Paul Léautaud. 4 de junio de 1953. Fotografía de
INTERCONTINENTALE | AFP
Milán, viernes 10 de enero de 2020
De la importancia de los diarios
Cuando comencé, en serio esta vez, a escribir diarios, lo
hice, sin saberlo, como cura. El viaje definitivo de mi madre hacia la muerte
comenzó a principios de 1995 y terminó el 23 de diciembre de ese año. Ante mi
impotencia, y seguro de la evolución terminal de un proceso que conocía de mis
años de estudiante de medicina, decidí poner un poco de distancia ante la
circunstancia dolorosa refugiándome en el único refugio útil que me ha sido
útil en la existencia: la vieja y desacreditada, por lo menos desde
Verlaine, literatura. A propósito, recordé una de mis lecturas juveniles, Una
muerte muy dulce, que fue como el traductor argentino llamó, en un exceso de
literalidad tal vez, Une morte très douce, donde De Beauvoir, de una manera
que me había parecido un tanto desapasionada, daba cuenta de la muerte
“muy suave” de su madre. Lo de la francesa era una especie de memorial, escrito
después del deceso de Madame.
Pensé que no podía esperar tanto, mis necesidades
eran inmediatas. Y opté por la solución de Paul Léautaud, maestro del género.
Esto es, componer un diario literario. Cuando Léautaud comenzó el suyo, su
madre, seguramente, no enfrentaba una situación trágica como la de la
mía. Es más, ni siquiera recuerdo si la menciona. Ni el Diario literario de
Léautaud es estrictamente literario, como tampoco lo sería el mío, a pesar de
la voluntad de obviar las alusiones a mi proceso personal. Puro “wishful
thinking”, como dicen en inglés, porque la confesión se coló entre líneas y,
aunque omití cantidad de ellas a la hora de publicarlo, no fueron pocas las
menciones a la enfermedad que se filtraron. Así, a comienzos de febrero de ese
1995, comencé la escritura de estos cuadernos que sigo llenando de tinta
después de veinticinco años.
Milán, sábado 11 de enero de 2020
Todavía la aurora de rosáceos dedos desplegándose sobre
el cielo de Milán, cuando aparece la música de Chopin en un programa temprano
de RAI TV. Pero, en este caso, se trata no de una ópera, Lucio Silla, sino
del milagro de Antonio Benedetti Michelangelli con sus versiones tensas y
hermosas, iluminadas y hondas, de dos piezas del maestro polaco. La conmovida,
sin sucumbir al epidérmico patetismo de mucha música romántica, Ballada
No.1 Op.23, y la espléndida Polonesa brillante Op. 22. En
ambos casos, el virtuoso italiano nos convence de que fue para él que, en 1701,
Bartolomeo Cristofori inventara el piano.
Voltaire a los 70 años. Grabado de «A Philosophical
Dictionary». London: W. Dugdale (16 Holywell Street, Strand), 1843.
Milán, domingo 12 de enero de 2020
Zadig
Una de las pocas circunstancias que compensa vivir lejos
de los libros es la libertad que se tiene al escoger las lecturas. No hay
ningún compromiso con proyectos más serios, como preparar clases, seguir una
línea de lecturas, ocuparse de los libros de los amigos, dejarse cautivar por
un volumen que no habíamos leído y que, de pronto, decide que es hora de que
nos ocupemos de él. Con mis libros repartidos entre Caracas, Valencia y Milán,
en ningún momento se me hubiese ocurrido comenzar la lectura de Zadig, una
de las primeras narraciones de Voltaire. Cuya impecable traducción al italiano
se me presentó entre los libros usados dispuestos en el menos atractivo de los
supermercados milaneses. Zadig es uno de los llamados Cuentos
filosóficos del autor y este sería publicado en 1747. Es un producto de su
época, que es la de la Ilustración, como han llamado una de las reacciones
estéticas más intensas de la sensibilidad occidental. En efecto, se trató de un
anhelado, y necesario, cuestionamiento al autoritarismo y, sobre todo, a la
injerencia eclesiástica en todas las funciones de la vida social. Atrás quedaba
el turbulento, mágico, maravilloso, oscuro, oscurantista, intolerante, sanguinario
y espléndido Barroco, que había condicionado la vida europea y americana
durante los siglos que siguieron al intermezzo renacimental.
