Es arar en el mar pedirles a
los personeros del régimen, que parecen vivir una especie de extraño caso de
enajenamiento colectivo, que mediten sobre estas cosas trascendentes; el
inmediatismo los ciega.
En un trabajo
de Luis Castro Leiva, El dilema
octubrista, sobre la penúltima dictadura, se reproduce un diálogo
entre dos dirigentes opositores al régimen, ambos luchando en la
clandestinidad. Eran ellos Jorge Dáger, un importante dirigente de izquierda, y
Antonio Pinto Salinas, secretario general de AD, asesinado más tarde por la
Seguridad Nacional fingiendo un enfrentamiento (en honor a la verdad, aquí se
ha fingido siempre).
Según el relato, Pinto Salinas llegó al lugar en que se
hallaba enconchado Jorge Dáger y lo primero que observó fue una pistola sobre
la mesa, cosa que llamó la atención del dirigente adeco, pacifista a ultranza
(lo llamaban “el apóstol de la no violencia”), quien le inquirió sobre el
propósito del arma. Dáger respondió argumentando que la necesitaba para defenderse
por si venían a matarlo. Se trabaron en una discusión sobre el uso de la
violencia hasta que Pinto Salinas concluyó que, por su parte, había decidido no
matar a toda costa, aunque ello implicase que tuviese que morir, porque —le
dijo—: “amo la vida, la vida toda y no solo la mía”. El diálogo concluye con
esta formidable frase de Pinto Salinas: “Veo con tristeza que es inútil
discutir porque tú estás alienado: le tienes tanto miedo a morir que le has
perdido el miedo a matar”.
Este diálogo
no ha perdido ninguna actualidad en los difíciles tiempos que corren. La
crueldad se ha instalado en Venezuela con la misma saña y dureza con que lo ha
hecho en otros momentos álgidos de la historia. Cuando tendríamos que creer —ya
en pleno siglo XXI— que los relatos de barbarie serían cosa del pasado, se
tienen noticias de aberrantes atrocidades que ya no son cuentos que llegan de
boca en boca, como en otros tiempos, sino que en esta época de tecnología e
inmediatez se saben al instante, cuando no en vivo y directo. De tanto
presenciar atrocidades y propiciarlas, se pierde la sensibilidad por el otro,
por su dignidad. Los que murieron asesinados esta semana en Táchira, dos
ciudadanos, uno de 33 y otro, un joven de 17 años y todos los asesinados,
tenían sueños y esperanzas por un país diferente; buscaban vida, incluso para
el autor de su muerte. Truncar la vida por medio de la violencia, aplicada con
toda la intención criminal, es una aberración. Si esto lo hace quien está
obligado a garantizarla, es crimen de lesa humanidad, porque la eternidad tardó
millones de años en engendrarnos, civilizarnos a lo largo de siglos duros, de
hambres y batallas, de dolores profundos, glaciaciones y fieras. Detrás de cada
hombre está la humanidad toda, la historia toda. El que asesina, también se
mata a sí mismo, aunque no lo sepa, porque mató al médico que ese niño pudo ser
para hacer mejor al país, que es suyo también; al músico, al campesino que
siembra lo que comemos —quizá la papa que se comió la semana pasada—. Toda vida
es sagrada, toda vida debe ser preservada a toda costa.
Es arar en el
mar pedirles a los personeros del régimen, que parecen vivir una especie de
extraño caso de enajenamiento colectivo, que mediten sobre estas cosas
trascendentes; el inmediatismo los ciega. Bolívar dio una definición de
gobierno bastante sencilla: es aquel que produce la mayor suma de felicidad.
Venezuela no está feliz. No es verdad, señores funcionarios, que aquí no está
pasando nada. Un país se alzó contra el mal gobierno; la gente no aguanta más;
hay desesperación, que es mala consejera. Destruir el país para someterlo no es
buena idea. Reinar sobre ruinas y cadáveres no es una victoria. Nuestra
historia ha acumulado demasiadas crueldades, una larga lista de atrocidades
flotan en nuestra memoria colectiva como fantasmas. Están volviendo. Es lo
razonable, lo justo y lo digno atajarlos, no invocarlos; menos auspiciarlos.
Los venezolanos de esta hora nos sentimos atrapados y sin destino; el miedo a
morir se está apoderando de todos y eso es muy malo. Porque, como decía Sun
Tzu: “Colócalos en una situación de posible exterminio, y entonces lucharán
para vivir. Ponles en peligro de muerte, y entonces sobrevivirán. Cuando las
tropas afrontan peligros, son capaces de luchar para obtener la victoria”. A
las pruebas me remito.
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