Franz Liszt retratado por el fotógrafo Nadar en 1886
Milán, lunes 26 de agosto de 2019
El peregrinaje de Franz Liszt
Pocas maneras más adecuadas para comenzar el “rientro”
(regreso), la difundida “rentrée” de los franceses, que es el reingreso a las
ciudades de los millones que salieron de vacaciones, que escuchando los Annees
de Pelerinage de Liszt. Dentro de poco comenzarán las temporadas de ópera,
el siete de septiembre tanto en Nueva York como en París. Y los museos y
galerías, cada vez más entregados al negocio del turismo, se preparan con
muestras de singular importancia, mientras que las editoriales ponen en
el mercado sus mejores títulos.
Los fragmentos de
la gran partitura del compositor húngaro los compuso durante sus cuatro años en
Italia, en compañía (venían huyendo de París) de la inefable Marie, condesa de
D’Agoult, su amante y amada del período, casada y con hijos. Sobre algunos
rasgos, si no todos, de la personalidad de Marie, Balzac, quien la conoció,
compuso su Beatrix, una de sus novelas más extensas y no siempre la más
feliz.
A pesar de las antipatías del gran escritor, la D’Agoult —nacida en
Frankfurt, de padres franceses en 1805, por lo tanto seis años mayor que Liszt—
fue una mujer notable. Con seudónimo público, en dos tomos, su Historia de
la Revolución de 1848, así como varias novelas y otros libros de ensayo. Sus
memorias, Mes souvenirs, publicadas después de su muerte, son una
penetrante y necesaria crónica del mundo de la inestable Restauración borbónica
y de lo que ocurrió después.
Escrita en una prosa instrumental, despojada, casi
periodística, en el mejor sentido, refiere la vida aristocrática de la sociedad
parisina que se resistía, desde sus cuarteles en Faubourg Saint Honoré y
Faubourg Saint Germain, al ascenso de los miles de parvenus,nuevos ricos
producto de la política del laissez faire de Luis Felipe de Orleans y
del irresistible ascenso de la burguesía. En la segunda parte del libro, cuando
describe con nostalgia los buenos años de la nefasta Restauración, narra cómo
escuchó a la “maravilla musical del momento”, no otro que el mismo Liszt, con
el cual, siete años más tarde, emprendería su fuga transalpina.
Como si todo
esto no fuera suficiente para hacer de Marie una mujer excepcional, la
conoceríamos por ser la madre de Cosima, la amiga de Nietzsche y segunda esposa
de Wagner, cuyos diarios en dos infinitos tomos, publicados con sus cubiertas
en operático dorado, en inglés en 1981, son una lectura inolvidable. Fiel a la
tradición materna, abandonaría a su esposo para irse detrás de un hombre
casado. No se pueden obviar los niveles de exigencia de estas damas, madre e
hija; la primera se fue con Liszt, la segunda con Wagner. La simetría termina
aquí. Con el maestro húngaro, Marie solo estuvo cuatro años. Con el alemán,
Cosima se quedó hasta la muerte del compositor.
A Marie le tocó vivir tiempos de excepción. Tenía diez
años cuando Napoleón dejó su gloria en Waterloo. Aplaudió la Restauración
borbónica y veneró a los mediocres Luis XVIII y Carlos X.
Tenía veinticinco
cuando se produjo la Revolución de 1830, que son los sucesos que cuenta
Flaubert en su Educación sentimental. Disfrutó los años de la
Monarquía de Julio bajo Luis Felipe de Orleans, y asistió a su destronamiento
durante la Revolución de 1848, que elevó al poder al otro Napoleón, y no
sabemos si celebró su caída después del Desastre de Sedán. Se aterró, como
todos, durante los meses de la Comuna, y es probable que haya celebrado su
sangrienta desaparición. Al final conocería las limitaciones de la segunda
república hasta su muerte en 1876.
En suma, asistió a la caída de dos reyes y, lo más
difícil, de dos emperadores, además de presenciar el espectáculo de tres
revoluciones. En términos puramente musicales, a Marie le debemos que Liszt
haya escrito lo que más me conmueve de toda su vasta producción, Les
Années de Pèlerinage, que el programador de Radio Classica Milano ha
escogido para señalar el comienzo del “rientro” del 2019.