Fugit irreparabile tempus
Con el imponente crepúsculo lombardo contemplado desde
las alturas de este edificio y escuchando una sinfonía, no sé cuál, de Haydn,
está llegando a su fin este segundo domingo del 2020. Hace una semana me
quejaba amargamente de paso del primero. Hoy, en cambio, lo que siento es
confusión e impotencia, esa sensación de absurdo, cuya advertencia agudizada
fue uno de los rasgos más notables y acertados del siglo que dejamos atrás hace
ya dos décadas y media: Carpe diem, quam minimum credula postero (“Aprovecha
el día y desconfía del mañana”. Odas, 11):
No preguntes, -no es prudente-, qué fin,
a ti y a mí, nos deparan los dioses,
a ti y a mí, nos deparan los dioses,
ni combines, Leucónoe, números babilónicos.Mejor resignarse a los caprichos del destino;
ya sea que Júpiter te conceda muchos años,ya sea que este es el último en el cual puedas contemplar las olas del Tirreno romper contra los escollos opuestos a su furia. Sé prudente, apura el buen vino y limita las esperanzas al breve espacio de la existencia. Mientras hablamos, huye la envidiosa hora: aprovecha el día y desconfía del mañana.
Marguerite Yourcenar retratada por Bernhard De Grendel
Milán, lunes 13 de enero de 2020
Yourcenar
En estos días de lecturas inesperadas llegó otra vez a
mis manos, Opus nigrum, la difundida ficción de Margarite Yourcenar. Hay
libros así, que se nos cruzan reiteradas veces a lo largo de los años. También
los hay para los cuales, al parecer, no fuimos elegidos. Y otros a los cuales
hemos accedido solo después de muchos azares y afanes. No pertenece a estas
última experiencias Opus nigrum, el cual leí, siguiendo la recomendación
del querido Eugenio Montejo, antes de 1991; lo sé porque no aparece
mencionado en ninguno de estos cuadernos iniciados ese año. Y es una
lástima, porque me hubiese gustado saber qué opinaba del libro en esa lejana
fecha. En esta oportunidad, después de releer apenas los primeros capítulos, le
siento un poco la costura, me parece un tanto “recherché” (rebuscado), tal vez.
Sin dejar de reconocer el placer que produce la lectura de una de las mejores y
más musicales prosas del francés contemporáneo. Yourcenar fue también una esmerada
traductora de la poesía griega. La corona y la lira, su selección de
versiones al francés, es un pequeño tesoro de su lengua materna. Las novelas
históricas siempre han sido mis preferidas, desde mis primeras lecturas
de Walter Scott en las ediciones criminales de la Editorial Sopena, hasta dos
verdaderos monumentos del género como la San Felice, de Dumas, donde se
cuentan, de la manera más dilatada, los heroicos sucesos que condujeron a
la creación de la República Partenopea de Nápoles y la subsiguiente
restauración borbónica; el otro es Enrique IV (dos tomos en las
versiones alemanas e inglesas y cuatro en la castellana, que desconozco), donde
el otro Mann, el igualmente talentoso Heinrich, se detiene en la fascinante
vida del navarro Enrique IV; el más querido de los monarcas franceses, quien
tuviera durante un tiempo entre sus mejores amigos a Agripa d’Aubigné, para
algunos, con Racine, el más grande poeta de su lengua. Las memorias
de Adriano, de la misma Yourcenar, se cuentan entre las más acabadas muestras
del género.
Ilustración del Zadig de Voltaire. 1803. Grabado de E.
