En 2020 se cumplen sesenta y cinco años de la publicación
de Casas muertas, de Miguel Otero Silva. Para recordarlo, iniciamos esta
serie dedicada a valorar la novela con el trabajo de Ana Teresa Torres
aparecido originalmente en el volumen compilado por Rafael Arráiz Lucca: Miguel
Otero Silva: una visión plural (Caracas, Universidad Metropolitana /
Libros El Nacional, 2009). (pp. 83-89).
«Para la preparación de Casas muertas me fui a
Ortiz, que para entonces estaba al borde del derrumbe total, busqué a los
sobrevivientes de la época terrible, que eran muy escasos, y ellos me contaron
cómo eran en esa época los árboles y los pájaros, qué se comía, cómo se
vestían, qué canciones cantaban, y yo comencé a llenar cuadernos con sus
confidencias. Entre esos interrogados estuvo una vieja maestra de escuela que
me suministró los datos más valiosos, me refirió las mejores anécdotas y que
aparece luego en la novela bajo el nombre de «la señorita Berenice». [1]
Para prepararme yo a escribir estas páginas repasé
algunos textos sobre la obra de Miguel Otero Silva. Los deseché por completo.
No porque niegue el valor de la crítica, de la cual soy alumna respetuosa, sino
porque comprendí que lejos de aproximarme al libro me extrañaban de él. Voy a
leer esta novela –me dije– como si nada supiera de Otero Silva, como si nunca
hubiese conocido a Miguel, como si ni siquiera me acordase de que nació en
Venezuela en 1908. Voy a leerlo sin memoria ni deseo. Por supuesto, eso no es
posible, pero al menos logré despojarme de las categorías (si la novela será
criollista o costumbrista, si pertenecerá o no a la literatura de la violencia,
si resuelve algún problema venezolano) y de todos los prejuicios a favor o en
contra que rodean a Casas muertas. Me quedé solamente con Cercanía de
Miguel Otero Silva de Efraín Subero (1978), valiosísima obra referencial,
y así pude disfrutar a solas una novela deslumbrante.
Cerré el libro con esa
excepcional sensación que nos deja saber que hemos atesorado una pequeña joya
literaria. Es probable que otras novelas de Otero Silva, por su mayor
envergadura, hayan dejado atrás esta historia sencilla y conmovedora, publicada
en 1955 por la Editorial Losada de Buenos Aires, reeditada después múltiples
veces, dentro y fuera de Venezuela, y traducida al francés, italiano, búlgaro,
ruso, sueco, checo, estonio, polaco y portugués, pero fue para el autor una
obra fundamental, como veremos a continuación, y lo es también para nosotros.
Cuando Efraín Subero le preguntó, en una entrevista
para Papel Literario de El Nacional, en diciembre de 1966:
«¿Cuál ha sido el momento decisivo de su vida literaria?», contestó así:
«Después de pensarlo bien le responderé que cuando me
puse a escribir Casas muertas. Llevaba quince años enfrascado en el
periodismo, fundando diarios y semanarios, ya a punto de ser catalogado en los
breviarios de literatura como poeta de un solo libro (Agua y cauce) y como
novelista de una sola novela (Fiebre), cuando decidí retornar a un oficio que
antes había tanteado. Perdido en el hábito de escritor, cada párrafo de Casas
muertas me costó penoso trabajo e innumerables tachaduras y enmiendas.
Cuando terminé el libro, no sabía si publicarlo o echarlo a la candela, y si
decidí lo primero fue gracias al entusiasmo generoso que desplegó José Rafael
Pocaterra cuando leyó los originales».
[2]
Le debemos, entonces, a Pocaterra que se evitara ese
incendio. Que la novela atravesó por un largo proceso de maduración, no queda
ninguna duda; que, como indica la cita inicial, el autor sabía emplear muy bien
su sabiduría periodística, tampoco. Pero ninguna de las dos virtudes, la del
corrector o la del periodista de investigación, pueden dar cuenta del efecto
estético de la narración. Si me olvido de que la novela habla de la Venezuela
gomecista –y lo mejor para leerla es dejarlo a un lado de momento–, se alza con
el impacto de un drama lorquiano: la sencilla vida de un pueblo cuyas mujeres
usan mantilla, sus curas son capaces de disparar si hace falta, su viejo
filósofo masón, el amor que rompe la monotonía en la vida de una joven, la
muerte acechando desde la primera línea. Pero, vayamos por capítulos.