Fotograma de El paciente inglés (1996)
El paciente Ondaatje
Hay escritores que parecen condenados a la inmortalidad
gracias a la intervención, no siempre sana, de Hollywood. Es el caso de Michael
Ondaatje, cuya novela, El paciente inglés, lo convertiría en uno de los
autores universalmente más leídos. El libro vino primero, sin embargo, y fue
un best-seller reconocido con el codiciado Booker Man Prize; pero la
cinta, dirigida por Anthony Minghella y protagonizada por Ralph Fiennes y Juliette
Binoche, fue distinguida con nueve Premios Óscar. Desde entonces, para las
mayorías, Ondaatje es el “autor de El paciente inglés”.
A pesar de ser estimado por varias colecciones de poesía
y otras seis novelas, entre ellas Divisadero, de 2007 (El paciente es
de 1992). El raro nombre viene de Divisadero Street, el nombre de la calle en
San Francisco, donde vive una de las protagonistas. Llamar novela a este libro
es una convención. En realidad se trata de dos novelas. La primera, que se
desarrolla en el norte de California, Las Vegas y otras geografías menos
transitadas, está escrita en lo que llamo “sintaxis californiana”, de la cual
Raymond Chandler es su más distinguido exponente. Ondaatje nació en Sri Lanka,
pero vive en Canadá desde los quince años.
La sección californiana de la novela
o, mejor, la novela californiana de Divisadero, es la que más nos debe
interesar, y el autor le hubiese hecho un gran favor de haberla publicada por
separado. Una historia de huérfanos, sexo, violencia, mesas de juego, tahures,
malandros, exhippies, desplazamientos por la dilatada topografía de la
California de la fiebre del oro, que parece esperar por un Wim Wenders que haga
lo que el difunto Minguella hizo por El paciente.
Escrita en una
prosa tensa, impecable, aditiva, de impecable dicción en el original. Cuando
comienza la segunda novela, que sucede en un lugar tan inesperado como el
recóndito suroeste francés, con protagonistas todos nuevos, sentimos que nos
han timado, como ocurría en las viejas salas de cine cuando nos privaban del
final porque el último rollo “no había llegado”.
Lo que llamo la segunda novela de Divisadero abandona
la sintaxis californiana para continuar en un estilo afrancesado, más cerca de
Modiano que de Houellebecq. Y parece justo, porque todo ocurre en esa región
francesa a donde ha ido a dar uno de los personajes más señalados de la
“primera novela”. Anna, que es como se llama, después de huir de la violencia
de su comarca natal (había sido sorprendida por su padre haciendo el amor con
el joven sirviente de la casa) ha llegado a esa Francia profunda, interesada en
un escritor ficcional muerto hacía algunos años.
El lenguaje se hace más “francés” alusivo, indirecto,
suntuoso e imaginista. Nos enfrentamos una vez más a la arriesgada situación
del poeta-novelista. Es decir, la del narrador que insiste en recordarle al
lector de sus novelas y cuentos que él, además, es poeta. El resultado, cuando
el autor no hace como Pasternak y se limita a ser narrador cuando narra, puede
ser desastroso.
Ondaatje, no
obstante, es lo suficientemente inteligente para evitar la contingencia, pero
no tanto como para salvar su segunda novela, una narración no exenta de
logradas páginas, como las que cuentan el accidentado regreso del ficticio
escritor después de su participación en la Primera Guerra. Con imágenes que
recuerdan al Faulkner de “Una rosa para Emily” o al Hemingway de Adiós a
las armas. Termino con la impresión de que Ondaatje, en Divisadero,es más
poeta cuando menos se propone serlo. Al fin y al cabo, como diría Pound
invocando a Flaubert: “la poesía debe estar por lo menos tan bien escrita como
la prosa”.
Milán, martes 27 de agosto de 2019
Con el nieto todavía de vacaciones en la distante Puglia
y nada interesado en las implicaciones escolares del “rintegro”, tengo más
tiempo para escribir, pero menos para divertirme. Cuando estoy en Venezuela lo
acepto resignado, pero estando aquí, en Italia, me parece por lo menos injusto.
Apenas si podré estar con él un par de días antes de regresar al infierno del
país natal, que da la impresión de estar en caída libre en un paisaje dantesco
que no tuviera fondo.
