La crisis climática está
actualizando viejas imágenes del «fin del mundo», mientras la especie humana
pasa de ser un agente biológico a uno geológico, capaz de afectar el
planeta. El espacio psicológico se va volviendo coextensivo con el espacio
ecológico, pero asistimos, no obstante, a una enorme distancia entre nuestra
capacidad (científica) de imaginar el fin del mundo y nuestra incapacidad
(política) de imaginar el fin del capitalismo.
Recordando una antigua
maldición china, se puede decir que realmente vivimos tiempos interesantes. Uno
de los aspectos más interesantes de estos tiempos es, como se ha observado
hasta el cansancio, su aceleración descontrolada. El tiempo está fuera de eje y
marcha cada vez a mayor velocidad. «Las cosas cambiaron tan rápido que resultó
difícil acompañarlas», constataba hace poco Bruno Latour en Face à Gaïa. Se refería al estado del conocimiento científico respecto
del problema; pero, de un tiempo a esta parte, es el propio tiempo, como
dimensión de la manifestación del cambio (el tiempo como «número del
movimiento», como diría Aristóteles), el que parece estar no solo acelerándose,
sino cambiando cualitativamente y «todo el tiempo». Prácticamente todo lo que
puede ser dicho sobre la crisis climática se vuelve por definición anacrónico y
desfasado; y todo lo que debe ser hecho al respecto es necesariamente muy poco
y llega demasiado tarde: too little, too late. Esa inestabilidad
metatemporal se conjuga con una súbita insuficiencia del mundo –recordemos el
argumento de las cinco Tierras que serían necesarias para sustentar la
extensión panhumana del nivel de consumo de energía de un ciudadano
estadounidense promedio– y genera en todos nosotros algo así como la
experiencia de una descomposición del tiempo (el fin) y del espacio (el mundo),
y la sorprendente degradación de las dos grandes formas condicionantes de
la sensibilidad al estatuto de
formas condicionadas por
la acción humana.
Este es uno de los sentidos, y no el menos importante, en
que se puede decir que nuestro mundo está dejando de ser kantiano. Es curioso
observar que todo sucede como si, de las que para Kant son las tres grandes
ideas trascendentales, a saber, Dios, el Alma y el Mundo (objetos
respectivamente de la teología, la psicología y la cosmología), estuviéramos
asistiendo al derrumbe de la última idea; visto que Dios murió entre los
siglos xviii y xix, el Alma un poco más tarde (su avatar
semiempírico, el Hombre, tal vez haya resistido hasta mediados del siglo xx),
solo quedaría el Mundo, por lo tanto, como el último y vacilante bastión de la
metafísica4.
La historia humana ya
conoció varias crisis, pero la así llamada «civilización global» –nombre
arrogante para la economía capitalista basada en la tecnología de los
combustibles fósiles– jamás enfrentó una amenaza como la presente. No estamos
hablando solo del calentamiento global y de los cambios climáticos. En
septiembre de 2009, la revista Nature publicó un número especial,
coordinado por Johan Rockström, del Centro de Resiliencia de Estocolmo, en el
que diversos científicos identificaron nueve procesos biofísicos del Sistema
Tierra y buscaron establecer límites para esos procesos, límites cuya
transgresión acarrearía alteraciones ambientales insoportables para distintas
especies, la nuestra entre ellas: cambios climáticos, acidificación de los
océanos, depleción del ozono estratosférico, uso de agua dulce, pérdida de
biodiversidad, interferencia en los ciclos globales de nitrógeno y fósforo,
cambio en el uso del suelo, polución química, tasa de aerosoles
atmosféricos.
Los autores advertían, a
modo de conclusión, que «no podemos darnos el lujo de concentrar nuestros
esfuerzos en ninguno de esos [procesos] aisladamente. Si un solo límite fuera
traspasado, los otros también correrían serio riesgo». Sucede que, al menos
según los autores, podríamos encontrarnos ya fuera de la zona de seguridad de
tres de estos procesos –la tasa de pérdida de la biodiversidad, la
interferencia humana en el ciclo del nitrógeno (la tasa con que el n2 es
removido de la atmósfera y convertido en nitrógeno reactivo para uso humano,
principalmente como fertilizante) y los cambios climáticos– y cerca del límite
de otros tres –uso del agua dulce, cambio en el uso de la tierra y
acidificación de los océanos–.