Un entierro
Pero había muerto Sebastián, cuya presencia fue un brioso
pregón de vida en aquella aldea de muertos, y todos comprendían que su caída
significaba la rendición plenaria del pueblo entero.
Descrito en clave de tragedia, en una entrada imponente
en la que nos parece ser parte de la comitiva que sigue el entierro de
Sebastián Acosta, nos encontramos con personajes luminosos y rotundos. En el
primer capítulo, que comienza por el final, en un desarrollo cinematográfico de
la narración, conocemos a la protagonista, Carmen Rosa Villena, a su madre doña
Carmelita, a su sirviente Olegario, y al padre Pernía. Cada uno de ellos hace
su aparición como si fueran personajes de teatro, cada uno de ellos con su
dignidad e importancia, de acuerdo con su posición en la trama, pero cada uno,
también, pulido e impecable. Sabemos que un entierro no es raro en Ortiz, la
gente está acostumbrada a recorrer ese camino a pie al cementerio porque se los
lleva «la económica» (la fiebre que duraba cuatro días, y evitaba gastar en
médicos y medicinas, que, por otra parte, no había), pero su descripción lo
hace único. Ha muerto el héroe y su muerte no deja esperanza.
La rosa de los Llanos
Nunca, en ningún sitio, se vivió del pasado como en aquel
pueblo del llano.
A Ortiz se la llamaba «la rosa de los Llanos». Las
invocaciones del pueblo en sus tiempos de esplendor tienen una resonancia
mítica, precisamente porque toda la intensidad está dispuesta en su vida
interior, celebrada como un mundo propio. No nos aturden otras referencias
acerca de sus circunstancias ni del país al que pertenece. Es una aldea con
existencia intemporal, como Macondo o Comala o Santa María. Ni el autor conoció
aquella edad dorada, ni nosotros tampoco, pero es precisamente esa restauración
maravillosa de una historia, en sus edificaciones, sus fiestas, su música, lo
que nos permite sentir la nostalgia de sus habitantes, que quizá tampoco
conocieron ese tiempo, pero lo sueñan, y soñarlo les hace ser, por un lado, más
tristes, pero, por otro, más felices. Ortiz existe en el mapa; de haber sido «la
rosa» no podemos dar fe, pero su imagen utópica, de un tiempo irreconocible,
mueve la vida y la muerte de los sobrevivientes, aferrados a sus ruinas, en
memoria de la gloria perdida. Mejor metáfora del país, no se encuentra
fácilmente.
En este segundo capítulo conocemos a Hermelinda, la
sirvienta de la casa parroquial; a la señorita Berenice, la maestra; al señor
Cartaya, anticlerical y amigo del cura; a Epifanio, el dueño de la bodega; y a
Casimiro Villena, el padre de Carmen Rosa, antiguo hacendado, que quedó inútil
después de la peste española, y dejó a su viuda y a sus hijas un almacén: «La
espuela de plata», en la que se vende de todo, y ostenta un cartel que dice:
detal de licores.
La iglesia y el río
Ciertamente, la iglesia y el río eran ya los dos únicos
sitios de solaz, de aturdimiento, que le restaban al pueblo.
No es difícil imaginar el hastío de Carmen Rosa, cuando
su hermana Marta se casa, y ella queda sola con su madre y Olegario, yendo a la
iglesia, a veces al río, como únicas distracciones, y ayudando a vender en el
almacén. Ya presentados los principales personajes, y el estado de ánimo de
esta joven, el novelista nos ha preparado para el acontecimiento capital de su
existencia. Esta planificación de los capítulos en secuencias coherentes que se
van desplegando siempre con la información de algo que no sabíamos en el
capítulo anterior, y que cierra cada uno como si fuese un cuento autónomo,
sería un excelente ejemplo para cualquier narrador.
Parapara de Ortiz
Un día de Santa Rosa apareció Sebastián.
