición
de un derecho racional que renuncia a las hipótesis fuertes cosmológicas o
histórico-teológicas de las doctrinas clásicas y religiosas del derecho
natural. La historia de la teología cristiana en la edad media, en especial la
escolástica española tardía, se encuadra, por supuesto, en la genealogía de los
derechos humanos. Pero los fundamentos de legitimación de la autoridad estatal
ideológicamente neutral proceden en última instancia de las fuentes profanas de
la filosofía de los siglos XVII y XVIII. La teología y la Iglesia no
fueron capaces de afrontar hasta mucho más tarde los desafíos del Estado
constitucional surgido de la revolución burguesa. Sin embargo, a mi entender,
desde el punto de vista católico, que asume sin problemas la existencia dellumen
naturale, nada se opone en lo esencial a una fundamentación autónoma (es decir,
independiente de las verdades reveladas) de la moral y el derecho.
En el siglo XX, la fundamentación poskantiana de los
principios constitucionales liberales ha adoptado preferentemente la forma de
una crítica historicista y empirista, y ha descuidado el análisis de las
consecuencias negativas del derecho natural objetivo (como por ejemplo la ética
material de valores). Desde mi punto de vista, para defender frente al
contextualismo un concepto de razón no derrotista y frente al positivismo
jurídico un concepto no decisionista de la validez del derecho, basta con
formular algunas hipótesis débiles acerca del contenido normativo de la
constitución comunicativa de formas de vida socioculturales. La tarea
fundamental consiste en explicar: -por qué el proceso democrático es
considerado un proceso de legislación legítima: en la medida en que satisface las
condiciones de una formación de la voluntad colectiva inclusiva y discursiva,
justifica la hipótesis de la aceptabilidad racional de los resultados; y -por
qué la democracia y los derechos hullinek manos se limitan recíprocamente de
manera equiprimordial en el proceso constituyente: la institucionalización
jurídica del proceso de legislación democrática exige la simultánea
garantización de los derechos fundamentales, tanto liberales como políticos
(3).
El punto de referencia de esta estrategia de fundamentación
es la constitución que se otorgan los ciudadanos asociados, y no la
domesticación de una autoridad estatal ya existente, pues ésta todavía ha de
ser creada por medio de un proceso constituyente democrático. Una autoridad
estatal constituida (y no sólo domesticada constitucionalmente) está
fundamentada en derecho hasta lo más íntimo de su esencia, de modo que el
derecho impregna por completo la autoridad política, sin excluir ningún
aspecto. Con la concepción positivista de la voluntad de Estado, la doctrina
del derecho público alemana (de Laband y Je-hasta Carl Schmitt), cuyas raíces
se retrotraen a la época del imperio alemán, dejaba abierta una puerta para una
sustancia ética del Estado o de lo político no sometida a
derecho; en cambio, en el Estado constitucional no existe ninguna autoridad que
se sustente en una sustancia prejurídica
(4). La soberanía preconstitucional
del monarca no deja libre ningún hueco que fuera necesario rellenar -en forma
del ethos de un pueblo más o menos homogéneo- por medio de una
soberanía popular igualmente sustancial.
A la luz de este problemático legado, la pregunta de
Ernst-Wolfgang Böckenförde ha sido entendida en el sentido de que un
ordenamiento constitucional completamente positivizado necesitaría la religión
o algún otro poder sustentador como respaldo cognitivo de sus
fundamentos de validez. De acuerdo con esta interpretación, la aspiración de
validez del derecho positivo dependería de su fundamentación en las convicciones
éticas-prepolíticas de las comunidades religiosas o nacionales, ya que tal
clase de ordenamiento jurídico no puede justificarse únicamente de modo
autorreferencial a partir de procesos jurídicos generados democráticamente. En
cambio, si se concibe el proceso democrático no a la manera positivista de
Kelsen o Luhmann, sino como método para la creación de legitimidad a partir de
la legalidad, no puede hablarse de un déficit de validez que deba ser
compensado mediante la eticidad. En contraste con la concepción del Estado
constitucional procedente de la derecha hegeliana, la doctrina
procedimentalista de inspiración kantiana insiste en una fundamentación
autónoma de los principios constitucionales con la pretensión de ser
racionalmente aceptable para todos los ciudadanos.
2. EN LO QUE SIGUE partiré de la base de que la
constitución del Estado liberal puede satisfacer su necesidad de legitimación
de forma autosuficiente, es decir, a partir de los recursos cognitivos de una
economía argumentativa independiente de toda tradición religiosa y metafísica.
Sin embargo, aun bajo esta premisa persiste una duda desde el punto de vista
motivacional. En efecto, las premisas normativos del Estado democrático
constitucional exigen al individuo un mayor compromiso en la medida en que éste
asume el papel de ciudadano del Estado (y por lo tanto autor del derecho), y un
compromiso menor en la medida en que se concibe a sí mismo como miembro de la
sociedad (y por lo tanto mero destinatario del derecho).
De los destinatarios
del derecho sólo se espera que no traspasen los límites legales a la hora de
materializar sus libertades (y aspiraciones) subjetivas. Las motivaciones y
actitudes que se esperan de los ciudadanos en su papel de colegisladores
democráticos tienen poco que ver con la obediencia prestada a las leyes
coercitivas que regulan la libertad; se espera de ellos que materialicen sus
derechos comunicativos y participativos de manera activa, y no solo en un
legítimo interés propio, sino en pro del bien común. Esto requiere un mayor
esfuerzo motivacional, que no puede imponerse por vía legal. En un Estado de
derecho democrático, la obligación de votar en las elecciones estaría tan fuera
de lugar como la solidaridad por decreto ley. La disposición a tomar bajo su
responsabilidad, en caso necesario, a conciudadanos desconocidos y anónimos, y
a hacer sacrificios en nombre del interés colectivo, es algo que a los
ciudadanos de una comunidad liberal solo se les puede, como mucho, sugerir. Por
eso las virtudes políticas, aunque solo se recauden en calderilla, son
esenciales para la existencia de una democracia. Forman parte de la
socialización y de la habituación a las prácticas ymaneras de pensar de un
cultura política liberal. El estatus de ciudadanodel Estado se halla, en cierto
modo, insertado en una sociedad civil que se nutre de fuentes espontáneas,
prepolíticas por así decirlo
. De ello no cabe deducir, sin embargo, que el
Estado liberal sea incapaz de reproducir sus presupuestos motivacionales a
partir de recursos seculares propios. Sin duda, los motivos para la
participación de los ciudadanos en la opinión pública y los procesos de
decisión tienen su origen en proyectos de vida éticos y formas de vida
culturales; pero las prácticas democráticas desarrollan una dinámica política propia.