«Gobernabilidad»,
«recursos», «servicios ambientales»… Al margen de que no nos agrada el lenguaje
gerencial que puntúa el texto, asociado además a la noción de «sustentabilidad»
(para la que, diríamos de nuestra parte, vale la idea de que «puede ser un
instrumento útil a escala local, pero es una ficción en escalas mayores»), no
podemos dejar de llamar la atención sobre la naturalidad con que se mantiene la
imagen dicotomizante de «lo local versus lo global», que es justamente uno de
los aspectos más fuertemente cuestionados, en un sentido objetivo, por la
crisis planetaria.
Sería lamentable si, una vez más, termináramos asistiendo a
la reconstitución del dualismo naturaleza/cultura a través de los mismos gestos
que lo denuncian como insubsistente, con los cientistas naturales hipnotizados
por los «parámetros geofísicos» y equipados con una noción de «humanidad» vaga
y de escasa eficacia política, mientras los cientistas sociales simplemente
rebautizan como «justicia ambiental» a la perenne e inevitable lucha por los
derechos de los desheredados de la Tierra, esto es, la «justicia social».
Pero,
como rezaba uno de los lemas de la campaña de fundación del Instituto
Socioambiental (isa), «socioambiental se escribe todo junto». Nos parece
necesario, en suma, entender la noción de ecología política como un
pleonasmo meramente enfático, no como un compromiso conceptual híbrido, un
«arreglo» entre una naturaleza y una cultura que, de esa forma, continuarían
repartiendo las cartas, solo que ahora por debajo de la mesa. Pero tal vez
estemos leyendo de modo excesivamente poco comprensivo el importante call
to arms de Gisli Pálsson y sus colegas, y nos disculpamos si lo hemos
comprendido mal.
Estamos, en suma,
prestos a entrar –o ya entramos, y esta misma incerteza ilustra la experiencia
de un caos temporal– en un régimen del Sistema Tierra que es completamente
diferente de todo lo que conocemos. El futuro próximo en la escala de
algunas pocas décadas no solo se vuelve imprevisible, sino también inimaginable
por fuera del marco de la ficción científica o de las escatologías mesiánicas.
Existen varios íconos impresionantes de ese fenómeno de aceleración de las
alteraciones ambientales en una tasa perceptible en el intervalo de una o dos
generaciones humanas, como los gráficos en forma de palo de hockey que muestran el aumento vertiginoso de diversos
parámetros críticos –temperaturas medias globales, crecimiento poblacional,
consumo de energía per cápita, tasa de extinción de especies, etc.– a partir de
finales del siglo xix, o como la curva de Keeling, que describe la
evolución de la tasa de concentración de co2 en la atmósfera desde 1960,
la cual alcanzó por primera vez la marca de 400 ppm el día 9 de mayo de 2013
. Por lo tanto, no se trata únicamente de la
magnitud de los cambios en relación con algún valor de referencia (por ejemplo,
los 280 ppm de co2 de antes de la Revolución Industrial), sino de su aceleración creciente;
esto es, la intensificación de la variación y la consecuente pérdida de
cualquier valor de referencia.
Vivimos en el tiempo de
los puntos catastróficos y de la reversión de las curvas10. Récords de altas temperaturas son seguidos cada vez con
mayor frecuencia por récords de bajas temperaturas, aunque la tendencia global
sea a la alta. Casi a diario, se discute acerca de la velocidad del aumento en
la concentración de co2 (lo que, por ejemplo, implica toda una discusión
sobre la economía de los países emergentes); se discute la «sensibilidad» del
Sistema Tierra y el consecuente grado de elevación en la temperatura global en
función de la duplicación del co2 acumulado en el sistema. Por otro lado,
la disminución global en el volumen de hielo no impide el aumento
(¿provisorio?) de su extensión en algunas regiones del planeta, y se
conjuga con el cambio en su consistencia, en su color y en su consecuente
capacidad de reflejar la luz.
¿Cuál es la velocidad y la proporción de
elevación del nivel del mar, y a qué se debe, por ejemplo, la misteriosa caída
en la elevación global ocurrida entre 2010 y 2011? ¿Cómo dar cuenta del problema de la atribución? ¿Cómo
hablar de desvío de la norma si la norma cambia cada año, si como única norma
posible solo queda la anormalidad misma? Más caliente o más frío, más seco o más húmedo, más o
menos rápido, más o menos sensible, mayor o menor reflectividad, más claro o
más oscuro. La inestabilidad afecta, al tiempo, las cantidades, las calidades,
las mediciones mismas y las escalas en general, y corroe también al espacio.
