El populismo desprecia el compromiso de la
socialdemocracia y opta por la dialéctica del antagonismo
Que el PP pueda gobernar pese a su patológica
corrupción se debe a la división de la izquierda que le impide sumar fuerzas.
¿Por qué Podemos y PSOE resultan incapaces de negociar acuerdos mayoritarios?
Es evidente que comparten tanto sus bases sociales, apenas separadas por una
mera barrera generacional, como sus principales reivindicaciones y sus
programas políticos, claramente compatibles al basarse ambos en un reformismo
socialdemócrata en absoluto revolucionario. Entonces, ¿por qué no son capaces
de negociar un programa común?
Las razones que se dan son accesorias, al
fundarse en cuestiones formales como el tipo de representación, o
personalistas, dada la dificultad de confiar en alguien como Iglesias Turrión.
Pero es posible que exista un factor más profundo, una especie de carencia
congénita que veda, dificulta o hace problemático cualquier posible acuerdo.
Me refiero con ello a que en la herencia cultural
de la izquierda coexisten dos culturas políticas disímiles y opuestas que
resultan insolubles entre sí, en el sentido de que son tan incapaces de
mezclarse como el agua y el aceite. Esto no es solo un problema español, pues
se viene dando un poco por toda Europa. En el pasado ese criterio de
demarcación separó y opuso al comunismo frente al socialismo, pero hoy se
manifiesta preferentemente por la dicotomía entre populismo y socialdemocracia,
que ha venido a heredar todo un legado histórico de incomprensiones e
incompatibilidades mutuas. Y para caracterizar mejor ese infranqueable criterio
de demarcación entre las dos culturas de la izquierda europea, lo sintetizaré
en tres rasgos definitorios.
Ante todo la identidad colectiva, el quiénes somos
nosotros, como cemento capaz de construir, integrar y erigir un sujeto
político. Ambas culturas interpelan a unas mismas bases sociales heterogéneas
entre sí, definibles como de clase media urbana (funcionarios y profesionales
asalariados), de clase obrera (trabajadores de cuello azul) y de clase popular
(empleados de servicios temporales y precarios). Pero mientras la tradición
socialdemócrata trata de articularlas, estructurarlas y cohesionarlas apelando
a sus intereses comunes, el populismo en cambio intenta hacerlo apelando a sus
aversiones comunes, tal y como teorizó Laclau. Esto hace que la identidad
populista se caracterice por su negatividad, pues necesita fabricar un enemigo
del pueblo del que depende su propuesta de sujeto político. Mientras que la
identidad socialdemócrata propone como objetivo positivo la creación política
de oportunidades viables de ascenso social.
En segundo lugar, la estrategia o modelo de
sociedad que se espera construir en el ejercicio del poder. La cultura socialdemócrata
aspira al pluralismo universal incluyente, de tal modo que todos los sujetos
sociales por diversos que sean logren cumplir sus aspiraciones. Un pluralismo
que para Juan Linz es el mejor criterio de demarcación para trazar la frontera
entre democracia y autoritarismo. Mientras que el populismo no busca
desarrollar la pluralidad sino construir la hegemonía de Gramsci entendida como
homogeneidad cultural, y de ahí su propensión a las purgas y las limpiezas
excluyentes. Por eso la calidad democrática de la cultura populista deja tanto
que desear.
Y por último, la táctica o método de competir por
el poder, una vez que la lucha armada quedó descartada y las elecciones se
convirtieron en “el único juego en la ciudad” (según la metáfora de Linz para
definir la democracia). Pero como teorizó Elias, la competición electoral es la
continuación de la guerra civil por medios incruentos. Y esto hace que competir
por el poder resulte ambivalente, al basarse tanto en la negociación, el
acuerdo y el pacto como en la lucha, el conflicto y el antagonismo. Pues bien,
de estas dos dimensiones de lo político (que también definió Mouffe), la
cultura socialdemócrata se basa en la búsqueda de compromisos de suma positiva
por consenso mutuo, mientras que la razón populista tiende a exacerbar el
conflicto antagónico. Y ello no tanto por una afinidad electiva con la épica
del heroísmo viril (que como el valor se le supone al militante) como por puro
marketing político, pues la violencia simbólica de la lucha sin cuartel parece un
espectáculo más eficaz para captar la atención de la audiencia. De ahí que los
populistas desprecien la tibieza del compromiso socialdemócrata y opten por la
dialéctica del enemigo antagónico.
Catedrático de Sociología de la Universidad
Complutense de Madrid.
El País. 21 jun 2017
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