Llevamos 18 años
viviendo un “estado de guerra”, según la definición de Thomas Hobbes. El
“estado de excepción”, según Carl Schmitt. Un estado prebélico de impotencias
recíprocas. ¿Puede este estado de guerra convertirse en una situación
permanente y definitiva? De ninguna manera.Su resolución es una necesidad
general de sobrevivencia. Y debe resolverse cuanto antes. O ellos o nosotros.
Tertium non datur. La derrota del régimen es inevitable.
Bellum
Omnia contra Omnes: la guerra de todos contra todos. La
máxima de Thomas Hobbes que, según el gran pensador inglés, caracteriza el
estado natural de las relaciones sociales entre los hombres, tal como lo
describe en El Leviatán, su obra cumbre, habría determinado la necesidad de
fundar y establecer el aparato de Estado, único poder omnipotente capaz de
mantener esa tensión primigenia de máxima violencia dentro de los marcos
tolerables de una convivencia relativamente pacífica. Sobre la base del
establecimiento de dos formas de organización política: la soberanía –“un alma
artificial que da vida y movimiento al cuerpo entero” 1– la de institución y la
de adquisición. La República establecida por consenso entre las partes, y la
impuesta por la violencia del asalto por parte del vencedor de la eterna y
fragorosa contienda que define la esencia de la política.
Fue Carl Schmitt,
tres siglos después, quien dividió, a su vez, el Estado por adquisición de
manera violenta entre dictadura comisarial y dictadura soberana. Y definió al
tirano como tirano por origen o por desempeño. Por encargo de una institución,
como el Senado romano, la primera, y por asalto de un nuevo poder soberano,
como el bolchevismo soviético, el segundo. tirano por origen, Fidel Castro.
Tirano por desempeño, Nicolás Maduro.
Venezuela ha perdido,
por el empuje del golpismo militar –su cáncer congénito– que descalabrara con
el golpe de Estado del 4 de febrero de 1992 el frágil equilibrio de las
instituciones, establecido a partir del 23 de Enero de 1958, la República por
institución. Y desencajado el consenso, con la ominosa complicidad de los
sectores civiles que firmaran y traicionaran el Pacto de Puntofijo, ha
comenzado una desesperada carrera de regreso al estado ante bellum, el que,
según el mismo Hobbes, subyace larvado a toda estabilidad institucional: el
“estado de guerra”.
El Estado se
institucionaliza y la democracia se impone, como sucedió tras la máxima jornada
política del siglo XX venezolano, por el miedo de los vencidos a una muerte
violenta. Máximo argumento real de la política en tiempos de crisis orgánica:
el horror a una muerte violenta. Dice Hobbes: “Las pasiones que inclinan a los
hombres a la paz son el temor a la muerte, el deseo de las cosas que son
necesarias para una vida confortable, y la esperanza de obtenerlas por medio
del trabajo”. Único temor que conmueve al tirano: sufrir ese horror de una
muerte violenta, como el cabillazo que puso fin a la tiranía de Gadafi, la
horca de Saddam Hussein, el despellejamiento de Mussolini, el acorralamiento de
Hitler por las tropas soviéticas, su suicidio e incineración, el destino final
de Ceaușescu. La frase definitoria de la circunstancia la emitió el general
Llovera Páez con la máxima lucidez posible, perfectamente descriptiva del
momento histórico que vivía Venezuela, cuando instó a confesar la derrota,
reconocer la victoria del enemigo –el pueblo en armas– e irse, por una sola
razón: “el pescuezo no retoña”. Sin esa amenaza real no ha habido dictador en
la historia que haya cedido el poder de buen grado. Siendo esa muerte violenta
la única amenaza real más poderosa que la vanidad que lo ha llevado a hacerse
del poder.
Volvamos a nuestra
circunstancia. Lo que los factores enfrentados no han querido reconocer desde
que se rompiera el celofán del precario entendimiento liberal democrático que,
derrumbado, permitiera el asalto de las fuerzas castro comunistas venezolanas,
el 11 de abril de 2002, es que ni entonces ni nunca desde entonces hubo un
vencedor y un vencido en esta guerra del Estado contra la sociedad civil.
