«Todos los hombres nacen y permanecen libres e iguales»,
enuncia la Declaración Universal de los Derechos Humanos y del Ciudadano
firmada de 1789 y ratificada por la Organización de las Naciones Unidas en
1948. El economista francés Thomas Piketty, autor del famosísimo El Capital en
el Siglo XXI (dos millones y medio de ejemplares vendidos en todo el mundo)
entrega una minuciosa y demoledora exploración sobre esa ilusión igualitaria en
el último libro que acaba de publicar en Francia: Capital et idéologie.
[Capital
e ideología].
Como la precedente, esta obra consta de 1.200 páginas, se
apoya en la historia del mundo y en una forma renovada de emplear las
estadísticas para ofrecer un vertiginoso recorrido desde el presente hasta los
orígenes de las desigualdades. Allí donde se mire, sea cual fuere la época y el
régimen político, la desigualdad es una constante a lo largo de la historia de
la humanidad cuyo principio o justificación responde, según Thomas Piketty, a
una «ideología». Ese es la esfera central en torno a la cual se mueve toda la
reflexión del libro: «la desigualdad es ideológica y política». En ningún caso
es una cuestión «económica o tecnológica», y, menos aún, como lo alega desde
hace décadas la derecha liberal, sus causas son «naturales».
Ya se trate del modelo chino de desarrollo, de las castas
en la India, del New Deal de Roosevelt, divisiones como nobleza, pueblo o
clérigo, clase obrera o burguesía, todas las desigualdades están organizadas.
Piketty escribe: «cada régimen desigual reposa, en el fondo, sobre una teoría
de la justicia. Las desigualdades deben estar justificadas y apoyarse sobre una
visión plausible y coherente de la organización social y política ideales». La desigualdad
es, en este contexto, un instrumento de la gestión de las sociedades que las
ideologías convierten en necesarias. «Cada sociedad humana debe justificar sus
desigualdades –apunta Piketty–: hay que encontrarles razones sin las cuales
todo el edificio político y social amenaza con derrumbarse. Cada época produce
así un conjunto de discursos e ideologías contradictorias que apuntan a
legitimar la desigualdad».
Capital e ideología desmonta uno tras otro las narrativas
que la derecha liberal instaló en casi todo el planeta. No existen, alega
Piketty, «leyes fundamentales», menos aún raíces «naturales» de la desigualdad,
ni tampoco se trata de «injusticias necesarias» para que el sistema funcione.
El gran relato liberal se armó desde el Siglo XIX con la idea de las famosas
«meritocracia» y su más moderna versión: «la igualdad de oportunidades». Ese
relato es falso y es preciso, anota el autor,” reescribir un relato
alternativo”.
Piketty define ese relato dominante como «propietarista,
empresarial y meritocrático», cuyo hilo conductor consiste en afirmar que «la
desigualdad moderna es justa porque esta se desprende de un proceso elegido
libremente en el cual cada uno tiene las mismas posibilidades de acceder al
mercado y a la propiedad, donde cada uno se beneficia espontáneamente de las
acumulaciones de los más ricos, quienes también son los más emprendedores, los
que más merecen y los más útiles». El economista francés demuestra la
fragilidad galopante de ese gran relato liberal, así como sus abismales contradicciones,
tanto más cuanto que ese principio de la desigualdad necesaria ya no se puede
«justificar más en nombre del interés general».
Piketty explica que la
meritocracia que se expandió como modelo exclusivo desde los años 80 equivale a
una suerte de carta mágica que les permite a sus promotores «justificar
cualquier nivel de desigualdad sin tener que examinarla y, de paso,
estigmatizar a los perdedores por su falta de mérito, de virtud y de
diligencia». La modernidad económica se caracteriza así por «culpabilizar a los
pobres» y, también, por un «conjunto de prácticas discriminatorias y
desigualdades de estatuto y etno-religiosas».
Piketty sitúa el inicio del ciclo más poderoso de la
desigualdad a finales de la Primera Guerra Mundial (1914-1918), cuando se
destruyó y se redefinió «la muy desigual globalización comercial y financiera
que estaba en curso en la Belle Époque». Desde entonces hasta nuestro Siglo XXI
queda un tendal de destrucción social, que es la amenaza que preside todos los
trastornos. El economista advierte: «si no se transforma profundamente el
sistema económico actual para tornarlo menos desigual, más equitativo y más
duradero, tanto entre los países como dentro de ellos, entonces el ‘populismo’
xenófobo y sus posibles éxitos electorales por venir podrían rápidamente
entablar el movimiento de destrucción de la globalización híper-capitalista y
digital de los años 1990-2020».
Esta obra frondosa y en nada pesimista se inscribe en una
cultura de la reconstrucción y la reformulación y no en un mero catálogo de
calamidades o diagnósticos sobre la nocividad del liberalismo. Está muy alejada
de esa producción vestida de progresista y empeñada en describir el mal sin que
haya otra alternativa que aceptarlo o sucumbir. Piketty diseña varios horizontes.
No es un libro no de ruptura sino de replanteamientos. No se propone la
destrucción del sistema sino su comprensión histórica, su replanteamiento y,
sobre todo, la desconstrucción de la retórica liberal que ha justificado hasta
ahora todas las desigualdades en nombre de imaginarios «fundamentos naturales y
objetivos».
Piketty no solo afirma que hay muchas vidas fuera del
sistema, sino que, también, cada vez que se intentó modificarlo la existencia
humana mejoró.