Lo
local y lo global se yuxtaponen y se confunden: la elevación global del nivel
del mar no se refleja de manera uniforme en su elevación local; los cambios
climáticos son un fenómeno global, pero los eventos extremos inciden cada vez
más en un punto diferente del planeta, lo que vuelve cada vez más difícil su
previsión y la prevención de sus consecuencias. Todo lo que hacemos localmente
tiene consecuencias sobre el clima global pero, por otro lado, nuestras
pequeñas acciones individuales de mitigación parecen no surtir ningún efecto
observable. En definitiva, estamos presos en un devenir-loco generalizado de
las cualidades extensivas e intensivas que expresan el sistema biogeofísico de
la Tierra. No es llamativo que algunos climatólogos ya se refieran al actual
sistema climático como «la bestia del clima» (the climate beast).
Lo que todo esto sugiere
es que esa aceleración del tiempo –y la correlativa compresión del espacio–,
vista usualmente como una condición existencial y psicocultural de la época
contemporánea, acabó por pasar, bajo una forma objetivamente paradójica, de la
historia social a la historia biogeofísica. Se trata de ese pasaje que Dipesh
Chakrabarty, en su pionero artículo «The Climate of History», describe como la
transformación de nuestra especie de simple agente biológico en
una fuerza geológica. Este es el fenómeno más significativo del presente siglo:
«la intrusión de Gaia», brusca y abrupta, en el horizonte de la historia
humana, el sentido del retorno definitivo de una forma de trascendencia que
creíamos haber trascendido, y que ahora reaparece más fuerte que nunca.
La
transformación de los humanos en fuerza geológica, es decir, en un fenómeno
«objetivo», en un objeto «natural», en un «contexto» o «ambiente»
condicionante, se paga con la intrusión de Gaia en el mundo humano, que le da al
Sistema Tierra la forma amenazadora de un sujeto histórico, un agente político,
una persona moral. En una inversión irónica y mortífera (por su
contradictoriedad recursiva) de la forma y del fondo, el ambientado se vuelve
el ambiente (el «ambientante») y viceversa; se trata de la crisis, en efecto,
de un cada vez más ambiguo ambiente, que ya no sabemos dónde está en
relación con nosotros, ni nosotros en relación con él.
Esa súbita colisión de
los humanos con la Tierra, la terrorífica comunicación de lo geopolítico con lo
geofísico, contribuye de manera decisiva al desmoronamiento de la distinción
que era fundamental para la episteme moderna: la distinción entre los
órdenes cosmológico y antropológico, separados desde «siempre» (vale decir,
desde por lo menos el siglo xvii) por una doble discontinuidad, de esencia
y de escala. De un lado, la evolución de la especie, y del otro, la historia
del capitalismo (a largo plazo, estaremos todos muertos); a fin de cuentas todo
es termodinámica, pero es en la dinámica del mercado de acciones donde se hacen
las cuentas que cuentan; la mecánica cuántica fluctúa en el corazón de la
realidad, pero son las incertezas de la política parlamentaria las que
movilizan nuestros corazones y nuestras mentes… en otras y pocas palabras,
naturaleza y cultura.
Pero hete aquí que, una vez roto el techo que al mismo
tiempo nos separaba y nos elevaba infinitamente por encima de la Naturaleza
infinita «allá afuera», nos encontramos en el Antropoceno, la época en que la
geología entró en resonancia geológica con la moral, tal como fuera
anunciado por los célebres videntes Gilles Deleuze y Félix Guattari, 20 años
antes de Paul Crutzen; esto, subrayamos, no moraliza la geología (la
responsabilidad humana, la intencionalidad, el significado), pero sí geologiza
la moral. La bella estratificación sociocosmológica de la modernidad
comienza a implosionar frente a nuestros ojos. Imaginábamos que el edificio
podía apoyarse solo sobre su planta baja –la economía–, pero resulta que nos
habíamos olvidado de los cimientos. Y el pánico sobreviene cuando se descubre
que la última instancia de determinación era apenas la penúltima…
No es solo que la
modernidad se globalizó, sino también que el globo se modernizó, y todo esto en
un intervalo muy corto: «solo muy recientemente la distinción entre las
historias humana y natural (...) comenzó a desmoronarse»
. La idea de que nuestra especie es de aparición reciente en
el planeta, que la historia tal como la conocemos (agricultura, ciudades,
escritura) es más reciente aún, y que el modo de vida industrial, basado en el
uso intensivo de combustibles fósiles, se inició menos de un segundo atrás
según el conteo del reloj evolutivo del Homo sapiens, parece conducir a la
conclusión de que la humanidad misma es una catástrofe, un evento súbito y
devastador en la historia del planeta, que desaparecerá mucho más rápidamente
que los cambios que habrá suscitado en el régimen termodinámico y en el
equilibrio biológico de la Tierra. En las narrativas de esa «historia profunda»
que está siendo construida por historiadores, paleontólogos, climatólogos y
geólogos20, los humanos desempeñan un papel crucial, al mismo tiempo
que tardío y muy probablemente efímero.
