“Regímenes que no respeten los derechos
humanos, que conculquen las libertades de sus ciudadanos y los tiranicen con
respaldo de las políticas totalitarias deben ser sometidos a riguroso cordón
sanitario y erradicados mediante la acción pacífica colectiva de la comunidad
jurídica internacional”.
Vivir en los extremos de
opresión y libertad ha sido el destino de Venezuela. Hace doscientos años, en
su guerra de independencia (las más larga del continente), los venezolanos se
mataban entre sí con indecible ferocidad: friendo las cabezas de sus enemigos,
asesinando niños, ancianos, mujeres y enfermos, hasta perder la cuarta parte de
su población y casi toda su riqueza ganadera. Pero extremas también, en su
ambición e intensidad, fueron las hazañas de Simón Bolívar, libertador de
futuras naciones (Ecuador, Venezuela, Colombia, Perú y Bolivia). Y no menos
notable fue su contemporáneo Andrés Bello, quizá el mayor pensador republicano
del siglo XIX en América Latina.
Venezuela padeció largos
periodos de dictadura hasta bien entrado el siglo XX y por ello arribó muy
tarde al orden constitucional, en 1959, de la mano de otro personaje
extraordinario, sin precedente: Rómulo Betancourt (1908-1981), el primer
converso latinoamericano del comunismo a la democracia y, acaso, nuestro más
esforzado demócrata del siglo anterior. Por desgracia, el periodo democrático
tendría fecha de caducidad: en 1998, cansada de un régimen bipartidista
manchado por la corrupción y las desigualdades sociales, Venezuela encumbró al
redentor mediático Hugo Chávez.
La tensión continúa. Un
sector amplísimo de la sociedad lleva meses volcado en las calles de todo el
país reclamando su libertad y sus derechos confiscados por un régimen tiránico
que la condena al hambre, la escasez, la desnutrición y la insalubridad. Las
miles de imágenes de la represión por parte de los contingentes de la Guardia
Nacional que pueden verse en las redes sociales son estremecedoras: disparos a
mansalva, emboscadas mortales, decenas de jóvenes asesinados, asaltos a
ancianos, vejaciones a mujeres, tanques contra manifestantes. Un Tiananmén
diario mientras Maduro baila salsa. No podemos esperar el desenlace de ese
drama como esperamos el final de una serie de televisión: Venezuela necesita
una solución sin precedentes.
Me tocó presenciar de cerca
el penúltimo ciclo de la antigua tensión. Me refiero a la era de Hugo Chávez,
antecedente y responsable directo del drama actual. A fines de 2007, viajé por
primera vez a Venezuela. Acababa de ocurrir el referendo (el único que perdió
Chávez) en el que la mayoría de los votantes se manifestó de manera contraria a
las propuesta de reelección indefinida y la conformación de un Estado
socialista, lo que habría significado la fusión de Cuba con Venezuela en un
solo Estado federal.
Volví varias veces. Hablé
con numerosos chavistas, desde altos funcionarios e intelectuales afines al
gobierno hasta líderes sociales. Me impresionó el testimonio espontáneo, en
barriadas populares, de la gente agradecida con el hombre que “por primera
vez”, según me decían, “los tomaba en cuenta”. Sentí que la vocación social de
Chávez era genuina pero para ponerla en práctica no se requería instaurar una
dictadura. El entonces ministro de Hacienda, Alí Rodríguez Araque, me
contradijo: “Acá estamos construyendo el Estado comunal, como no pudieron
hacerlo los sóviets, los chinos ni los cubanos”. “¿En qué basa su optimismo?”,
le pregunté. “En nuestro petróleo. Está a 150 dólares por barril y llegará a
250”. “¿Y si se desploma, como en México en 1982, quebrando al país?”, insistí.
“Llegará a 250, no tengo duda”, me dijo.
En el bando de la oposición
hablé con estudiantes, empresarios, escritores, líderes sindicales, militares,
políticos y exguerrilleros. Aunque los alarmaba el desmantelamiento de PDVSA
(la productiva empresa petrolera nacionalizada en 1975), así como los niveles
–una vez más, sin precedente en América Latina– de despilfarro y corrupción con
los que el gobierno disponía de la riqueza petrolera, su principal preocupación
era la destrucción de la democracia: la reciente confiscación de RCTV (la
principal cadena privada de televisión) y el creciente dominio personal de
Chávez sobre los poderes públicos presagiaban una deriva totalitaria. Chávez lo
había anunciado desde su primer viaje a La Habana, cuando declaró que Venezuela
se dirigía hacia el mismo “mar de la felicidad” en el que navegaba Cuba. La
presencia de personal militar y de inteligencia cubano en Venezuela y la
voluntad expresa de Chávez en volverse “el todo” de su país (como Castro lo era
de Cuba), parecían confirmar esos temores.
