El sector estatal
impulsado por el chavismo bordea el derrumbe con cortes eléctricos,
universidades deterioradas y clínicas sin apenas medicamentos
En Caracas el
metro circula, en
los hospitales venezolanos hay pacientes, los estudiantes
se gradúan en las universidades y las oficinas están abiertas, al menos hasta
las dos de la tarde. Todo esto ocurre, pero es también una ilusión óptica. El
subterráneo de la capital funciona cuando no hay cortes
eléctricos, sin apenas empleados ni controles. Las clínicas están asfixiadas por
la falta de personal y medicamentos. Los centros educativos luchan por
sobrevivir y la Administración está atravesada por miles de grietas que
anticipan un colapso inminente.
Acercar la lupa al
sector público de Venezuela después de dos
décadas de gestión del chavismo y, sobre todo, tras seis años
de deterioro acelerado bajo el mando de Nicolás Maduro, supone observar
un mastodonte que todavía no se ha derrumbado del todo gracias a las
infraestructuras heredadas y a la implicación de sus trabajadores. Cuando
Iraida Ramírez comenzó en el hospital Doctor José Ignacio Baldó de Caracas,
conocido como El Algodonal, era poco más que una adolescente. Han pasado 34
años y desde entonces ha sido testigo de los cambios del país desde el departamento
de gerencia de un centro que fue referencia en el tratamiento de afecciones
respiratorias en Venezuela. “Lo teníamos todo, ahora no tenemos casi nada”. Es
el resumen de su rutina y la de los demás empleados. Hoy su lucha se inicia
cada mañana, todavía de madrugada, con el traslado a su despacho, un cuarto sin
ordenador ni alardes tecnológicos y asediado por los mosquitos en una caseta a
unos metros del servicio de tuberculosis. Para acceder a esa planta hay que
pasar un control de seguridad.
Ramírez habla
delante de un cartel que reza Sin sindicatos no hay
democracia. Recuerda que su poder adquisitivo ha ido mermando hasta
percibir 80.000 bolívares mensuales, menos de siete dólares al cambio real en
la calle. Pero no se rinde. Igual que Mónica Romero, de 42 años, 15 como
enfermera de cirugía, con el mismo salario. “Esto no tiene ningún futuro, pero
no me quiero ir. Estuve en Perú, me ofrecieron trabajo y no quise, después de
todo lo que luché”, asegura.
“Hacemos milagros”
Esta trabajadora
explicaba el pasado lunes que esta semana no hay muchas personas ingresadas.
“Las operan hoy, duran dos días, se dan de alta porque no hay solución ni
medicamentos”. Tiene que costearse los uniformes y consume su sueldo en
transporte. “A veces le pido a una persona que me lleve, si no, me tengo que
parar [levantar] a las cuatro de la mañana, caminar cinco kilómetros hasta la
avenida para ver si hay algún carro. Te cobran 2.000 bolívares para venir”,
continúa. La mayoría del
personal ya se fue, del hospital o del país. “Hay tres, cuatro
enfermeros por turno, nada más. Debería haber 15. Hacemos milagros”. Según la
ONU, desde
2015 más de cuatro millones de personas han abandonado Venezuela.
Ese es el año en
que el Instituto Nacional de Estadística publicó el último informe completo
sobre la población activa: 7,7 millones de trabajadores formales, de los que
una tercera parte son empleados públicos, y 5,4 millones de ciudadanos
dedicados a actividades informales. Más allá de los datos, la decadencia de los
servicios impulsados por la llamada revolución bolivariana, golpeados por una
emergencia económica sin precedentes, la corrupción y una
hiperinflación sin freno, es otra instantánea de las graves
disfunciones de Venezuela.
El Gobierno ha
atribuido en repetidas ocasiones el deterioro a la “guerra económica” que,
asegura, EE UU libra contra el chavismo. Maduro llegó a hablar de “guerra
contra los servicios públicos para hacer ingobernable a un país”. El pasado
mayo, en el primer reconocimiento explícito del régimen del inmenso deterioro,
el Banco Central reveló una caída del PIB del 52,3% desde 2013 —cuando Maduro
fue elegido presidente— y un aumento de la inflación del 180,9% en 2015 al
130.060% en 2018. “La crisis es estructural, llegó para quedarse”. Esta es la
advertencia que hizo el economista Asdrúbal Oliveros, director de Ecoanalítica.