Ciertamente, la finitud
empírica de la especie es algo que la inmensa mayoría de las personas letradas
aprendió a admitir, por lo menos, desde Darwin. Sabemos que «el mundo comenzó
sin el hombre y terminará sin él», según la tan recordada y plagiada frase de
Claude Lévi-Strauss. Pero cuando las escalas de la finitud colectiva y la
finitud individual entran en una trayectoria de convergencia, esa verdad
cognitiva se vuelve súbitamente una verdad afectiva difícil de administrar. Una
cosa es saber que la Tierra e incluso todo el Universo desaparecerán de aquí a
millones de años, o que –mucho antes de eso pero en un futuro aún
indeterminado– la especie humana se extinguirá (por lo demás, este último saber
es frecuentemente neutralizado por la esperanza de que «nos transformaremos en
otra especie» –idea que carece de todo sentido preciso–); pero otra cosa muy
diferente es imaginar la situación que el conocimiento científico actual coloca
en el plano de las posibilidades inminentes: la de que las próximas
generaciones (las generaciones próximas) tengan que sobrevivir en un medio
empobrecido y sórdido, un desierto ecológico y un infierno sociológico. Una
cosa, en otras palabras, es saber teóricamente que vamos a morir, pero otra es
recibir de nuestro médico la noticia de que padecemos una enfermedad gravísima,
con pruebas radiológicas y de diverso tipo frente a nuestros ojos.
Como observa Latour
cuando, en Face à Gaïa, intenta caracterizar los diversos aspectos del
sentimiento de «desconexión» que nos paraliza frente a los eventos actuales,
nada está en la escala justa. No solo se trata, entonces, de una «crisis» en
el tiempo y en el espacio, sino de una confusión feroz del tiempo
y del espacio. Este fenómeno de un colapso generalizado de las escalas
espaciales y temporales (el interés contemporáneo por los fractales no parece
ser accidental) anuncia el surgimiento de una continuidad o una convergencia
crítica entre los ritmos de la naturaleza y de la cultura, señal de un
inminente «cambio de fase» en la experiencia histórica humana.
De este modo,
nos vemos forzados a reconocer (una vez más la doble torsión levistraussiana)
el advenimiento de otra continuidad, una «posterioridad» cuasi freudiana, o
mejor, una continuidad por venir del presente moderno con el pasado
no-moderno: una continuidad mitológica o, en otras palabras, cosmopolítica.
Así, el tiempo histórico parece estar a punto de volver a entrar en resonancia
con el tiempo meteorológico o «ecológico», pero ahora ya no en los términos arcaicos de los ritmos
estacionales, sino por el contrario, en los tiempos de la disrupción de los
ciclos y la irrupción de los cataclismos. El espacio psicológico se va
volviendo coextensivo con el espacio ecológico, pero ahora ya no como control
mágico del ambiente, sino como «el pánico frío» (Stengers) suscitado por la
enorme distancia entre conocimiento científico e impotencia política, esto es,
entre nuestra capacidad (científica) de imaginar el fin del mundo y nuestra
incapacidad (política) de imaginar el fin del capitalismo, por evocar la tan
citada boutade de Fredric Jameson.
Aparentemente, entonces,
no solo estamos al borde del retorno a una «condición premoderna» sino que
también, frente al choque con Gaia, nos veremos todavía más desamparados de lo
que lo estaba el así llamado «hombre primitivo» frente al poder de la
Naturaleza, ya que al menos aquel «se encontraba protegido –y en cierta medida
liberado– por el almohadón amortiguante de sus sueños». Nuestras pesadillas, por el contrario, nos aterrorizarían
en plena vigilia… aunque la sensación de estar despiertos quizás sea solo una
pesadilla más.
*Deborah Danowski
*Eduardo Viveiros de Castro
*This is really happening /happening / happening.Thom Yorke
*Nota: este artículo es
un fragmento del libro ¿Hay mundo por venir? Ensayo sobre los miedos y los
fines (Caja Negra, Buenos Aires, 2019). Traducción del inglés de Rodrigo
Álvarez.
Nuso. Org
G miradas multiples
29 de Octubre del 2019
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