El asesinato a tiros de Luis Manuel Díaz, dirigente
regional de Acción Democrática al caer la tarde del miércoles en Altagracia de
Orituco no es ni puede tomarse como un hecho aislado, mucho menos accidental.
Se trata de la materialización de esa amenaza que nos hace Nicolás Maduro a
diario, de que ellos pretenden ganar estas elecciones parlamentarias “como
sea”, y que esa misma y sangrienta tarde reiteró Diosdado Cabello al sostener
que la oposición ni se imagina lo que se le vendrá encima el 6 de diciembre.
A la hora de referirnos a este suceso, es preciso
recordar que la tarima de un mitin político ha sido siempre el mecanismo más
emblemático del sistema electoral venezolano, un espacio casi lúdico al que
acuden candidatos y electores en búsqueda alegre de comunicación y votos; un
escenario amable desde donde entonar un sugestivo y democrático canto a la paz,
la libertad y la convivencia, y donde los candidatos y sus partidarios, juntos,
se comprometen a hacer realidad, según la visión del mundo de cada quien, la
promesa de una vida mejor para todos.
Los disparos de Altgracia de Orituco querían borrar
esta tradición. Con el agravante de que a medida que el malestar de la
población con este disparate que llaman revolución bolivariana ha venido
rompiendo los diques de la paciencia humana, cada día se le hace más difícil y
peligroso a los venezolanos de la oposición hacer valer su derecho a expresar
acuerdos y desacuerdos con el régimen sin temor a ser acosado y hasta
exterminado. Este es el dilema que puso en evidencia el régimen con el
asesinato de Luis Manuel Díaz y que a las penas cotidianas de los venezolanos
le añade la de la presencia de bandas armadas en las calles del país, cuyo
único objetivo es acosar, maltratar y matar sin piedad al adversario político
por el simple hecho de serlo, y que al hacerlo convierten la actividad política
del régimen y la acción criminal organizada en un antidemocrático proyecto
común.
Esta hipertrofia del aparato represivo del régimen
nada tiene que ver con las dictaduras típicas de nuestros siglos XIX y XX, sino
con una inequívoca manifestación totalitaria de odio e intolerancia. Esa ha
sido la semilla amarga con que Hugo Chávez quiso marcar para siempre la
historia venezolana. Un antes del 4 de febrero y un presente que desde entonces
sólo ha logrado acumular un montón de anomalías insoportables: la exclusión
sistemática del otro, la oscuridad informativa, el desabastecimiento de alimentos
y medicinas, las colas sin fin, una inflación de la que no existen cifras
oficiales pero a la que los análisis económicos le atribuyen una tasa de
alrededor de 200% anual, en rumbo vertiginoso a 300 por ciento o más.
Este presente condena a Maduro y al PSUV a una
derrota electoral por paliza, imposible de eludir políticamente. A no ser que
ahora, demasiado tarde para posponer las elecciones, y ante la imposibilidad de
hacer un megafraude salvador sin sufrir la condena de la comunidad
internacional, cada día menos tolerante con los desmanes del régimen, Maduro le
eche mano al terror en estado puro. Repetir desde ahora y donde sea, si puede,
los disparos asesinos de Altagracia de Orituco, y luego justificarlos acusando
a la víctima, como hicieron él y su carnal Diosdado el jueves, y tal como nada
casualmente recoge el diario cubano Granma en su principal
titular del viernes: “Denuncian calumnias e intenciones violentas de la
oposición venezolana”.
Es la
tortuosa manera chavista de infundirle a los electores de la oposición el temor
de acudir a los centros de votación el día de las elecciones y acusar a sus
dirigentes de ser los verdaderos responsables de la violencia política,
desatada, como todos sabemos, por los colectivos psuvistas. Para eso y para
nada más es que sirve el crimen de Altagracia de Orituco. A los demócratas
venezolanos de hoy nos corresponde el domingo que viene la tarea, como hicieron
los argentinos el domingo pasado, de vencer ese miedo atroz a punta de votos. Y
eso haremos.
30 DE NOVIEMBRE 2015 - 00:01
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