El peregrinaje de Liszt
Debo, como tantas otras cosas, el conocimiento de Los
años de peregrinaje, de Liszt, al distinguido poeta panameño y diplomático
Roque Javier Laurenza (1910-1984), quien frecuentó Venezuela durante los años
sesenta del siglo pasado y fue amigo de otros intelectuales como Inocente
Palacios o Miguel Otero Silva.
Mi amistad con Roque, por lo demás, tío del
compositor panameño Rubén Blades, data de comienzos de la década de los
ochenta, cuando visitaba Nueva York durante los meses de otoño para representar
a su país en las sesiones de la Asamblea General de la ONU.
“¿Cómo es que un
hombre como tú (?) no conoce Les Années de Pèlerinage?”, me dijo a la
salida de un recital de Leontyne Price en la sede de Naciones Unidas. “La única
versión que debes escuchar es la de Lázar Berman, que acaba de salir en
Deutsche Grammophon”.
Así era Roque,
el Concierto para piano de Beethoven solo debía escucharlo
interpretado por Christian Ferras; y los Cuartetos de Beethoven, con
el debido respeto al Nuevo Cuarteto Húngaro y al Cuarteto de
Budapest, solo valía la pena escucharlos en la reciente versión del Cuarteto
Italiano.
Los Liederde
Schubert tenían que ser con Fritz Wunderlich y para Wagner solo Birgit Nilsson.
Lo mismo con Don Giovanni, exclusivamente, so pena de perder su amistad,
en la versión grabada por Carlo Maria Giulini, la única digna de crédito
después de la legendaria de Fritz Busch de 1937 en Glyndebourne. Me acostumbré
a los inapelables juicios del vate del istmo y, pasadas las décadas, le sigo
siendo fiel.
Nada más que Ferraz, no otro que el Cuarteto
Italiano, y así. “Las mentiras de Roque todas eran verdad”, me dijo una vez en
Bogotá el que fue su gran amigo, el intelectual y diplomático colombiano Álvaro
Bonilla Aragón. Las mentiras verdaderas de Roque incluían las de haberle dado
“la cola” a Albert Camus hasta Orly después de una velada literaria, cuando el
gran escritor argelino no encontraba taxi que lo llevara al aeropuerto.
Después de eso siguieron siendo amigos hasta la muerte de
Camus. Otra de estas mentiras, no menos verdadera, fue cuando, en una
recepción, después de un concierto de Karajan en Viena, la esposa del maestro
se le acercó y le dijo: “Yo lo vi a usted en la cena que le ofrecieron a
Herbert en París la semana pasada después de su presentación”. “Es verdad,
Madame, Je le suis (Yo lo sigo)”. “A él le encantará conocerlo.
Venga”. Y seguía Roque, en su inconfundible voz traqueotomizada, con los
detalles de la conversación con el gran director de orquesta, quien lo invitó a
que se sentara en su mesa.
Durante treinta y nueve años he sido fiel a su
recomendación de Bergman para la fascinante partitura de Liszt. Así, por lo
menos hasta ayer, cuando me despertó Radio Classica Milano con una
interpretación de Los años de peregrinaje que, a pesar de que el
piano solo sé que tiene 88 teclas, de las cuales 56 son blancas, y de que mi
oído no difiere del de los artilleros, sentí que no era la prescrita por mi
amigo Roque. La encontré menos heroica y teatral, más íntima.
Se me ocurrió que
así la debía haber interpretado el mismo compositor ante Marie d’Agoult. Me
alegró saber que el encargado de la versión era Aldo Ciccolini, a quien,
justamente con Álvaro Bonilla, había escuchado en un bar del Village en un
recital dedicado al muy olvidado en esos años Erik Satie, donde Ciccolini nos
recordó la grandeza visionaria del francés y su prefiguración del minimalismo
de von Webern.
Por supuesto, un pianista
especializado en Satie tenía que interpretar el Peregrinaje de Liszt
con un espíritu más recogido y menos épico. En especial cuando atacó a
los Sonetos de Petrarca, tal vez la más bella música alguna vez escrita
para unas poesías. No menos acertado fue Ciccolini al destacar los rasgos
místicos de esta música amorosa. No de balde, al final de su vida, Liszt
ingresó a un monasterio donde tomó las órdenes menores después de Marie y de
otras aventuras igualmente clamorosas.
Prodavinci
21 de Septiembre del 2019
No hay comentarios:
Publicar un comentario