En el prólogo del libro, Piketty resalta: «de este análisis
histórico emerge una conclusión importante: fue el combate por la igualdad y la
educación el que permitió el desarrollo económico y el progreso humano, y no la
sacralización de la propiedad, de la estabilidad y de la desigualdad». Los
procesos de impugnación de la desigualdad por parte de la sociedad civil han
sido en este sentido decisivos para cambiar el rumbo: «en su conjunto, las
diversas rupturas y procesos revolucionarios y políticos que permitieron
reducir y transformar las desigualdades del pasado fueron un inmenso éxito, al
tiempo que desembocaron en la creación de nuestras instituciones más valiosas,
aquellas que, precisamente, permitieron que la idea de progreso humano se
volviera una realidad».
No hay, de hecho, ningún determinismo, es decir, ninguna
condena a la cadena perpetua de la desigualdad. Existen y existirán
alternativas. «En todos los niveles de desarrollo, existen múltiples maneras de
estructurar un sistema económico, social y político, de definir las relaciones de
propiedad, organizar un régimen fiscal o educativo, tratar un problema de deuda
pública o privada, de regular las relaciones entre las distintas comunidades
humanas
(…) Existen varios caminos posibles capaces de organizar una sociedad y
las relaciones de poder y de propiedad dentro de ella». Esas posibilidades
latentes están más abiertas en nuestra época, «donde algunos caminos pueden
constituir una superación del capitalismo mucho más real que la vía que promete
su destrucción sin preocuparse por lo que seguirá».
Comprender la historia conjunta del capital y la
ideología/desigualdad equivale a «elaborar un relato más equilibrado y a trazar
los contornos de un socialismo participativo para el Siglo XXI; es decir,
imaginar un nuevo horizonte igualitario de alcance universal, una nueva
ideología de la igualdad, de la propiedad social, de la educación y del reparto
de los saberes y de los poderes, más optimista ante la naturaleza humana».
Esta amplísima lectura de la historia invita a
reescribirla en los hechos. Por ejemplo, con esa idea de un «socialismo
participativo», Piketty presenta una serie de ideas y propuestas con el
objetivo de refutar la tendencia congelada: «las desigualdades actuales y las
instituciones del presente no son las únicas posibles, pese a lo que puedan
pensar los conservadores: ambas están también llamadas a transformarse y a
reinventarse permanentemente». Así como no hay ningún «determinismo» o causa
«natural» de la desigualdad tampoco cabe pensar que su erradicación es
automática. «El progreso humano no es lineal –escribe Piketty–. Sería un error
partir de la hipótesis según la cual todo siempre irá mejor, que la libre
competencia de las potencias estatales y de los actores económicos basta para
conducirnos como por milagro a la harmonía social y universal». «El progreso
humano existe, pero es un combate», recalca. Este debe «apoyarse sobre un
análisis razonado de las evoluciones históricas, con lo que comportan de
positivo y de negativo».
Piketty desata nudos, desarma narrativas, corre el telón
de los cinismos incrustados en la ideología del Wall Street Journal, desmonta
pieza por pieza la criminalización de la protesta social y deslegitima la
impostura del sometimiento en nombre del equilibrio social. Allí donde los
pueblos se levantan para exigir equidad y justicia social, la ideología de la
desigualdad vocifera que toda revuelta significa el desorden, el cual
desembocará en dirigirse «derecho hacia la inestabilidad política y el caos
permanente, lo que terminará por darse vuelta contra los más modestos». Piketty
llama a esa contraofensiva del miedo «la respuesta propietarista
intransigente», cuyo principio de acción «consiste en que no hay que correr ese
riesgo, que esa caja de Pandora de la redistribución de la propiedad nunca se
debe abrir».
Capital e ideología propone abrir la caja, empezando por
un trabajo que incita a volver a pensar necesariamente las distintas formas de
la propiedad, de la dominación y la emancipación. La relectura histórica de las
convenciones de la desigualdad se propone también despejar pistas para
emanciparse de un régimen que degrada la condición humana. El catadrático y
economista francés adelanta un flujo de ideas o pistas que incluyen «la
propiedad social» y la «cogestión de las empresas» (los empleados tendrían el
50% en el seno de los consejos de administración), «la propiedad temporal»
(impuesto progresivo aplicado al patrimonio), «la herencia para todos» (contar
a los 25 años con un capital universal), «justicia educativa» (equilibrio de
los gastos en educación en beneficio de las zonas desfavorecidas), «impuesto al
carbono individual» (gravamen ecológico basado en el consumo propio),
«financiación de la vida política» (los ciudadanos recibirían del Estado bonos
para la «igualdad democrática» que luego entregarían al partido de su
preferencia), «inserción de objetivos fiscales y ecológicos obligatorios en los
acuerdos comerciales y los tratados internacionales», «creación de un catastro
financiero internacional» (para que las administraciones sepan quién detenta qué).
Críticos habrá muchos, tanto del campo de la izquierda
como del liberal. Los primeros impugnarán Capital et idéologie porque su
propuesta no es una revolución, los segundos lo destruirán porque sus 1.200
páginas son un alegato inobjetable sobre los mecanismos que edificaron la
depredación de las sociedades humanas. La ideología «propietarista» preside en
este momento de nuestra historia todas las retóricas dominantes, con la
consiguiente sensación de asfixia globalizada, la casi certeza de que, sin este
modelo desigual, no existe vida humana posible. A su manera voluminosa,
exhaustiva y original, el ensayo del economista francés abre horizontes,
respira y prueba que no existe un solo relato, sino que, mirando con
prolijidad, hay otros, que lo que nos presentan como más moderno no es más que
una línea narrativa tan viciada como anclada en el pasado. Esa es su meta
confesa: «convencer al lector de que podemos apoyarnos en las lecciones de la
historia para definir una norma de justicia y de igualdad exigentes en materia
de regulación y reparto de la propiedad más allá de la simple sacralización del
pasado».
Nueva Sociedad
22 de Octubre del 2019
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