Venezuela lleva 15 años en estado de guerra. O, como lo definió Carl Schmitt en
plena modernidad: en “estado de excepción”, vale decir, sometida a un poder que
ha extraviado su anclaje institucional y navega a la deriva, carente de un
claro, suficiente y eficiente soberano 2. La mejor definición de la situación
de excepción vivida desde la derrota, renuncia y restablecimiento en el poder
de Hugo Chávez, la encuentro en un pasaje de la cuarta de las clases dictadas
por Michel Foucault en el Collège de France, el 4 de febrero de 1976,
publicadas bajo el título Hay que defender la sociedad: “Desde el momento en
que los vencidos prefirieron la vida y la obediencia, con eso mismo
reconstituyeron una soberanía” –drásticamente quebrantada por la sociedad civil
con el concurso de la FANB, reconstituida por la traición de algunos de los
protagonistas civiles y uniformados– los provisoriamente vencidos, ante la
suprema debilidad de sus vencedores, “hicieron de sus vencedores sus
representantes, volvieron a instalar un soberano en lugar de quien había sido
abatido por la guerra. De modo que la derrota no funda una sociedad,
esclavitud, servidumbre, de una manera brutal y al margen del derecho, sino que
lo ocurrido en esa derrota, tras la batalla misma, tras la derrota misma, y en
cierta forma independientemente de ella, es el miedo, la renuncia al miedo, la
renuncia a los riesgos de la vida. Esto es lo que abre las puertas del orden de
la soberanía y un régimen jurídico que es el poder absoluto. La voluntad de
preferir la vida a la muerte: esto va a fundar la soberanía, una soberanía que
es tan jurídica y legítima como la constituida según el modelo de la
institución y el acuerdo mutuo” 3. Una soberanía formalmente legítima, pero en
realidad frágil y derivada en tanto no logra aplastar las fuerzas
potencialmente opositoras, que hoy pugnan definitivamente por asaltar el poder
si bien bajo las existenciales, lamentables y patéticas vacilaciones de una
dirigencia política periclitada, absolutamente incapaz de estar a la altura de
las graves circunstancias. Reproduciendo así la trágica circunstancia con que
el gran historiador inglés Max Hasting define la causa principal de la Primera
Guerra Mundial: una gran crisis enfrentada por un liderazgo enano.
Es el estado de
guerra y el impasse existencial en que nos encontramos: “La soberanía, en
consecuencia, se constituye a partir de una forma radical de voluntad, forma
que importa poco. Esta voluntad está ligada al miedo y la soberanía no se forma
jamás desde arriba; es decir, por una decisión del más fuerte, el vencedor o
los padres. Se forma siempre por abajo, por la voluntad de quienes tienen
miedo…Ya se trate de un acuerdo, una batalla o una relación padres-hijos, de
todos modos encontramos la misma serie: voluntad, miedo y soberanía”.
Pero aún no llegamos
al meollo de la definición de lo que verdadera y realmente constituye el estado
de guerra hobbesiano, tal como hemos comenzado a vivirlo ya desembozada y
descaradamente desde la muerte de Hugo Chávez y la entronización de la satrapía
–dictadura colonizada por Cuba– de Nicolás Maduro. Ella lo constituye el juego
de representaciones en que el más poderoso reconoce su impotencia en someter al
más débil. Y el más débil reconoce carecer del poder arrollador como para
derrotar y vencer al más fuerte. El estado de guerra imperante es el frágil
equilibrio de dos impotencias. Pues ¿de qué depende el curso de este estado de
guerra? Dice Michel Foucault: “Del juego entre tres series de elementos. En
primer lugar, representaciones calculadas: yo me imagino la fuerza del otro, me
imagino que el otro se imagina mi fuerza, etcétera.