Sólo un Estado de derecho sin democracia, algo a lo que en Alemania hemos
estado acostumbrados largo tiempo, sugeriría una respuesta negativa a la
pregunta de Böckenförde: “¿Pueden los pueblos unificados estatalmente apoyarse
sólo en la garantización de las libertades individuales, sin que exista un
vínculo unificador previo a esas libertades?”
(5). En efecto, el Estado de
derecho constituido democráticamente no solo garantiza libertades negativas
para los miembros de la sociedad preocupados por su propio bien, sino que, al
ofrecer libertades comunicativas, moviliza también la participación de los
ciudadanos del Estado en el debate público en torno a temas que afectan a toda
la colectividad. El vínculo unificadorperdido es un proceso en el que se
discute, en última instancia, la interpretación correcta de la constitución.
Así, por ejemplo, en las discusiones actuales en torno a
la reforma de Estado del bienestar, la política de inmigración, la guerra de
Iraq y la abolición del servicio militar obligatorio, lo que se juzga no son
meramente políticas concretas, sino también, en todos los casos, la
interpretación correcta de los principios constitucionales, y, de modo
implícito, el modo en que queremos entendernos a nosotros mismos como
ciudadanos de la República Federal Alemana y como europeos, a la luz de la
multiplicidad de nuestras formas de vida culturales y del pluralismo de
nuestras ideologías y convicciones religiosas. Ciertamente, al volver la vista
atrás debe reconocerse que el hecho de compartir religión y lengua, y sobre
todo la recuperación de la conciencia nacional, fueron útiles para el
surgimiento de una solidaridad ciudadana, por otra parte sumamente abstracta.
Pero entre tanto las convicciones republicanas se han desprendido en buena parte
de esos lastres prepolíticos: el hecho de que no estemos dispuestos a morir
por Nizano representa objeción alguna contra una constitución europea. Piensen
ustedes en los discursos político-éticos en torno al holocausto y la
criminalidad de masas, que han permitido a los ciudadanos de la República
Federal ser conscientes del logro que representa la Constitución. El ejemplo de
una política de la memoria de carácter autocrítico (algo que hoy en
día ya no es excepcional, pues también está presente en otros países) muestra
hasta qué punto la propia política puede ser un caldo de cultivo para la
formación y renovación de los vínculos del patriotismo constitucional.
Al contrario de lo que sugiere un malentendido muy
frecuente, el patriotismo constitucionalsignifica que los ciudadanos se
hagan suyos los principios de la Constitución no solo en su contenido
abstracto, sino en su significado concreto, desde el contexto histórico de su
respectiva historia nacional.
El proceso cognitivo no basta para que los contenidos morales
de los principios fundamentales se afiancen en las convicciones de los
ciudadanos. El razonamiento moral y la coincidencia mundial en la indignación
ante las violaciones masivas de los derechos humanos solo bastarían para
fomentar la integración de una sociedad constituida de ciudadanos del mundo (si
tal cosa llega a existir algún día). Entre los miembros de una comunidad
política, la solidaridad, tan abstracta como se quiera, y jurídicamente
mediada, sólo puede surgir en el momento en que los principios de justicia
encuentran acomodo en el entramado, más denso, de las orientaciones de valor
culturales.
3. DE ACUERDO CON las anteriores consideraciones, la
naturaleza secular del Estado democrático constitucional no muestra ninguna
debilidad inherente al sistema político como tal, es decir, interna, que pueda
dificultar su autoestabilización desde el punto de vista cognitivo o
motivacional. Esto no excluye factores externos. Una modernización
desencaminada de la sociedad en su conjunto podría muy bien debilitar el
vínculo democrático del que depende necesariamente (pero no puede forzar por
vía legal) el Estado democrático.
En ese caso nos hallaríamos exactamente ante
la situación que describe Böckenförde: la transformación de los ciudadanos de
las sociedades liberales bienestantes y pacíficas en mónadas aisladas que
actuarían sólo por su propio interés y sólo se dedicarían a usar las unas
contra las otras como armas sus derechos subjetivos. En un contexto más amplio,
se aprecian indicios de esa clase de desmoronamiento de la solidaridad
interciudadana en la dinámica, no controlada políticamente, de la economía y la
sociedad globales. Los mercados, que como es sabido no pueden democratizarse
como si se tratara de instituciones estatales, asumen de manera creciente
funciones de control en sectores de la vida cuya cohesión se había mantenido
hasta ahora de modo normativo, es decir, por vías políticas o mediante formas
prepolíticas de comunicación. Con esto, no sólo las esferas privadas se
invierten transformándose en medida creciente en mecanismos de acción al
servicio de las preferencias propias de cada uno, que persiguen exclusivamente
el éxito, sino que también se reduce el ámbito sometido a las necesidades de
legitimación de la esfera pública.
El privatismo del ciudadano se ve reforzado por la
desmoralizante pérdida de función de un proceso democrático de formación de
opinión y voluntad que a estas alturas ya sólo funciona, y de manera parcial,
en los ámbitos nacionales, y por ello ya no alcanza a los procesos de decisión
desplazados a niveles supranacionales.También la esperanza cada vez más mermada
en la capacidad estructuradora de la comunidad internacional fomenta la
tendencia a la despolitización de los ciudadanos. A la vista de los conflictos
y de las sangrantes desigualdades sociales de una sociedad global fuertemente
fragmentada, crece la decepción con cada nuevo tropiezo en el camino, iniciado
sólo a partir de 1945, hacia la constitucionalización del derecho
internacional.
Las teorías posmodernas, ejerciendo una crítica de la
razón, entienden las crisis no como consecuencia de un agotamiento selectivo de
los potenciales de racionalidad acumulados en la modernidad occidental, sino
como resultado lógico de un proyecto de racionalización intelectual y social
autodestructivo. Aunque el escepticismo radical con respecto a la razón es algo
intrínsecamente extraño a la tradición católica, lo cierto es que hasta los
años sesenta del siglo pasado el catolicismo tuvo dificultades para asumir el
pensamiento secular del humanismo, la ilustración y el liberalismo político.
Por eso hoy en día vuelve a encontrar eco el teorema según el cual sólo la
orientación religiosa hacia un punto de referencia transcendente puede sacar
del callejón sin salida a una modernidad que se siente culpable.
En Teherán, un
compañero me preguntó si, desde el punto de vista de la comparación entre
culturas y la sociología de la religión, no sería precisamente la
secularización europea la anomalía necesitada de corrección. Eso me hace pensar
en la atmósfera intelectual de la República de Weimar, en Carl Schmitt,
Heidegger o Leo Strauss. Personalmente prefiero no llevar al límite, desde un
punto de vista de la crítica de la razón, la cuestión de si una modernidad
ambivalente puede estabilizarse únicamente por medio de las fuerzas seculares
de la razón comunicativa; lo mejor es huir de todo dramatismo y tratarla como
una mera cuestión empírica no resuelta. Con esto no pretendo contemplar el
hecho de la pervivencia de la religión en un entorno cada vez más secularizado
como un mero fenómeno social.