Ghendt, ilustración de J.M. Moreau
Milán, martes 14 de enero de 2020
Zadig (2)
Mis dos primeras lecturas del año, La versione di
Fenoglio, de Gianrico Carofiglio, y Zadig, del amigo Voltaire,
tienen ambos una deriva didáctica. En la primera, Carofiglio, un exmagistrado
convertido en el más leído, con Andrea Camilleri, de los policíacos de su país,
utiliza su novela para mostrarle al lector la precariedad de las acusaciones
que dependen de un “testigo presencial”; las limitaciones de la percepción
humana; su subjetivismo, su dependencia de la memoria (que es el olvido). Lo
que podría parecer aburrido se convierte en ameno asunto gracias a la prosa
precisa y estilo del autor. En la última página del libro, el más joven de los
protagonistas agradece al viejo detective “por las cosas que me ha dicho y que
me ha enseñado”.
Este era, efectivamente, el proyecto de Voltaire con
su Zadig, que le sirvió para difundir algunas de sus enseñanzas más
permanentes: “A Zadig, (el protagonista) todas las naciones le deben el
dictamen siguiente: es mejor correr el riesgo de salvar a un culpable que
condenar a un inocente. Estaba convencido de que las leyes deben ayudar a los
ciudadanos al mismo tiempo que deben infundirles temor. Su objetivo más urgente
era el de iluminar la verdad donde otros querían ocultarla”. Pero el libro de
Voltaire es también una parábola sobre el destino humano. Después de los
totalitarismos del XVII, de su intolerancia, de sus guerras religiosas, el
racionalismo de la Ilustración, como el del Renacimiento, era una necesidad
colectiva. Se reactualizaba el criterio del viejo Solón, cuando recordaba a los
atenienses que el destino de la polis estaba en sus manos y no en la de los
dioses. Zadig conoció los altibajos de la Fortuna y padeció los reiterados
golpes de la incomprensión hasta hacerlo dudar de la justicia:
Entonces, ¿qué es la vida humana? Ah, ¡virtud! ¡De qué me
has servido! Dos mujeres me han engañado de manera indigna; y una tercera,
inocente y la más bella de todas, está a punto de morir. Todo el bien que
he procurado ha sido para mí fuente de maldiciones. He sido llevado a la
cumbre de la grandeza sólo para caer en el más horrendo abismo de la
desgracia. Si hubiese sido un malvado como tantos, sería tan feliz como
ellos.
Zadig fue una ficción preterida por la modernidad,
con su fobia a todo lo que pareciera una forma de didactismo. Se presumía que
los lectores tenían ya que saberlo todo por su cuenta dejándoles la tarea de
descifrar el caprichoso hermetismo de sus más celebrados exponentes.
Milán, miércoles 15 de enero de 2020
En una entrevista concedida a la televisión inglesa, el
gran Graham Greene confesaba que no sabía cómo no sucumbían a la demencia los
que no componían música, pintaban o escribían. Lo mismo puedo decir de los
diarios, no sé qué sería de mí sin ellos, sin la disciplina de escribirlos, sin
el pensamiento dando vueltas a estos cuadernos antes de comenzar a llenarlos de
tinta. No es que viva para escribirlos, pero los escribo para seguir viviendo
en un estado de relativa salud mental. Prodavinci me concede la gracia
de publicarlos, lo cual no dejo de reconocer, tanto como aspirar a que
alguien los lea. En estos meses fuera del país natal es una experiencia
necesaria. Milán sigue con sus clima invernal y sus cielos que van del gris al
azul alpino y viceversa. El Sol Invicto se ha tomado unos días de asueto.
