El museo más importante de
arte moderno empezó su andadura en seis habitaciones por el empeño de tres
mujeres esencialmente ricas.
El Museo nació en la planta
12 de un edificio de la Quinta Avenida y en 1932 se trasladó a otro inmueble
que no ha dejado de ampliarse desde entonces.
Nació apenas nueve días
después del crash de 1929, en medio de la indiferencia general. Solo ocupaba
seis salas en una casa. Eso sí: no era una casa cualquiera. El Edificio
Heckscher era entonces -y sigue siendo hoy, ahora bajo el nombre Crowne- un
edificio emblemático en la llamada «hilera de los multimillonarios» en el Upper
East Side, el centro del dinero viejo de Manhattan. Era el lugar perfecto
para el recién creado Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA), que se
inauguró el 7 de noviembre de 1929 y abrió sus puertas al público al día
siguiente.
La nobleza del origen
confirmaba que aquello no era más que el capricho de tres mujeres de la alta
sociedad neoyorkina, las llamadas «tres damas diamantinas»: Abby Aldricht
Rockefeller -la nuera del hombre más rico del mundo, y tal vez de la Historia,
John D. Rockefeller-, Lillie P. Bliss y Mary Quinn Sullivan. La idea de
las fundadoras era radical: un museo dedicado exclusivamente al arte moderno.
La localización, sin embargo, apuntaba más bien al lujo y al diletantismo. El
museo estaba puesto en el sitio más conveniente si se quería exhibir un
espíritu sensible después de tomar el té. Era un área para millonarios, no para
artistas ni, por supuesto, para el público normal, aquél que no entendía -y
sigue sin entender- las vanguardias.
En el turbulento noviembre de 1929 nadie
podía esperar que las seis salas del Edificio Heckscher, bautizadas
pomposamente como Museo de Arte Moderno de Nueva York, iban a convertirse en el
centro cultural más influyente del mundo.
Y nadie podía esperarlo
porque, entre otras cosas, las promotoras del museo eran mujeres, la más rica
de las cuales, Abby Rockefeller, no tenía el respaldo de su marido. John D.
Rockefeller junior veía el arte contemporáneo como una aberración, y se negó a
poner un solo dólar en la empresa. El resultado fue que el Museo cambió de
sede tres veces en diez años, y que las tres «damas diamantinas» tuvieron
que ejercer actividades para la que no habían sido educadas, pero que todo
artista debe manejar, exponga o no en el MoMA: el arte de convencer a otros
para que pongan dinero, y el arte de vender el producto como algo nuevo,
innovador, y rompedor.
Así es como el MoMA nació,
se consolidó, y triunfó. Las seis habitaciones se han metamorfoseado en un
monstruo cuya última ampliación ha salido por 450 millones de dólares (407
millones de dólares), y ha expandido la superficie de las exposiciones en
el equivalente a dos campos de fútbol. El actual edificio del MoMA es una de
las gigantescas construcciones que ha contribuido a «transformar la calle 53 en
lo que es hoy: un desfiladero de cristal y acero que trae a la mente el
cuartel general del hedge fund de Darth Vader», como ha escrito con toda la
mala leche que solo un crítico de arte puede exhibir Jillian Steinhauer, que
redacta sus artículos presumiblemente desde el monstruo de cristal y acero del
New York Times.
Aunque el triunfo económico,
institucional y cultural del MoMA da para muchos análisis, las líneas básicas
de su exitosa estrategia quedaron marcadas desde el primer momento. La premisa
básica fue que las tres fundadoras no iban a jugar un papel visible en la
institución. Eso permitió la profesionalización del museo. Y para ello
contrataron como primer director a Alfred Barr, una de las personas que más han
influido en la percepción del arte contemporáneo en el siglo XX.
La gestión de Barr se basó
en dos principios. El más obvio: la apuesta por, efectivamente, el arte
contemporáneo desprovisto de todo ornamento o concesion. De su mano, el MoMA se
apuntó su primer gran éxito de masas cuando, en 1935, inauguró su retrospectiva
de Vincent Van Gogh. El arte de vanguardia, así, empezó a salir del
armario de los ricos y de los bohemios y empezó a convertirse en arte de masas. Aquel
mismo 1935 Barr adoptó una decisión que demuestra su amplitud de miras, y la de
sus tres mecenas, cuando el MoMA creó su Cinemateca, en una época en la que el
cine todavía no era considerado un arte digno de tal nombre fuera de las
grandes ciudades y de las elites intelectuales, lo que hacía que numerosas
películas simplemente se perdieran o fueran destruidas al acabar su periodo de
exhibición en las salas. Solo cuatro años más tarde, el presidente de Estados
Unidos, Franklin D. Roosevelet, celebraba el décimo aniversario del MoMA como
«un museo vivo, no una colección de objetos curiosos e interesantes», que «es,
por tanto, parte de nuestras instituciones democráticas».
En realidad, el MoMA es algo
más. Para sus críticos, es una especie de sanedrín que decide lo que es arte y
lo que no. O, como explica Leah Dilworth, en Arts of Posession, un libro
sobre las grandes colecciones de Estados Unidos, «la autoridad moderna,
capaz de delinear el canon». Con su nueva ampliación y su prestigio, el
museo que empezó en seis habitaciones parece destinado a seguir ejerciendo ese
papel al menos otros 90 años.
El Mundo
08 de Noviembre del 2019
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