La filosofía debe tomar en serio este dato y
contemplarlo, por así decirlo, desde dentro, como un desafío cognitivo. Sin
embargo, antes de proseguir la discusión por esta línea, quisiera mencionar una
derivación plausible del diálogo en otra dirección. Debido a la creciente
radicalización de la crítica de la razón, la filosofía se ha implicado también
en la autorref lexión acerca de sus propios orígenes religioso-metafísicos, y
ocasionalmente también en el diálogo con una teología que, por su parte, busca
conectar con los intentos filosóficos de autoreflexión poshegeliana de la razón
(6). Excurso. Uno de los posibles puntos de arranque del discurso filosófico
sobre la razón y la revelación es una figura de pensamiento que reaparece
continuamente: la razón, al reflexionar acerca de sus fundamentos más
profundos, descubre que tiene su origen en otra cosa; y si no quiere perder su
orientación racional en el callejón sin salida de la autoapropiación híbrida, debe
aceptar el poder fatal de esa otra cosa.
Como modelo sirve el ejercicio de una mutación llevada a
cabo, o por lo menos puesta en marcha, mediante las propias fuerzas, una
conversión de la razón por medio de la razón; el desencadenante de la reflexión
puede ser la autoconciencia del sujeto cognoscente y actuante (como en
Schleiermacher), o la historicidad de la autoconfirmación existencial del
individuo (como en Kierkegaard), o el desgarro doloroso de los valores éticos
imperantes (como en Hegel, Feuerbach y Marx). A pesar de carecer inicialmente
de intención teológica, la razón que se hace consciente de sus propios límites
acaba convirtiéndose en otra cosa, sea por medio de la amalgama mística con una
conciencia de aspiraciones cósmicas, o la espera desesperada de un
acontecimiento histórico en forma de mensaje redentor, o la solidaridad
anticipatoria con los humillados y ofendidos, que pretende acelerar la
redención mesiánica. Estos dioses anónimos de la metafísica poshegeliana -la
conciencia de alcance cósmico, el acontecimiento inmemorial y la sociedad no
alienada- son presa fácil para la teología, pues se prestan a ser descifrados
como seudónimos de la trinidad del Dios personal que se comunica a sí mismo.
Estos intentos de renovación de una teología filosófica
después de Hegel despiertan, en cualquier caso, más simpatía que ese
nietzscheanismo que se limita a tomar prestados los conceptos, de connotación
cristiana, de escuchar y aprender, devoción y expectación de la gracia, llegada
y acontecimiento, a fin de proyectar un pensamiento vacío de proposiciones
hacia una era arcaica indefinida, más allá de Cristo y Sócrates. Frente a esto,
una filosofía consciente de su falibilidad y de su posición frágil dentro del
complejo edificio de la sociedad moderna, ha de insistir en la diferenciación
genérica, pero de ningún modo peyorativa, entre el discurso secular, que aspira
a ser accesible a todo el mundo, y el discurso religioso, que depende de
verdades reveladas. A diferencia de lo que sucede en Kant yHegel, esta
delimitación gramatical no se vincula con la aspiración filosófica de
determinar de modo autónomo qué hay de verdadero o falso en el contenido de las
tradiciones religiosas, más allá del saber mundano socialmente
institucionalizado. El respeto que va asociado a esa renuncia cognitiva al
juicio se fundamenta en la consideración hacia las personas y modos de vida que
claramente extraen su integridad y autenticidad de sus convicciones religiosas.
Pero hay algo más que respeto: a la filosofía no le faltan motivos para adoptar
ante las tradiciones religiosas una actitud dispuesta al aprendizaje.
4. A DIFERENCIA de la austeridad ética del
pensamiento posmetafísico, al que resulta ajeno todo concepto general
vinculante de vida buena y ejemplar, en los libros sagrados y las tradiciones
religiosas se articulan intuiciones de error y salvación, de la redención de
una vida que se experimenta como huera de esperanza, que han sido deletreadas
sutilmente durante milenios y refrescadas continuamente gracias a la hermenéutica.
Por eso en la vida de las comunidades religiosas, en la medida en que eviten el
dogmatismo y las restricciones a la conciencia, puede permanecer intacto algo
que en otros lugares se ha perdido y que no puede recuperarse sólo por medio
del saber profesional de los expertos: me refiero a la sensibilidad y la
capacidad de expresión diferenciada para hablar de la vida carente de objeto,
para las patologías sociales, para el fracaso de proyectos de vida individuales
y la deformación de contextos de vida desfigurados. A partir de la asimetría de
las aspiraciones epistémicas se puede fundamentar la disposicion de la
filosofía al aprendizaje con respecto a la religión, y no por motivos
funcionales, sino -en recuerdo de sus exitosos procesos de aprendizaje hegelianos-por
motivos de contenido. Como es sabido, la influencia recíproca del cristianismo
y la metafísica griega no sólo ha dado lugar a la concreción intelectual de la
dogmática teológica y a una helenización -no siempre positiva- del
cristianismo, sino que, por otro lado, también ha fomentado la asunción de
ideas genuinamente cristianas por parte de la filosofía.
Esa tarea de
apropiación se ha plasmado en redes de conceptos normativos fuertemente
connotados, como los de responsabilidad, autonomía y justificación, historia y
recuerdo, recomienzo, innovación y retorno, emancipación y realización,
renuncia, interiorización y encarnación, individualidad y comunidad. Esa tarea
ha transformado el sentido religioso original de los conceptos, pero sin
deflacionarlo y consumirlo hasta dejarlo vacío. Un ejemplo de ese tipo de
transformación salvadora es la traducción de la idea del ser humano a imagen y
semejanza de Dios a la idea de que todos los hombres poseen la misma dignidad,
que debe respetarse incondicionalmente. Así se expande el contenido de los
conceptos bíblicos más allá de las fronteras de una comunidad religiosa hacia
el público general de creyentes y no creyentes.