Segundo, manifestaciones
enfáticas y notorias de voluntad: uno pone de relieve que quiere la guerra y
muestra que no renuncia a ella. Tercero, por último, se utilizan tácticas de
intimidación entrecruzadas: temo tanto hacer la guerra que solo estaría
tranquilo si tú la temieras al menos tanto como yo e, incluso, en la medida de
lo posible, un poco más. Lo cual quiere decir, en suma, que ese estado que
Hobbes describe no es en absoluto un estado natural y brutal, en el que las
fuerzas se enfrenten directamente; no estamos en el orden de las relaciones
directas de fuerzas reales. Lo que choca, lo que se enfrenta, lo que se
entrecruza, en el estado de guerra primitiva de Hobbes, no son las armas, no
son los puños, no son unas fuerzas salvajes y desatadas. En la guerra primitiva
de Hobbes no hay batallas, no hay sangre, no hay cadáveres. Hay
representaciones, manifestaciones, signos, expresiones enfáticas, astutas,
mentirosas; hay señuelos, voluntades que se disfrazan de lo contrario,
inquietudes que se camuflan de certidumbres. Nos encontramos en el teatro de
las representaciones intercambiadas, en una relación de temor que es una
representación temporalmente indefinida; no estamos realmente en la guerra. Lo
cual quiere decir, en definitiva, que el estado de salvajismo bestial, en que
los individuos se devoran vivos unos a otros, no puede aparecer en ningún caso
como la caracterización primordial del estado de guerra según Hobbes. Lo que
caracteriza a ese estado de guerra es una especie de diplomacia infinita de
rivalidades que son naturalmente igualitarias. No estamos en ‘la guerra’;
estamos en lo que Hobbes llama precisamente ‘estado de guerra’. Hay un texto en
que dice: ‘La guerra no consiste únicamente en la batalla y combates concretos;
sino en un espacio de tiempo –el estado de guerra– en que está suficientemente
comprobada la voluntad de enfrentarse en batallas”.
Si bien llevamos 17
años navegando en este estado de excepción, solo llevamos 3 años viviendo en
ese espacio de tiempo que es el “estado de guerra”. Muerto Chávez, la orden
imperativa de los Castro que Nicolás Maduro ha asumido como imperativo político
militar ha sido la de devastar, destruir y aniquilar la existencia de la base
social, material y espiritual de nuestra democracia: aplastar a la sociedad
civil, su contrincante y objetivo real. Una tarea materialmente imposible por
dos motivos: es la expresión cabal de la soberanía, ya dispuesta a asumir el
protagonismo del enfrentamiento y en estado pre bélico, y es la sustancia de la
patria que en ella sobrevive. Como se hizo manifiesto ante el mundo entero con
la gigantesca manifestación de voluntad democrática expresada el domingo 16 de
julio, el Estado totalitario está aislado y solo se sostiene en la fuerza bruta
y homicida que le prestan unos ejércitos corruptos y pandillas hamponiles, en
el mejor estilo nazifascista.
Hemos alcanzado así, y solo gracias a la horrenda
traición de las fuerzas armadas, principal instrumento del “doblegamiento”
imposible de nuestra población, un impasse irreductible de impotencias
recíprocas. ¿Puede ese impasse estabilizarse, entronizarse y mantenerse de
manera indefinida? De ninguna manera. Su resolución es una necesidad física e
histórica de sobrevivencia. O ellos o nosotros. Tertium non datur.
La derrota del régimen es inevitable. Está a las puertas.
1 Thomas
Hobbes, Leviatán, Introducción. FCE, Buenos Aires, 1992. “El
Leviatán es un monstruo de raza bíblica, integrado por seres humanos, dotado de
una vida cuyo origen brota de la razón humana, pero que bajo la presión de las
circunstancias y necesidades, decae, por obra de las pasiones, en la guerra
civil y en la desintegración, que es la muerte”. Prefacio al Leviatán, Manuel
Sánchez Sarto, Op.Cit. Pág. XII.
2 Cf. Carl
Schmitt, El concepto de lo político. Giorgio Agamben, estado de
excepción.
3 Michel
Foucault, Hay que defender la sociedad, Akal, 2003, págs. 81 ss.
20 DE JULIO DE 2017 12:43 AM
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