Pensé que el daño más serio
que Chávez infligía a Venezuela era el feroz discurso de odio que practicaban
él y sus voceros. Quienes no estaban con él estaban contra “el pueblo”: eran
los “escuálidos”, los “pitiyanquis” aliados al imperio, los conspiradores de
siempre, los culpables de todo. Había que denigrarlos, expropiarlos, doblegarlos,
acallarlos. Concluí que Chávez quería ser Castro, pero el tránsito hacia el
“mar de la felicidad” no le sería fácil por el temple de libertad de los
venezolanos.
Una historia sin precedentes
tenía que desembocar en situaciones sin precedentes, como la súbita enfermedad
mortal del caudillo que se imaginaba inmortal y el ungimiento monárquico de su
sucesor. Pero nada preparó a los venezolanos para la tragedia que ahora viven.
Junto con los ensueños petroleros han caído las máscaras ideológicas. El
balance de la destrucción económica y social es terrible, y tardará decenios en
asimilarse: tras despilfarrar en quince años cientos de billones de dólares de
ingreso petrolero, el país más rico en reservas de América ha descendido a un
nivel de pobreza de 80 por ciento y enfrenta una inflación estimada de 720 por
ciento para 2017.
Venezuela es el Zimbabue de
América. Una descarada alianza de políticos y militares corruptos, obedientes a
los dictados de Cuba e involucrados muchos de ellos en el narcotráfico, ha
secuestrado a una nación riquísima en recursos petroleros e intenta apropiarse
de ella a cualquier costo humano, y a perpetuidad.
Los asesinatos del gobierno
de Maduro no son todavía comparables a los de las dictaduras genocidas de Chile
y Argentina en los años setenta. Pero conviene recordar que estas no provenían
de un orden democrático (y, en el caso de Pinochet, cedieron el poder tras un
plebiscito). Tampoco es una copia del régimen de Castro, que acabó de un golpe
con todas las libertades y las instituciones independientes y es la dictadura
más longeva de la historia moderna.
Se trata, en todo caso, de
una cubanización paulatina, el plan original de instaurar el “Estado comunal” a
través de una asamblea constituyente espuria y liquidar las elecciones
presidenciales de 2018. Pero este designio totalitario se topa con una
resistencia masiva sin precedentes en nuestra historia latinoamericana, una
participación cuyo heroísmo recordaría los mejores momentos de Solidaridad en
Polonia o la Revolución de Terciopelo en Praga, si no fuera por la sangre que
diariamente se derrama.
Es imposible predecir el
desenlace. Pero para la comunidad internacional hay una salida. Se trata de la
doctrina que el propio Rómulo Betancourt formuló en 1959 y que hoy ha retomado
el valeroso Luis Almagro, quien con su liderazgo ha rescatado la dignidad e
iniciativa de la OEA. El Derecho Internacional la conoce con el nombre de
Doctrina Betancourt.
“Regímenes que no respeten
los derechos humanos, que conculquen las libertades de sus ciudadanos y los
tiranicen con respaldo de las políticas totalitarias deben ser sometidos a
riguroso cordón sanitario y erradicados mediante la acción pacífica colectiva
de la comunidad jurídica internacional”.
Nada cabe esperar de
gobiernos dictatoriales: Rusia, China, Cuba, Corea del Norte. Tampoco de los
serviles satélites de Maduro en la región. En cuanto a Estados Unidos, quizá
Obama hubiese logrado la intercesión cubana, pero tratándose de Trump, carente
de toda legitimidad moral, sería mejor que en nada intervenga. Quedan Europa,
América Latina y el Vaticano. En solidaridad con el bravo pueblo de Venezuela,
la Unión Europea y los países principales de América Latina deben tender el
“cordón sanitario” –diplomático, financiero, comercial, político– al régimen
forajido de Maduro, persuadir al papa Francisco de ser más agresivo en este
esfuerzo y presionar juntos a Raúl Castro para aceptar la salida democrática:
cese a la represión, elecciones inmediatas, respeto a las instituciones,
libertad a los presos políticos.
Enrique Krauze
es un historiador mexicano, editor de la revista Letras Libres y autor de,
entre otros libros, “Redentores: Ideas y poder en América Latina”. Es también
colaborador regular de The New York Times en Español.
Publicado originalmente en The New York Times
en Español
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