Por ejemplo, Walter Benjamin
logró más de una vez realizar ese tipo de transformaciones.A partir de esa
experiencia de la liberación secularizadora de potenciales de significado
encapsulados en la religión, podemos conferir un sentido no capcioso al teorema
de Böckenförde. Ya he mencionado el diagnóstico según el cual el equilibrio
conseguido en la modernidad entre los tres grandes medios de integración social
está en peligro debido a que los mercados y el poder administrativo expulsan de
cada vez más ámbitos de la vida la solidaridad social, es decir, la actuación
coordinada en lo que afecta a valores, normas y usos lingüísticos al servicio
del entendimiento. Por eso al Estado constitucional le conviene, por su propio
interés, tratar de modo respetuoso a todas las fuentes culturales de las que se
nutre la conciencia normativa y la solidaridad de los ciudadanos. Esa
conciencia que se ha vuelto conservadora se refleja en el discurso en torno a
lasociedad postsecular (7).
Con ello no se alude sólo al hecho constatable
de la supervivencia de la religión en un entorno crecientemente secularizado y
la persistencia en el tiempo de las comunidades religiosas. La expresión postsecular tampoco
se limita a pagar peaje público a las comunidades religiosas por su aportación
funcional a la reproducción de motivaciones y actitudes deseables. No: en la
conciencia pública de una sociedad postsecular se refleja, ante todo, una
visión normativa que tiene consecuencias para las relaciones políticas entre
ciudadanos no creyentes y ciudadanos creyentes. En la sociedad postsecular se
abre paso la noción de que lamodernización de la conciencia pública abarca
y modifica, por medio de la reflexión y de modo asincrónico, todas las
mentalidades, tanto las religiosas como las mundanas. Así, ambos bandos, si
entienden conjuntamente la secularización de la sociedad como un proceso de
aprendizaje complementario, pueden tomar en serio recíprocamente, y por motivos
cognitivos, sus respectivas aportaciones al debate público sobre temas sujetos
a controversia.
5. POR UN LADO, la conciencia religiosa se ha visto
forzada a llevar a cabo procesos de adaptación. Toda religión es
originariamente visión del mundo o doctrina omniabacadora, y
también en el sentido de que reclama la autoridad para estructurar en su
conjunto una forma de vida completa. La religión debería abandonar esa
aspiración a erigirse en monopolio de la interpretación y a organizar la vida
en todos sus aspectos, para lo cual deberían cumplirse condiciones como la
secularización del saber, la neutralización de la autoridad estatal y la
generalización de la libertad religiosa. Con la diferenciación funcional de los
sistemas sociales parciales, la vida de la comunidad religiosa se separa
también de sus entornos sociales.
El papel de miembro de la comunidad religiosa
se disocia del papel de miembro de la sociedad. Y como el Estado liberal
depende necesariamente de una integración política de los ciudadanos que vaya
más allá de un mero modus vivendi, esa disociación no debe agotarse en una
adaptación, privada de aspiraciones cognitivas, delethos religioso a las
leyes impuestas de la sociedad secular. Antes bien, el ordenamiento jurídico
universalista y la moral social igualitaria deben conectarse de modo interno
al ethosde la comunidad religiosa de modo que los primeros se deduzcan de
manera consistente a partir del segundo. Para esa inserción (Einbettung),
John Rawls escogió la imagen de un módulo: a pesar de que ha sido construido
sobre fundamentos ideológicamente neutrales, ese módulo de la justicia mundana
debe poder insertarse en los respectivos contextos de fundamentación ortodoxos
(8).
Esa expectación normativa con la que el Estado liberal
confronta a las comunidades religiosas se da la mano con los intereses propios
de dichas comunidades en la medida en que de este modo se les abre la
posibilidad de ejercer, a través de la opinión pública política, una influencia
sobre la sociedad en su conjunto. Ciertamente, las consecuencias de la
tolerancia, como muestran las distintas regulaciones del aborto más o menos
liberales, no reparten simétricamente entre creyentes y no creyentes; pero
también la conciencia secular tiene que pagar un precio por el ejercicio de la
libertad religiosa negativa. De ella se espera la práctica de una
autorreflexión que permita familiarizarse con los límites de la ilustración.
En las sociedades pluralistas dotadas de una constitución
liberal, el concepto de tolerancia fuerza a los creyentes a comprender, en su
trato con los no creyentes o los creyentes de otras religiones, que deben
contar, razonablemente, con el desacuerdo persistente de aquellos; pero por el
otro lado, en el marco de una cultura política liberal también se fuerza a los
no creyentes a asumir esa misma posibilidad en su trato con los creyentes. Para
el ciudadano carente de oídopara la religión, esto significa la nada
trivial exigencia de determinar autocríticamente la relación entre la fe y el
saber desde la perspectiva del saber global. Y es que la expectativa de una
falta de coincidencia persistente entre la fe y el saber sólo merece el
calificativo de racional si, a su vez, a las convicciones religiosas
también se les concede, desde el punto de vista del saber secular, un estado
epistémico no totalmente irracional. Por eso, en la opinión pública política,
las visiones del mundo naturalistas, deudoras de una elaboración especulativa
de informaciones científicas, y relevantes para la autoconciencia ética de los
ciudadanos (9), no tienen ni mucho menos Preponderancia prima facie ante
las concepciones ideológicas o religiosas que les hacen la competencia. La
neutralidad ideológica de la autoridad estatal, que garantiza las mismas
libertades éticas para todos los ciudadanos, es incompatible con la
generalización política de una visión del mundo secularista.
Los ciudadanos secularizados, en la medise da en que
actúen en su papel de ciudadanos del Estado, no deben negarles en principio a
las visiones del mundo religiosas un potencial de verdad, ni negarles a sus
conciudadanos creyentes el derecho a hacer aportaciones a los debates públicos
utilizando un lenguaje religioso. Una cultura política liberal puede esperar
incluso de los ciudadanos secularizados que tomen parte en los esfuerzos para
traducir las aportaciones relevantes del lenguaje religioso a un lenguaje más
accesible al público en general (10).
NOTAS:
1. E.-W. Böckenförde, ´Die Entstehung des Staates als
Vorgang der Säkularisation´(1967), en: varios, Recht, Staat, Freiheit,
Frankfurt (1991), página 92 y siguientes, aquí 112
2. J. Habermas, Die Einbeziehung des Anderen, Frankfurt (1996)
2. J. Habermas, Die Einbeziehung des Anderen, Frankfurt (1996)
3. J. Habermas, Faktizität und Geltung, Frankfurt (1992), capítulo III
4. H. Brunkhorst, Der lange Traducción: Joan Parra Schatten des taatswillenspositivismus, Leviathan, 31 ,(2003), p. 362-381
5. Böckenförde (1991), pág. 111
6. P. Neuner, G. Wenz (Hg.), Theologen des 20. Jahrhunderts, Darmstadt (2002)
7. K. Eder, ‘Europäische Säkularisierung – ein Sonderweg in die postsäkulare
Gesellschaft?’ Berliner Journal für Soziologie, Cuaderno 3 ( 2002), pág.
