Pocas veces el paralelismo -no analogía- entre dos
presidentes latinoamericanos ha sido más evidente. Ambos con formación militar,
cultivadores de valores machistas, misóginos por excelencia, portadores de
atávicos complejos de inferioridad en contra de los de “arriba” (para uno el arriba
social, para el otro el arriba cultural), maestros del resentimiento metódico.
Ambos seguidos con devoción y fanatismo por sus respectivos populachos a los
que se suman intelectuales enardecidos por experiencias populistas de izquierda
o de derecha.
Jair Bolsonaro y Hugo Chávez, situados cada uno en un
extremo geométrico-político, son exponentes de los niveles verbales más bajos a
los que puede llegar un gobernante. El mismo veneno bucal -dos idiomas y un
solo lenguaje- y sobre todo, un estilo para gobernar mediante la ofensa y la
arrogancia mal contenida. Más allá, pero mucho más allá de la clásica dicotomía
izquierda-derecha, son ambos – el muerto y el vivo- exponentes de una política
que en nuestro continente amenaza con ser hegemónica: me refiero a la política
de la vulgaridad.
Porque el que uno hubiera sido de extrema izquierda y el
otro sea de extrema derecha no obvia el hecho de que tanto el muerto como el
vivo comparten la misma cultura. O si se prefiere, la misma sub-cultura. Eso
lleva a concluir que decididamente nos enfrentamos a dos tipos de luchas
entrelazadas. La lucha política, en donde se alinean los contrincantes de
izquierda y de derecha, y la lucha cultural que es una lucha transversal. Ambas
suelen confundirse pero no son las mismas. A los enemigos políticos los
encontramos en una o en otra latitud, a los enemigos culturales los encontramos
en ambas.
Jair Bolsonaro ha cruzado los límites de la decencia. En
cierto modo ha logrado superar a Chávez. La vileza con que ha agredido a Emmanuel
Macron, sin frenarse al insultar a la esposa del mandatario con alusiones
físicas y biológicas más propias de un alterado mental que de un mandatario, no
encuentran parangón.
Chávez al menos se contentaba con humillar en público a su
propia mujer. Su “esta noche te voy a dar lo tuyo” ha pasado a ser parte de la
antología universal de la procacidad humana. A la inversa, a Chávez le
encantaba exhibirse con hembras voluptuosas, como diciendo “he aquí el macho
que soy” (pobre Naomi Campbell, víctima narcotizada del supermachismo
internacional). Bolsonaro en cambio exhibe a su propia mujer en público
mientras sus ministros se encargan de tuitear acerca de las excelencias
corporales de la brasileña en desmedro de las esposas de otros gobernantes,
como la digna señora Brigitte Macron.
Tema muy desagradable. Lo dejaría hasta aquí si las
actitudes de ambos mandatarios no tuvieran serias connotaciones políticas.
Desde el punto de vista psíquico no necesitamos estudiar
a Freud para enterarnos de que tanto Chávez ayer y Bolsonaro hoy han sido
afectados por serios problemas de personalidad. Por de pronto, ambos
exhibicionistas han buscado la aprobación pública para confirmar sus deseos de
ser distintos a lo que son: un par de acomplejados que recurren a una supuesta
grandiosidad corporal para ocultar la miseria de sus almas. El problema
adicional es que los déficit de ambos mandatarios han sido movilizados con una
intencionalidad que escapa a la psicología. Pues Chávez ayer, Bolsonaro hoy, al
exhibir su cultura de la vulgaridad han perseguido objetivos políticos.
La grosería de Bolsonaro frente a Macron hace recordar a
la que exponía el difunto Chávez frente a Bush Jr. Cada vez que Chávez sentía
que su popularidad disminuía, comenzaba a disparar insultos en contra del presidente
norteamericano. Entonces se presentaba frente a los suyos como un héroe del
tercer mundo desafiando al imperio desde el continente de “las venas abiertas”.
Bolsonaro cuya baja de popularidad había comenzado antes de los incendios
amazónicos, no vaciló en seguir la receta de su mellizo de izquierda acusando
al presidente Macron de mantener una política colonialista frente a Brasil.
Pero esta vez, el Chávez de la derecha, erró los tiros.
Por una parte, en un mundo donde ya es evidente el
deterioro ambiental y las consecuencias del cambio climático son cada vez más
notorias, la doctrina Bolsonaro según la cual “cada uno es dueño de incendiar
su propia casa sin tomar en cuenta a las demás” no encuentra eco ni entre los
sectores más retrógrados. Hasta los chinos, no precisamente muy ecologistas,
han entendido el dilema que enfrenta la humanidad. Según el ecólogo Antonio
Donato Nobre, China ha reforestado en los últimos 25 años 800.000 kilómetros
cuadrados, la misma área que ha sido desforestada en Brasil en los últimos
cuarenta años.
