Isaac Chocrón me regaló dos consejos que no quisiera olvidar: “Todos los
días enciérrate en el mismo lugar a las mismas horas y no hagas otra cosa que
escribir y pensar” y “La literatura es el arte de elegir entre ‘Mi mamá me
mima’ y ‘Me mima mi mamá’”.
El primer consejo requiere convertir un oficio virtuoso en un vicio
crónico. Y eso toma su tiempo. Bañarme en la mañana, que de niño era una
tortura, ahora es un ritual delicioso, celestial con un exfoliante jabón de
avena y la esponja áspera que propone Rafael Cadenas. Más difícil es escribir
seis horas sentado en la misma silla, pero ya voy logrando que me cueste más no
hacerlo. Soy como un caballo con el horario invertido que desde las oníricas
praderas de la noche acude todas las mañanas a su establo para terminar de
despertar ante una pantalla en blanco.
Del segundo consejo de Isaac existen pruebas fehacientes. Quien exclama
“¡Patria o muerte!” está partiendo de un amor tan ardiente que estaría
dispuesto a morir por defenderlo. Quién exclama: “¡Muerte o Patria!” está harto
de vivir muriendo y clama por la opción de una vida más digna en su tierra.
Existe un país sometido a estas dos opciones, y se encuentra cansado de
vivir dividido y perplejo, atormentado y atapuzado de desconfianza. A veces
luce tan infantil, tan entregado a las circunstancias, tan desamparado. La
frase de Rómulo Gallegos “Los venezolanos no sólo somos rebeldes a toda ley,
deber o autoridad, sino también esclavos a toda fuerza e instrumento de toda
tiranía”, apunta a otra dualidad que también nos jala desde dos extremos.
La rebeldía y la sumisión son dos fuerzas que nos inmovilizan y no nos
permiten salir de un endémico círculo vicioso.
Uno de los primeros y mejores cuentos en la
historia de la literatura universal tiene que ver con esa amenaza de ser
escindido. Lo encontramos en el llamado Libro
Primero de los Reyes. Vamos a disfrutarlo y a sufrirlo releyéndolo
como si fuéramos al mismo tiempo un juez, una madre y un hijo. Recordemos el
final:
El rey Salomón ordenó entonces:
“Tráiganme una espada”. Cuando se la trajeron, dijo: “Partan en dos al
niño que está vivo y denle una mitad a ésta y la otra mitad a aquélla”. La
verdadera madre, angustiada por su hijo, le dijo al rey: “¡Por favor, Su
Majestad! ¡Que le den a ella el niño que está vivo, pero no lo mate!” En
cambio, la otra exclamó: “¡Ni para mí ni para ti! ¡Que lo
corten!” Entonces el rey sentenció: “No lo maten. Entréguenle a la primera
el niño que está vivo, pues ella es la madre”.
Unos tres mil años después, Bertolt Brecht planteó
una nueva versión en su obra de teatro El
círculo de tiza caucasiano. De nuevo dos madres se presentan ante
un juez, pero ahora las condiciones han cambiado. No se trata de dos
prostitutas sino de una cocinera y la esposa del gobernador; el juez no es el
encumbrado Salomón, sino un alegre borracho que no soporta el calor que le
produce la gruesa toga; el niño está más crecido y ya puede decir algunas
palabras; no aparece una espada sino una simple tiza con la que dibujan un
círculo en el suelo del tribunal. El niño es colocado en el interior del
círculo y ambas mujeres deben jalar de él con fuerza. Una de las dos mujeres se
niega a forcejear y exclama:
— ¡Yo lo crié! ¿Acaso voy a despedazarlo? ¡No puedo!
Caso resuelto.
¿En qué condiciones estamos dilucidando el destino de ese ser rebelde y
sumiso, balbuceante y desconcertado, que vamos siendo? Ciertamente hay una
fuerza dispuesta a despedazarnos e inmolarse como Sardanápalo, el legendario
rey de Nínive, quien al intuir la derrota inminente decide suicidarse con todas
sus mujeres y sus caballos e incendiar su palacio y la ciudad, para evitar que
el enemigo se apodere de sus bienes.