331-343
8. J. Rawls, Politischer Liberalismus, Frankfurt (1998), página 76 y siguientes
9. Como ejemplo, W. Singer, ‘Keiner kann anders sein, als er ist. Verschaltungen legen uns fest: Wir sollten aufhören, von Freiheit zu reden’, Frankfurter Allgemeine Zeitung , 8 de enero del 2004, página 33
10. J. Habermas, Glauben und Wissen, Frankfurt (2001)
Traducción: Joan Parra
JOSEPH RATZINGER
En la época de aceleración del ritmo de la evolución
histórica en la que nos encontramos, hay, a mi entender, ante todo dos factores
característicos de un fenómeno que hasta ahora se había venido desarrollando
lentamente: por un lado, la formación de una sociedad global en la que los
distintos poderes políticos, económicos y culturales se han vuelto cada vez más
interdependientes y se rozan e interpenetran recíprocamente en sus respectivos
espacios vitales. El otro es el desarrollo de las posibilidades humanas, del
poder de crear y destruir, que suscita mucho más allá de lo acostumbrado la
cuestión acerca del control jurídico y ético del poder.
Por lo tanto, adquiere
especial fuerza la cuestión de cómo las culturas en contacto pueden encontrar
fundamentos éticos que conduzcan su convergencia por el buen camino y puedan
construir una forma común, jurídicamente legitimada, de delimitación y
regulación del poder. El eco que ha encontrado el proyecto de ética
global presentado por Hans Küng muestra, en cualquier caso, que la
cuestión está abierta. Y eso no cambia aunque se acepte la perspicaz crítica
que Spaemann dirige a ese proyecto (1), ya que a los dos factores mencionados
anteriormente se añade otro: en el proceso del encuentro y la interpenetración
de las culturas se han quebrado en buena parte una serie de certezas éticas que
hasta ahora resultaban fundamentales. La cuestión de qué es entonces realmente
el bien, especialmente en el contexto dado, y por qué hay que hacer el bien,
aunque sea en perjuicio propio, es una pregunta básica que sigue careciendo de
respuesta.
Me parece evidente que la ciencia como tal no puede
generar una ética, y que por lo tanto no puede obtenerse una conciencia ética
renovada como producto de los debates científicos. Por otro lado, es
indiscutible que la modificación fundamental de la imagen del mundo y el ser
humano a consecuencia del incremento del conocimiento científico ha contribuido
decisivamente a la ruptura de las antiguas certezas morales. Por lo tanto, sí
existe una responsabilidad de la ciencia hacia el ser humano como tal, y
especialmente una responsabilidad de la filosofía, que debería acompañar de
modo crítico el desarrollo de las distintas ciencias, y analizar críticamente
las conclusiones precipitadas y certezas aparentes acerca de la verdadera
naturaleza del ser humano, su origen y el propósito de su existencia, o , dicho
de otro modo, expulsar de los resultados científicos los elementos acientíficos
con los que a menudo se mezclan, y así mantener abierta la mirada hacia las
dimensiones más amplias de la verdad de la existencia humana, de los que la
ciencia solo permite mostrar aspectos parciales.
PODER Y LEY. En un sentido concreto, es tarea de la
política someter el poder al control de la ley a fin de garantizar que se haga
un uso razonable de él. No debe imponerse la ley del más fuerte, sino la fuerza
de la ley. El poder sometido a la ley y puesto a su servicio es el polo opuesto
a la violencia, que entendemos como ejercicio del poder prescindiendo del
derecho y quebrantándolo. Por eso es importante para toda sociedad superar la
tendencia a desconfiar del derecho y sus ordenamientos, pues solo así puede
cerrarse el paso a la arbitrariedad y se puede vivir la libertad como algo
compartido por toda la comunidad. La libertad sin ley es anarquía y por ende
destrucción de la libertad. La desconfianza hacia la ley, la revuelta contra la
ley se producirán siempre que ésta deje de ser expresión de una justicia al
servicio de todos y se convierta en producto de la arbitrariedad, en abuso por
parte de los que tienen el poder para hacer las leyes.
La tarea de someter el poder al control de la ley nos
lleva, en fin, a otra cuestión: ¿de dónde surge la ley, y cómo debe estar
configurada para que sea vehículo de la justicia y no privilegio de aquellos
que tienen el poder de legislar? Por un lado se plantea, pues, la cuestión del
origen de la ley, pero por el otro también la cuestión de cuáles son sus
propias proporciones internas. La necesidad de que la ley no sea instrumento de
poder de unos pocos, sino expresión del interés común de todos, parece, al
menos en primera instancia, satisfecha gracias a los instrumentos de la
formación democrática de la voluntad popular, ya que estos permiten la
participación de todos en la creación de la ley, y en consecuencia la ley
pertenece a todos y puede y debe ser respetada como tal. Efectivamente, el
hecho de que se garantice la participación colectiva en la creación de las
leyes y en la administración justa del poder es el motivo fundamental para
considerar la democracia como la forma más adecuada de ordenamiento político.
Y, sin embargo, a mi entender queda una pregunta por
responder. Dado que difícilmente puede lograrse la unanimidad entre los seres
humanos, los procesos de decisión deben echar mano imprescindiblemente de
mecanismos como, por un lado, la delegación, y por el otro la decisión de la
mayoría, esta última de distintos grados según la importancia de la cuestión a
decidir. Pero las mayorías también pueden ser ciegas o injustas. La historia
nos proporciona sobrados ejemplos de ello. Cuando una mayoría, por grande que
sea, sojuzga mediante leyes opresoras a una minoría, por ejemplo religiosa o
racial, ¿puede hablarse de justicia, o incluso de derecho en sentido estricto?
Así, el principio de la decisión mayoritaria no resuelve tampoco la cuestión de
los fundamentos éticos del derecho, la cuestión de si existen cosas que nunca
pueden ser justas, es decir, cosas que son siempre por sí mismas injustas, o,
inversamente, cosas que por su naturaleza siempre sean irrevocablemente justas
y que por lo tanto estén por encima de cualquier decisión mayoritaria y deban
ser respetadas siempre por ésta.
La era contemporánea ha formulado, en las diferentes
declaraciones de los derechos humanos, un repertorio de elementos normativos de
ese tipo y los ha sustraído al juego de las mayorías. La conciencia de nuestros
días puede muy bien darse por satisfecha con la evidencia interna de esos
valores. Pero esa clase de autolimitación de la indagación también tiene
carácter filosófico. Existen, pues, valores que se sustentan por sí mismos, que
tienen su origen en la esencia del ser humano y que por tanto son intocables
para todos los poseedores de esa esencia. Más adelante volveremos a hablar del
alcance de una representación semejante, sobre todo teniendo en cuenta que hoy
en día esa evidencia no está reconocida ni mucho menos en todas las culturas.