Ilustración de Karl Walser
Robert Walser
Robert Walser es uno de los escritores más amados. Por
una vez en castellano un autor ha sido afortunado con la edición, y cuidadas
traducciones, algo casi improbable, de lo más permanente de su producción. La
casa Siruela se ha encargado del proyecto, que incluye el conmovedor ensayos
biográfico Paseos con Robert Walser, escrito por Carl Seelig, amigo y
compañero de caminatas del autor. Como para todos los lectores de mi
generación, mi primer contacto con la obra de Walser se lo debo a otra destacada
editorial, Barral Editores, la cual hacia 1974 publicó la más conocida de sus
novelas, la desconcertante Jacob von Gutten en una apreciable
traducción. Desde entonces, Siruela se ha encargado de publicar
amorosamente sus otros títulos, como El paseo, un poema en prosa y una
introducción a un ejercicio, el de caminar, que fuera central en la vida de
Walser, tanto como la escritura, o aun más. Caminando sobre la nieve fue como
la muerte lo encontró, no lejos del manicomio donde residía desde hacía casi
veinte años, un día blanco de 1956. La nieve es inseparable de Walser y Walser
inseparable de las texturas alpinas donde la soledad remite a una nostalgia del
abismo y el silencio. A esta metafísica nostalgia le canta en esta oda que,
bilingüe, italiano-alemán, publicó Il corriere della sera hace unos
pocos días:
Pastoral Aquí todo es silencio, aquí estoy bien. Son frescos los pastos, y puros. El sol y las sombras se mantienen cerca como unos niños juiciosos. Aquí, mi vida hecha de intensa nostalgia se siente libre. Yo ya no sé qué es la nostalgia, pero aquí mi voluntad se libera. Me siento tranquilo pero conmovido, las líneas atraviesan los sentidos. Todo es numeroso y todo se contradice. No escucho más los lamentos pero hay lamentos en el aire;
ligeros, blancos como en sueño Sigo sin entender nada. Lo único es que todo es silencio, no más inquietudes o imposiciones. Aquí estoy bien y puedo estar en paz, ningún tiempo mide mi tiempo.
“Uno de los poetas más misteriosos del siglo XX europeo”,
comienza diciendo Roberto Galaverni en su presentación del poema. Y es cierto,
pero es que todo en Walser fue misterio. Su existencia, su literatura y hasta
su locura (se presentó de manera voluntaria a una clínica psquiátrica para que
lo internaran). Nacido en 1878 en Biel, en la Suiza alemana, fue contemporáneo
de Machado y Rilke (1875) y los sobrevivió hasta 1956, con esa longevidad que
es como los dioses premian a aquellos a los que ha privado cruelmente de
razón.
Tempranamente abandonó a la aburrida Biel para instalarse
en la excitante Munich de los años veinte, donde fue amigo de otro raro, el
autor de Wozzeck Franz Wedekind. La esquizofrenia fue compañera
constante y aprendió a vivir con ella en el establecimiento psiquiátrico que
escogió como residencia permanente. Su escritura es inolvidable, uno de los
mejores privilegios que he tenido como lector. No es primera vez que me refiero
a él en estos diarios literarios. Hace unos diez años, con la fortuna de tener
sus amados libros en mi mesa, escribí algunos comentarios sobre algunos de sus
títulos, El paseo, La rosa y Paseos con Robert Walser.
En
Alemania, G.W. Sebald fue uno de sus mejores lectores. En castellano
recuerdo los precisos y lúcidos comentarios del poeta Rafael Castilo Zapata.
“Pastoral” fue escrito en su juventud y recogido en su único libro de poesías
en 1909. Todos los elementos de la “dicción Walser”, no obstante, se pueden
apreciar. Una inocencia desconcertante en la presentación de sus asuntos; un
sostenido candor, incluso en la escogencia de sus rimas (ist/ist; gut/gut;
Raum/Traum), una adjetivación natural, y un yo poético que se confunde con el
de sus protagonistas. Walser es un escritor de paisajes que se presentan en
toda su terrible quietud ante la inminencia del vacío.
Nada de terrible, como
los paisajes de Ramuz, por ejemplo. El paisaje en Walser es inevitable, por lo
menos tanto como su presencia familiar. Ningún estilo menos desgarrado y
ninguna tragedia mejor presentida. Como ocurre en “Pastoral”. Presentimos que
no hay salida del infinito blanco de la nieve para un protagonista para quien
la nostalgia, aunque parezca ignorar su significado (“ich weiss Nicht mehr, was
Sehnsucht ist”), era la esencia de su existencia.
Prodavinci
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29 de Enero del 2020
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