¿Qué puede hacer la fuerza contraria? ¿Soltar a la criatura o jalar
hasta despedazarla? La solución es que el niño acepte que ha crecido y ya no
depende de una teta ni de un padre mandón, que es capaz de pronunciarse y
decidir, de ir más allá de lo inmediato y la continua dependencia, de las
amenazas y los juicios estrambóticos que pretenden ocultar la autodestrucción y
la estupidez. Por esto pienso que la primera labor de la Asamblea es
permitirnos conocer a fondo la verdadera situación del país, diagnosticar la
enfermedad con transparencia, plantear sin tapujos la realidad que rodea el
círculo de tiza, decir la verdad.
Y así llegamos a donde quería llegar. Necesitamos radiografiar esa
fantasía de “Patria o muerte” y Alberto Barrera nos ofrece una extraordinaria
exploración en su última novela.
Stendhal decía que una novela es un espejo que se pasea por un ancho
camino, “tan pronto refleja el azul del cielo ante nuestros ojos, como el barro
de los barrizales”. En la propuesta de Alberto la jornada comienza con el
anuncio de la enfermedad de Chávez y va a terminar con su muerte. Hay páginas
que se hacen pesadas porque hace falta explicar a quienes llegaron tarde en qué
consistió el chavismo. Al escribir para extranjeros, hay momentos en que el
propio Alberto parece un extranjero que habla de lo que todos aquí estamos
hartos de saber.
Oscar Marcano nos explicaba que en una narración el lector no puede
avanzar más rápido que el escritor ni quedarse demasiado atrás. El arte de
narrar consiste en mantener al lector en una expectativa en la que trata de
adivinar y descubre lo que no imaginaba.
En el espejo que Alberto conduce entre la Patria y la Muerte se va
reflejando una trama de personajes que van a concurrir a un mismo final.
Pareciera que el autor quiere que los hilos narrativos avancen en igualdad de
condiciones y evita profundizar más en uno que en los demás, lo que puede
hacerlos, en ciertos momentos, algo planos e improbables. No es grave. Prefiero
el deseo de luz a la sobreexposición. Lo cierto es que la concatenación que se
va dando en el espacio y el tiempo me atrapó desde el principio, manteniéndome
en el estado de mágica suspensión que propone Marcano y, luego de terminar el
libro, se quedó dentro de mí durante un par de noches, regalándome emocionantes
sueños.
El cierre de la trama gira alrededor de la pregunta que se hacía
Aristóteles desde su Ética: “¿Se puede llamar feliz a un hombre mientras vive o
habrá que esperar al fin de su existencia?”. Si Borges se fue de Argentina para
no convertir su muerte en un espectáculo, la muerte de Chávez fue el espectáculo
de lo oculto. El hombre que hurgó en la vida del Libertador hasta revisar sus
restos en el ataúd, blindó sus últimos meses generando enigmas y misterios aún
no resueltos. Este gran secreto, en la novela, termina siendo la apabullante
verdad que nos acompaña desde que Dios formó al hombre con un puñado de polvo:
la muerte es una mierda tan inevitable que no tiene sentido promocionarla en
consignas.
No debería revelar el final, uno de los más bellos y conmovedores que he
leído en mi vida, pero no resisto la tentación de contarles lo que me hizo
recordar el cuento de Salomón y la pieza de Bertolt Brecht. En la última página
encontramos que en el mero epicentro del círculo de tiza, y llevando a cuestas
el terrible y simple secreto de la muerte, se encuentran un niño y una niña
acosados por las tirantes fuerzas del destino. Tienen unos diez años. Ya son
capaces de hablar, de discurrir, y se preguntan con valentía:
— ¿Y ahora qué hacemos?
Yo les contesto, con el fervor de mi agradecimiento a Alberto:
— Todo, hijos de Venezuela, todo está por hacer. ¡Patria y vida! ¡Vida y
Patria!
Por Federico Vegas | 22 de diciembre, 2015
Foto: Detalle de El juicio de Salomón (1611-1614). Óleo sobre lienzo realizado por un miembro del taller de Rubens.
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