El islam ha definido un catálogo propio de los derechos humanos, divergente del
occidental. En China impera hoy una forma cultural procedente de Occidente, el
marxismo, pero eso no impide a sus dirigentes preguntarse -si estoy bien
informado- si los derechos humanos no serán acaso un invento típicamente
occidental que debe ser cuestionado.
NUEVAS FORMAS DE PODER Y NUEVAS CUESTIONES EN TORNO A SU
CONTROL.Cuando se habla de la relación entre el poder y la ley y de los
orígenes del derecho, debe contemplarse también con atención el fenómeno del
poder mismo. No pretendo definir la naturaleza del poder como tal, sino esbozar
los desafíos que se derivan de las nuevas formas de poder que se han
desarrollado en los últimos cincuenta años. En los primeros años posteriores a
la Segunda Guerra Mundial imperaba el horror ante el nuevo poder de destrucción
que había adquirido el ser humano con la invención de la bomba atómica. El
hombre se veía de repente capaz de destruirse a sí mismo y a su planeta. Se
imponía la pregunta: ¿qué mecanismos políticos son necesarios para impedir esa
destrucción? ¿Cómo pueden crearse esos mecanismos y hacerlos efectivos? ¿Cómo
pue-den movilizarse las fuerzas éticas capaces de dar cuerpo a esas formas
políticas y dotarlas de efectividad? Pero lo que nos preservó de
facto de los horrores de la guerra nuclear durante un largo periodo fue la
competencia entre los bloques de poder opuestos y su temor a desencadenar su
propia destrucción si provocaban la del otro. La limitación recíproca del poder
y el temor por la propia supervivencia se revelaron como las únicas fuerzas
capaces de salvar a la humanidad.
Lo que nos angustia en nuestros días no es el temor a una
guerra a gran escala, sino el miedo al terror omnipresente, que puede golpear
eficazmente en cualquier momento y lugar. Ahora nos damos cuenta de que la
humanidad no necesita una guerra a gran escala para hacer imposible la vida en
el planeta. Los poderes anónimos del terror, que pueden hacerse presentes en
todo lugar, son lo bastante fuertes para infiltrarse en nuestra vida cotidiana,
y ello sin excluir que elementos criminales puedan tener acceso a los grandes
potenciales de destrucción y desencadenar así el caos a escala mundial desde
fuera de las estructuras políticas. Así, la cuestión en torno a la ley y la
ética se ha desplazado hacia otro terreno: ¿de qué fuentes se alimenta el
terrorismo? ¿Cómo podemos poner freno desde dentro a esa nueva enfermedad del
género humano?A este respecto, resulta muy inquietante que el terrorismo
consiga, aunque sea parcialmente, dotarse de legitimidad. Los mensajes de Bin
Laden presentan el terror como la respuesta de los pueblos excluidos y
oprimidos a la arrogancia de los poderosos, como el justo castigo a la soberbia
de estos y a su autoritarismo y crueldad sacrílegos. Parece claro que esa clase
de motivaciones resultan convincentes para las personas que viven en
determinados entornos sociales y políticos. En parte, el comportamiento
terrorista también es presentado como defensa de la tradición religiosa frente
al carácter impío de la sociedad occidental.
En este punto cabe hacerse una pregunta sobre la que
igualmente deberemos volver después: si el terrorismo se alimenta también del
fanatismo religioso -y efectivamente, así es-, ¿debemos considerar la religión
como un poder redentor y salvífico o más bien como una fuerza arcaica y
peligrosa, que erige falsos universalismos y conduce, con ellos, a la intolerancia
y el terror? ¿No debería la religión ser sometida a la tutela de la razón y
limitada severamente?Y en tal caso, ¿quién sería capaz de hacerlo? ¿Cómo habría
que hacerlo? Pero la pregunta más importante sigue siendo: si la religión se
pudiera ir suprimiendo paulatinamente, si se pudiera ir superando,
¿representaría tal cosa un necesario progreso de la humanidad en su camino
hacia la libertad y la tolerancia universal o no?
En los últimos tiempos ha pasado a primer plano otra
forma de poder que en principio aparenta ser de naturaleza plenamente benéfica
y digna de todo aplauso, pero que en realidad puede convertirse en una nueva
forma de amenaza contra el ser humano. Hoy en día, el hombre es capaz de crear
hombres, de fabricarlos en una probeta, por así decirlo. El ser humano se
convierte así en producto, y con ello se invierte radicalmente la relación del
ser humano consigo mismo. Ya no es un regalo de la naturaleza o del Dios
creador: es un producto de sí mismo. El hombre ha penetrado en el sanctasanctórum
del poder, ha descendido al manantial de su propia existencia. La tentación de
intentar construir ahora por fin el ser humano correcto, de experimentar con
seres humanos, y la tentación de ver al ser humano como un desecho y en
consecuencia quitarlo de en medio, no es ninguna creación fantasiosa de
moralistas enemigos del progreso.
Si antes habíamos de preguntarnos si la religión es
realmente una fuerza moral positiva, ahora debemos poner en duda que la razón
sea una potencia fiable. Al fin y al cabo, también la bomba atómica fue un
producto de la razón; al fin y al cabo, la crianza y selección de seres humanos
han sido también concebidos por la razón. ¿No sería, pues, ahora la razón lo
que debe ser sometido a vigilancia? Pero ¿quién o qué se encargaría de ello? ¿O
quizá sería mejor que la religión y la razón se limitaran recíprocamente, se
contuvieran la una a la otra y se ayudaran mutuamente a enfilar el buen camino?
En este punto se plantea de nuevo la cuestión de cómo, en una sociedad global
con sus mecanismos de poder y con sus fuerzas desencadenadas, así como con sus
diferentes puntos de vista acerca del derecho y la moral, es posible encontrar
una evidencia ética eficaz con suficiente capacidad de motivación y autoridad
para dar respuesta a los desafíos que he apuntado y ayudar a superarlos.
FUNDAMENTOS DEL DERECHO: LEY-NATURALEZA-RAZÓN. En
este punto se impone ante todo echar una mirada a situaciones históricas
comparables a la nuestra, suponiendo que sea posible la comparación. En
cualquier caso vale la pena recordar brevemente que Grecia también tuvo su
propia Ilustración, que la validez del derecho fundamentado en lo divino dejó
de ser evidente y que se hizo necesario indagar en busca de fundamentos más
profundos del derecho. Así nació la idea de que frente al derecho positivo, que
podía ser injusto, debía existir un derecho que surgiera de la naturaleza, de
la esencia del hombre, y que había que encontrarlo y usarlo para corregir los
defectos del derecho positivo.
