En el origen de la
crisis siempre estuvo la muerte de la lengua. Las palabras que normalmente
usábamos, ya no las reconocíamos como propias; y las que inventaban los
mandantes arrastraban otros significados. Los sustantivos, por ejemplo, perdían
sustancia: ya no se podía decir democracia, porque a la noble palabra le
saqueaban la esencia. Ahora tocaba decir democracia protagónica, frase en la
que imperaba el adjetivo.
En lo que se ha dado por llamar la neolengua, los
adjetivos cumplen una función más determinante que los sustantivos. Estos se
vacían de contenido y aquellos le dan el adorno a palabras que han sido siempre
invariables. Es terrible notar cómo caemos en la neolengua de los mandantes:
seguimos hablando de puntos soberanos o de consulta popular sin entender que
son palabras confiscadas por la retórica política que nos han impuesto en ya
casi dos décadas. Pero no sólo es la lengua, sino también la cultura y la
historia. En la lectura histórica se abandonan las convenciones que nos han
impartido desde la escuela primaria por alteraciones caprichosas. Si toda
convención cultural es un discurso medular, central, entonces a la historia se
le ataca desde los márgenes: ya no es importante Bello, por cierto custodio de
la lengua, sino Zamora; ya no es importante Páez, sino Maisanta. En el campo
cultural, incluso en la pobre legislación cultural vigente, hace tiempo que se
dejó de hablar de artistas o creadores. Ahora se prefiere el mote de
trabajadores culturales.
Igual ejercicio se
trata de hacer con la frase de moda, sobre todo después de la hazaña cívica del
16J: no es vinculante. Y allí es donde la imaginación creadora o el ejercicio
democrático nos debería llevar a una reinterpretación, pues el lenguaje se
forma precisamente por el uso que le demos a las palabras. ¿Por qué entonces
deberíamos reapropiarnos de la palabra vinculante? He aquí algunos ejemplos:
porque nos vinculó a los demócratas venezolanos, sin distingos de color y
credo, y en muy pocas horas, en una hazaña proverbial de determinación
política; porque nos vinculó a partidos políticos y organizaciones de base en
una sola intención; porque nos vinculó como sociedad civil, capaz de
organizarse hasta niveles admirables; porque nos vinculó como ciudadanos de
este país y del mundo, compartiendo una sola convicción; porque nos vinculó
como organizadores y productores, hacedores de una votación montada en dos
semanas; porque nos vinculó en cuanto a valores culturales que están vigentes
desde nuestro nacimiento como sociedad: participación, solidaridad, sentido de
pertenencia y libertad; porque nos vinculó como suma, y no como resta; porque
nos vinculó como iguales, y no como antagonistas; porque nos vinculó como seres
pacíficos, y no como maleantes o torturadores; porque nos vinculó como
ciudadanos que quieren un futuro para sus hijos, y no que se los lleven a la
cárcel por el mismo futuro que les niegan.
Razones de sobra
existen para que la gesta del 16J sea profundamente vinculante. Bajo su
ejemplo, tambalean todos los obstáculos que se nos han erigido como palabras o
ideas muertas. Una elección hecha sin custodios militares, sin cibernética, sin
campañas millonarias, sin madrugonazos para alterar resultados, sin actas con
enmiendas, sin tinta indeleble. Un ejercicio de civismo para el civismo, un
festín democrático organizado por demócratas, un ejemplo macro de lo que somos
capaces de hacer como sociedad cuando compartimos la misma convicción.
Ya sabemos que los
retóricos de la neolengua tratarán de minimizar, pulverizar, renombrar o
rebajar esta fiesta de la democracia, pero cada vez que la caractericen como no
vinculante, ya sabemos qué respuestas podemos dar. Los hechos saltan a la vista
y no hay palabreja que pueda con una realidad que nos sostiene en una conmoción
única: nunca hemos dejado de ser demócratas. Esa sangre no es apta para transfusión.
20 DE JULIO DE 2017 12:44 AM
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