Así comienza nítidamente el capítulo quinto. Toda la
información está en esa frase. Santa Rosa es la fiesta patronal que el pueblo
no deja de celebrar, a pesar de su mengua. Y Parapara de Ortiz es como nombran
a Parapara, por considerarla población tributaria, pero Sebastián deja bien
claro que él es de «Parapara de Parapara», y ese talante nos indica claramente
que Carmen Rosa, en medio de la procesión, los cohetes y la pelea de gallos,
tiene ya un motivo para salir del hastío de la iglesia y el río.
Pecado mortal
La presencia de Sebastián fue para Carmen Rosa el punto
de partida de una extraña transformación en su manera de ver las cosas, de ver
a otros seres, de verse a sí misma.
Hubiésemos pensado que, en su aburrimiento y soledad, una
de las pocas jóvenes solteras del pueblo, y con algo más de educación que el
resto (logró pasar a quinto grado sin poder estudiarlo porque en Ortiz no había
quinto grado), nos prefiguraba una pequeña Bovary criolla, pero el autor nos
previene. Lo que cambia en ella, al conocer a Sebastián, es que ella se
transforma, que ella logra ver más allá del horizonte infinito del
llano. Quien quiera ver un romanticismo tardío entre Sebastián Acosta y Carmen
Rosa Villena, es libre de hacerlo, pero todo indica lo contrario. Carmen Rosa
es –y aquí sí me acuerdo de que es venezolana– esa mujer que se seca las
lágrimas, hace las maletas, y se pregunta por dónde sigue la vida cuando todo
parece haberse perdido. Carmen Rosa, hundida en un pueblo en estado de
derrumbe, es una mujer moderna, que sin tener una alta educación, intuye el
destino de su país, y renuncia a quedarse en el pasado. Y esa transformación
nos prepara para el sorprendente final. El novelista quiere tanto a su protagonista
que no la deja morir ni de pasión ni de paludismo.
Este es el camino de Palenque
Tan sólo vislumbraron el destino que les aguardaba cuando
el autobús abandonó la carretera que iba en busca del mar y torció bruscamente
hacia los llanos.
Todo hace suponer que este capítulo en la mitad del
libro, que parte la vida secreta y aislada del pueblo, también partirá la
novela. Sebastián se irá detrás de los que luchan contra Juan Vicente Gómez, y
esa era la causa de su muerte que supimos en el primer capítulo. Un héroe de la
dictadura. En verdad, ese era el deseo del protagonista pero no tiene lugar. Lo
interesante de esa lectura del país que aquí se propone es que la narración se
centra en una insignificante y minúscula población, a la que llegan lejanos
ecos de que el poder está en otra parte, en un lugar que casi no tuviera que
ver con ellos, del que poco o nada saben, pero los atraviesa el
camión que transporta a los jóvenes estudiantes a un presidio o campo de
concentración llamado Palenque. Esta visión de la historia, que un día
cualquiera se anuncia como un camión que atraviesa los parajes desasistidos, es
también una metáfora iluminadora del país.
El compadre Feliciano
Cuando dijo «hay que hacer algo» en el patio de las
Villena, no lo dijo por decir, sino porque lo escuchaba como mandato imperioso
de su condición humana.
Feliciano es el amigo de Sebastián, que sí se une a la
lucha. Mientras tanto, todos estos acontecimientos preparan en el pueblo una
suerte de movimiento. Los conspiradores son Sebastián, la señorita Berenice
(que inesperadamente era dueña de una pistola) y el señor Cartaya. Inicialmente
mantienen fuera de sus planes a Carmen Rosa y a la señora Carmelita. Es la
ingenuidad de estos héroes imposibles lo que presta mayor drama al episodio. No
estamos en presencia de grandes gestos heroicos, ni de complejas intrigas
políticas, sino de pequeños seres, que en la soledad de un pueblo en estado de
desaparición, han escuchado hablar de que hay gente que se está alzando contra
el dictador. Lo han escuchado de la misma manera lejana y maravillada con la
que han escuchado hablar de todo lo que no conocen: Caracas y el mar.
Petra Socorro
En la acera de enfrente, con las uñas clavadas en los
barrotes de madera de una ventana trunca, Petra Socorro, que ya no era la
putica de El Sombrero sino la mujer de Pericote, lloraba desgarradoramente,
como un animal golpeado.