En una época más cercana a nosotros, podemos examinar la
doble fractura que se produjo en la conciencia europea en el inicio de la
modernidad, y que puso las bases para una nueva reflexión sobre el contenido y
los orígenes del derecho.
En primer lugar está el desbordamiento de las fronteras
del mundo europeo-cristiano, que se consumó con el descubrimiento de América.
En ese momento se entró en contacto con pueblos ajenos al entramado de la fe y
el derecho cristianos, que hasta entonces había sido el origen y el modelo de
la ley para todos. No había nada en común con esos pueblos en el terreno
jurídico. Pero ¿eso significaba que carecían de leyes, como algunos afirmaron
-y pusieron en práctica- por entonces, o bien había que postular la existencia
de un derecho que, situado por encima de todos los sistemas jurídicos,
vinculara y guiara a los seres humanos cuando entraran en contacto diferentes
culturas? Ante esa situación, Francisco de Vitoria puso nombre una idea que ya
estaba flotando en el ambiente: la del ius gentium (literalmente elderecho
de los pueblos), donde la palabra gentes se asocia, sobre todo, a la
idea de paganos, de no cristianos. Se trata de una concepción del derecho como
algo previo a la concreción cristiana del mismo, y que debe regular la correcta
relación entre todos los pueblos.
La segunda fractura en el mundo cristiano se produjo
dentro de la cristiandad misma debido al cisma, que dividió la comunidad de los
cristianos en diversas comunidades opuestas entre sí, a veces de modo hostil.
De nuevo fue necesario desarrollar una noción del derecho previa al dogma, o
por lo menos una base jurídica mínima cuyos fundamentos no podían estar ya en
la fe, sino en la naturaleza, en la razón del hombre. Hugo Grotius, Samuel von
Pufendorf y otros desarrollaron la idea del derecho natural como una ley basada
en la razón, que otorga a ésta la condición de órgano de construcción común del
derecho, más allá de las fronteras entre confesiones.
El derecho natural ha seguido siendo -en especial en la
Iglesia católica- la figura de argumentación con la que se apela a la razón
común en el diálogo con la sociedad secular y con otras comunidades religiosas
y se buscan los fundamentos para un entendimiento en torno a los principios
éticos del derecho en una sociedad secular pluralista. Pero por desgracia el
derecho natural ha dejado de ser una herramienta fiable, de modo que en este
diálogo renunciaré a basarme en él.
La idea del derecho natural presuponía un
concepto de naturaleza en el que naturaleza y razón se daban la mano y la
naturaleza misma era racional. Pero esta visión ha entrado en crisis con el
triunfo de la teoría de la evolución. La naturaleza como tal, se nos dice, no
es racional, aunque existan en ella comportamientos racionales: ese es el
diagnóstico evolucionista, que hoy en día parece poco menos que indiscutible
(2). De las diferentes dimensiones del concepto de naturaleza en las que se
fundamentó originariamente el derecho natural, solo permanece, pues, aquella
que Ulpiano (principios del siglo III después de Cristo) resumió en la conocida
frase: “Ius naturae est, quod natura omnia animalia docet” (3). Pero
precisamente esa idea no basta para nuestra indagación, en la que no se trata
de aquello que afecta a todos los animalia, sino de cuestiones que
corresponden específicamente al hombre, que han surgido de la razón humana y
que no pueden resolverse sin recurrir a la razón.
El último elemento que queda en pie del derecho natural
(que en lo más hondo pretendía ser un derecho racional, por lo menos en la
modernidad) son los derechos humanos, los cuales no son comprensibles si no se
acepta previamente que el hombre por sí mismo, simplemente por su pertenencia a
la especie humana, es sujeto de derechos, y su existencia misma es portadora de
valores y normas, que pueden encontrarse, pero no inventarse. Quizá hoy en día
la doctrina de los derechos humanos debería complementarse con una doctrina de
los deberes humanos y los límites del hombre, y esto podría quizá ayudar a
renovar la pregunta en torno a si puede existir una razón de la naturaleza y
por lo tanto un derecho racional aplicable al hombre y su existencia en el
mundo. Un diálogo de esas características solo sería posible si se llevara a
cabo y se interpretara a escala intercultural. Para los cristianos ese concepto
tendría que ver con la Creación y el Creador. En el mundo hindú correspondería
al concepto del Dharma, la ley interna del ser, y en la tradición china a
la idea de los órdenes del cielo.
LA INTERCULTURALIDAD Y SUS CONSECUENCIAS. Antes de
intentar llegar a alguna conclusión, quisiera transitar brevemente por la senda
en la que acabo de adentrarme. A mi entender, hoy en día la interculturalidad
es una dimensión imprescindible de la discusión en torno a cuestiones
fundamentales de la naturaleza humana, que no puede dirimirse únicamente dentro
del cristianismo ni de la tradición racionalista occidental. Es cierto que
ambos se consideran, desde su propia perspectiva, fenómenos universales, y lo
son quizá también de iure; pero de facto tienen que reconocer que solo son
aceptados en partes de la humanidad, y solo para esas partes de la humanidad
resultan comprensibles. Con todo, el número de las culturas en competencia es
en realidad mucho más limitado de lo que podría parecer.
Ante todo es importante tener en cuenta que dentro de los
diferentes espacios culturales no existe unanimidad, y todos ellos están
marcados por profundas tensiones en el seno de su propia tradición cultural. En
Occidente esto salta a la vista. Aunque la cultura secular rigurosamente
racional, de la que el señor Habermas nos acaba de dar un excelente ejemplo,
ocupa un papel predominante y se concibe a sí misma como el elemento
cohesionador, lo cierto es que la concepción cristiana de la realidad sigue
siendo una fuerza activa. A veces, estos polos opuestos se encuentran más
cercanos o más lejanos, y más o menos dispuestos a aprender el uno del otro o
rechazarse mutuamente.
También el espacio cultural islámico está atravesado por
tensiones similares; hay una gran diferencia entre el absolutismo fanático de
un Bin Laden y las posturas abiertas a la racionalidad y la tolerancia. El
tercer gran espacio cultural, la civilización india, o, más exactamente, los
espacios culturales del hinduismo y el budismo, están también sujetos a
tensiones parecidas, por más que, al menos desde nuestro punto de vista, puedan
parecer menos dramáticas.
También esas culturas, a su vez, se ven sometidas a
la presión de la racionalidad occidental y a la de la fe cristiana, ambas
presentes en sus ámbitos, y asimilan tanto una cosa como la otra de formas muy
variables, sin dejar de mantener pese a todo su propia identidad. Las culturas
tribales de África (y también las de América Latina, que experimentan un
resurgimiento gracias a la acción de determinadas teologías cristianas)
completan el panorama. En buena parte parecen poner en cuestión la racionalidad
occidental, pero al mismo tiempo también la aspiración universal de la
revelación cristiana.