Por otra parte, Macron no es Bush. Mientras el
norteamericano llegó a ser, después de sus aventuras en Irak, el presidente
menos querido del mundo, Macron es un líder que goza de prestigio continental.
Junto a Merkel lidera a la economía europea. Desde el punto de vista político
busca crear un frente diplomático en contra de la agresiva política de Putin.
Intenta además mediar entre USA e Irán y, por si fuera poco, ha hecho suyas
múltiples demandas que provienen de un creciente movimiento ambientalista de
carácter continental. La forma educada como respondió a las agresiones de
Bolsonaro en el G7 mostraron una vez más sus dotes de estadista. El resultado
fue que la popularidad de Macron aumentó en Francia y en Europa.
En cambio Bolsonaro
no logra remontar en Brasil. No obstante, aún así, hay pocos indicios de que la
estrategia de Bolsonaro cambie en un futuro inmediato. Por de pronto, tanto
Chávez ayer como Bolsonaro hoy, actúan de acuerdo a sus respectivas
naturalezas: no fascistas pero sí, fachas.
La diferencia entre fascista y facho que he intentado
precisar en un artículo anterior es pertinente. Mientras el fascista adhiere a
una doctrina, el facho es un producto cultural. Más fácil es que el escorpión
cambie de naturaleza a que Chávez hubiera dejado de ser lo que era o Bolsonaro
llegue a ser alguien distinto a lo que es. Ambos son entes que hablan y actúan
de acuerdo a un público determinado. Un público de fachos. Y a ese público más
cultural que social se debe Bolsonaro.
Cuando Bolsonaro insultó a Macron, lo hizo seguramente
pensando en ganar el favor de los xenófobos del FN de Marine Le Pen y tal vez
el respaldo de su admirado Trump, pero también el de esos brasileños misóginos,
racistas, machistas que conforman la columna vertebral de su administración.
Fue Theodor Adorno quien en sus estudios sobre “la
personalidad autoritaria” (1950) descubrió que el poder de los grandes
fascistas se sustentaba en micro-poderes, por el llamados, “pequeños
fascistas”. Hoy podríamos hablar, en equivalencia, del poder de los pequeños
fachos.
Hay un film hispano-argentino que corrobora muy bien la
tesis de Adorno. Me refiero a “El Ciudadano Ilustre” dirigido por Gaston Duprat
y Mariano Cohn. La historia -para los que aún no han visto la película- es
fácil de relatar. Un imaginario premio nobel argentino radicado en Europa viaja
después de treinta años de ausencia a su pueblo natal llamado Salas. Al
comienzo es recibido con los honores de Ciudadano Ilustre.
Pero al cabo de
unos días el pensamiento crítico del laureado escritor se convierte en algo
insoportable para los poderes locales quienes terminan acusándolo de haberse
vendido a “intereses extranjeros”. Al final, después de sufrir un atentado a su
propia vida, debe regresar a Europa. Y bien; al ver ese film no pude sino
pensar en los seguidores de mandatarios como Chávez y Bolsonaro. Pues el poder
del que se fue y del que está vivo, no vino de la nada. Ambos fueron posibles
gracias a la existencia de muchos “pequeños fachos”.
Son estas las razones que me han llevado al
convencimiento de que, bajo determinadas condiciones, la lucha no solo debe ser
política, vale decir, entre izquierdas y derechas, sino también entre los
bárbaros y los que no queremos serlo. Al fin y al cabo a un gobierno de izquierda
o derecha lo podemos cambiar. Incluso derrocar.
A una cultura de la barbarie como la que representan
Chávez y Bolsonaro no la podemos cambiar ni derrocar, sobre todo si tenemos en
cuenta que sus exponentes están repartidos en todos los bandos. Es por eso que
esa lucha, la cultural, la que llevamos a cabo en contra de los pequeños chávez
y los pequeños bolsonaros, no tiene ni tendrá final. A lo más que podemos
aspirar es a resistir con cierta dignidad, mantener los valores democráticos
heredados de la Ilustración y proclamarlos, ya sea en las calles, en los
periódicos, en los libros o a viva voz. Y cuando ya no podamos hacer nada más,
en un simple Blog.
Lo importante es no ceder.
19 de Septiembre de 2019
Polis Tal Cual
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