Pericote, un vecino de Ortiz, será víctima del coronel
Cubillos, representante en el pueblo del orden y la dictadura. La historia, un
tanto secundaria, nos presenta a dos personajes, Petra y Cubillos, que
contribuyen con su narración particular a hacernos entender la atmósfera de
represión y temor. Pericote muere –ya lo habrá adivinado el lector– porque el
coronel Cubillos quiere a esa mujer para él.
Por cierto, que los personajes femeninos son dignos de
resaltar. Ni doña Carmelita es una víctima aplastada por las circunstancias, sino
una mujer capaz de luchar; ni Petra, que abandonó la prostitución cuando
conoció a Pericote, se deja acoquinar por Cubillos; ni la maestra Berenice es
sólo una mujer encargada de enseñar a leer y a escribir a los pocos niños que
quedan en el pueblo.
Entrada y salida de aguas
No siempre llovía igual, pero siempre llovía.
Este capítulo no tiene la función de avanzar la historia.
Es una suerte de descanso del narrador que ofrece en él unas de las mejores
páginas de todo el libro. Nos hace pensar que en la lluvia que cae sobre Ortiz,
en su desolación, Otero Silva se adelantaba a García Márquez y a Rulfo.
Hematuria
O se aclara la orina o se tranca la orina. Y si se tranca
la orina te quedaste sin novio.
Para la escritura de este capítulo debe haber servido la
siguiente información que nos da el autor:
«Posteriormente recibí algunas clases o lecciones de
Patología Tropical, auxiliado en el trance por nuestros eminentes científicos
Enrique Tejera, Juan Francisco Torrealba y Félix Pifano». [3]
Aquí se muestra en firme el talante del novelista que
sabe que para ficcionar es necesario, primero, saber del asunto.
La fantasía de Sebastián era ser un héroe («su fantasía
era hazañosa y justiciera»), pero el autor no se lo permitió. No es fácil
oponerse a la voluntad de un protagonista, pero Otero Silva le tuerce el
destino y lo hace morir en la cama, como todo el mundo, como casi todo Ortiz.
Es el paludismo, que debió ser el más temible peligro de aquella Venezuela.
Crea así un imaginario de la patria: no sólo está enferma de dictadura, es un
país amenazado por un mosquito.
Casas muertas
Y cuando se acaba un pueblo, Olegario, ¿no nace otro
distinto, en otra parte?
Volvemos a la escena inicial, al entierro de Sebastián, a
los pésames que recibe la novia, a la tristeza de una casa vacía. Pero, cuando
creíamos que allí enterraría su juventud, como una Doña Rosita la soltera,
el novelista nos da vuelta a la historia. Ahora es cuando empieza su vida. Y
nos vamos de Ortiz para acompañarla en su aventura petrolera, porque Carmen
Rosa monta a su mamá, a Olegario, y los tereques de «La espuela de plata» en un
camión (si así puede llamarse) que conduce un trinitario. Del mismo modo en que
pasaron los presos de Palenque, Carmen Rosa ha visto pasar gentes que emigran
hacia Oriente y ella será la heroína que inicia el éxodo, porque se niega a
morir en su pueblo, y prefiere comenzar de nuevo en otro, que todavía no
existe, y se llamará El Tigre.
Así que quien quiera seguir sabiendo de ellos no tiene
sino que comenzar a leer Oficina Nº 1 y en el primer capítulo se los
encontrará.
***
Referencias
[1] Subero, Efraín. «Entrevista de Miguel Otero Silva».
En Cercanía de Miguel Otero Silva. Caracas, Oficina Central de
Información, 1978. (p. 46).
[2] Subero, obra citada, p. 44.
[3] Subero, obra citada, p. 64.
https://prodavinci.com/casas-muertas-de-miguel-otero-silva-2/?utm_source=Bolet%C3%ADn+diario+Prodavinci&utm_campaign=cbaffef4c6-EMAIL_CAMPAIGN_2020_01_19_01_03&utm_medium=email&utm_term=0_02b7f11c26-cbaffef4c6-196253549
29 de Enero del 2020
No hay comentarios:
Publicar un comentario