¿Qué se deduce de todo esto?
Para empezar, tal como lo
veo, el hecho de que las dos grandes culturas de Occidente, la de la fe
cristiana y la de la racionalidad secular, no son universales, por más que
ambas ejerzan una influencia importante, cada una a su manera, en el mundo
entero y en todas las demás culturas. En ese sentido, la pregunta del compañero
iraní del señor Habermas me parece de una cierta entidad; se preguntaba si
desde el punto de vista de la sociología de la religión y la comparación entre
culturas, no sería la secularización europea la anomalía necesitada de
corrección. Personalmente no creo imprescindible, ni siquiera necesario, buscar
la clave de esa pregunta en la atmósfera intelectual de Carl Schmitt, Martin
Heidegger y Leo Strauss, es decir, de una situación europea marcada por la
fatiga del racionalismo. Lo cierto es, en cualquier caso, que nuestra
racionalidad secular, por más plausible que aparezca a la luz de nuestra razón
configurada a la manera de Occidente, no es capaz de acceder a toda ratio,
y que en su intento de hacerse innegable acaba topando con sus límites. Su
evidencia está ligada fácticamente a determinados contextos culturales, y debe
reconocer que no es reproducible como tal en el conjunto de la humanidad y, en
consecuencia, no puede ser operativa a escala global. En otras palabras, no
existe una definición del mundo, ni racional, ni ética ni religiosa con la que
todos estén de acuerdo y que pueda servir de soporte para todas las culturas; o
por lo menos actualmente es inalcanzable. Por eso mismo, esa ética denominada global tampoco
pasa de ser una mera abstracción.
CONCLUSIONES. ¿Qué se puede hacer, pues? En lo que
respecta a las consecuencias prácticas, estoy en gran medida de acuerdo con lo
expuesto por el señor Habermas acerca de la sociedad postsecular, la disposición
al aprendizaje y la autolimitación por ambas partes. Voy a resumir mi propio
punto de vista en dos tesis y con ello concluiré mi intervención.
1. Hemos visto que en la religión existen patologías
sumamente peligrosas, que hacen necesario contar con la luz divina de la razón
como una especie de órgano de control encargado de depurar y ordenar una y otra
vez la religión, algo que, por cierto, ya preveían los padres de la Iglesia
(4). Pero a lo largo de nuestras reflexiones hemos visto igualmente que también
existen patologías de la razón (de las que la humanidad hoy en día no es
consciente, por lo general), una desmesurada arrogancia de la razón que resulta
incluso más peligrosa debido a su potencial eficiencia: la bomba atómica, el
ser humano entendido como producto. Por eso también la razón debe,
inversamente, ser consciente de sus límites y aprender a prestar oído a las
grandes tradiciones religiosas de la humanidad. Cuando se emancipa por completo
y pierde esa disposición al aprendizaje y esa relación correlativa, se vuelve
destructiva.
Hace poco, Kurt Hübner formuló una exigencia similar,
afirmando que esa tesis no implica un inmediato “retorno a la fe”, sino “que
nos liberemos de la idea enormemente falsa de que la fe ya no tiene nada que
decir a los hombres de hoy en día, porque contradice su concepto humanista de
la razón, la ilustración y la libertad” (5). De acuerdo con esto, yo hablaría
de la necesidad de una relación correlativa entre razón y fe, razón y religión,
que están llamadas a depurarse y redimirse recíprocamente, que se necesitan
mutuamente y que deben reconocerlo ante el otro lado.
2. Esta regla básica debe concretizarse luego de
modo práctico en el contexto intercultural de nuestro presente. Sin duda, los
dos grandes agentes de esa relación correlativa son la fe cristiana y la
racionalidad secular occidental. Esto puede y debe afirmarse sin caer en un
equivocado eurocentrismo. Ambos determinan la situación mundial en una medida
mayor que las demás fuerzas culturales. Pero eso no significa que las otras
culturas puedan dejarse de lado como una especie de quantité négligeable.
Eso representaría una muestra de arrogancia occidental que pagaríamos muy cara
y que de hecho ya estamos pagando en parte. Es importante que las dos grandes
componentes de la cultura occidental se avengan a escuchar y desarrollen una
relación correlativa también con esas culturas. Es importante darles voz en el
ensayo de una correlación polifónica en el que ellas mismas descubran lo que
razón y fe tienen de esencialmente complementario, a fin de que pueda
desarrollarse un proceso universal de depuración en el que, al cabo, todos los
valores y normas conocidos o intuidos de algún modo por los seres humanos
puedan adquirir una nueva luminosidad, a fin de que aquello que mantiene unido
el mundo recobre su fuerza efectiva en el seno de la humanidad.
NOTAS:
1. R. Spaemann, ‘Weltethos als Projekt’, en: Merkur
570/571, páginas 893-904
2. La presentación más brillante de esa filosofía de la evolución, todavía
dominante a pesar de algunas correcciones de detalle, se encuentra en J. Monod,
El azar y la necesidad, Tusquets, Barcelona 1993. Para la distinción de los
resultados efectivos de la investigación frente a las filosofía que los
acompaña, véase R. Junker – S. Scherer (Hg.), Evolution. Ein kritisches
Lehrbuch, 4. A., Gießen 1998. Sobre la discusión en torno a la filosofía que
acompaña a la teoría de la evolución: J. Ratzinger, Fe, verdad y tolerancia,
Sígueme, Salamanca (2005)
3. Sobre las tres dimensiones del derecho natural medieval (dinámica del ser en general, finalidad de naturaleza común a seres humanos y animales finalidad específica de la naturaleza racional del ser humano) véanse las observaciones formuladas en el artículo de Ph. Delhaye, Naturrecht, en: LThK2 VII 821-825. Es interesante el concepto de derecho natural que figura al inicio del Decretum Gratiani: “Humanum genus duobus regitur, naturali videlicit iure, et moribus”. “Ius naturale est, quod in lege et Evangelio continetur, quo quisque iubetur, alii facere, quod sibi vult fieri, et prohibetur, alii inferre, quod sibi nolit fieri”
4. Este asunto he intentado tratarlo con más detalle en mi libro mencionado en
la nota 2 (Fe, verdad y tolerancia); véase también M. Fiedrowicz, Apologie im
frühen Christentum, 2. A., Paderborn (2001) 5. K. Hübner, Das Christentum im
Wettstreit der Religionen, Tübingen (2003), página 148
Publicado por Biblioteca Escéptica en mayo 7, 2009
Traducción: Joan Parra
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