La firma realizó recientemente, tras la primera oleada de apagones, un foro
sobre el reto de sobrevivir ante ese colapso. “No vamos a salir de eso, en
medio de este modelo, en medio de esta restricción financiera que tiene el
Gobierno. Vamos a suponer que Maduro quisiera arreglar la electricidad, ¿con
qué plata lo hace?”, se preguntó.
Por eso, el rival
de Maduro, Juan
Guaidó, jefe del Parlamento reconocido como mandatario interino por la mayoría
de los países americanos y europeos, trató de capitalizar el descontento de los
trabajadores públicos, de momento con éxito desigual. “Están completamente
conscientes, pero permanecen callados, no pueden hacer absolutamente nada. Es
una pelea de David contra Goliat, y en este caso es posible que gane Goliat.
Con toda la situación de violación de derechos humanos que ocurre en el país
las personas están en silencio, prefieren ver, oír y callar”, afirma un
administrador internacional de una gerencia general de PDVSAcon
16 años de antigüedad.
La compañía estatal
de petróleo era la joya de la corona de Venezuela, país con reservas de crudo por
encima de Arabia Saudí, y ahora, tras
años de mala gestióny el expolio multimillonario de sus
responsables, no
logra cubrir ni el mercado nacional. Este funcionario de rango
medio-alto, que cita a EL PAÍS con la condición de anonimato, explica que “todo
el mundo gana casi igual”. “No importa que tengas una maestría, dos carreras,
que hables tres idiomas. Igual a lo mejor no pasas de 120.000 bolívares (diez
dólares) mensuales y cobras en una quincena (bono que forma parte del sueldo)
46, 47, 49.000 bolívares”. Los empleados reciben cada dos meses una bolsa de
comida “bien equipada”, con “productos de primera”. No es la caja de los
Comités Locales de Abastecimiento y Producción, que apenas alcanza para una
familia y que periódicamente se reparte en los barrios y entre los trabajadores
públicos. Aun así, el incentivo es insuficiente. Y, ante el temor a las
represalias, prefieren irse antes que expresar su hartazgo. “Lo manifiestan con
su renuncia, se van de vacaciones y no regresan. Un grupo grande se va de
vacaciones y no regresa. Ni siquiera cobran utilidades ni nada. Se van. El que
logra sacar su jubilación, la saca y se va. En promedio diría que se van 600
personas mensualmente. Ahora quedan unos 95.000”.
Ese dilema entre
resistir y quedarse o huir
en busca de oportunidades es el que se respiraba hace
diez días en la ceremonia de graduación en la Universidad Simón Bolívar (USB),
uno de los centros públicos tradicionalmente más prestigiosos del país. La
sensación de abandono del campus es total. Más de 200 hectáreas en silencio. La
sede queda en una esquina del municipio de Baruta, algo alejada del centro
urbano, y ya no hay servicio de transporte para llegar. Ni recursos. Cada día,
menos estudiantes y profesores.
El rector, el
matemático Enrique Planchart, habla del esfuerzo por sobreponerse ante la
adversidad. Lamenta el deterioro del sistema, la situación económica, la
inseguridad, la separación de familias, la desinversión. “Esto se ha visto
reflejado en la USB”, afirma tras hilar un alegato por la educación como motor
del “pensamiento crítico”.
Alberto Armengol,
director de la sede del centro en el litoral, lleva 38 años en la universidad.
Nació en Barcelona y migró muy pequeño a Venezuela con su familia. “Aquí
habíamos vivido en una burbuja. Pero se reventó. De 105 autobuses que teníamos
para transporte de profesores y estudiantes, ya no hay ninguno. Es paradójico.
Ahora estamos viviendo una universidad elitista”, comenta a propósito de la
falta de recursos de los jóvenes para permitirse estudiar. Sobre la misión de
los docentes que resisten, opina que “hay un componente de mística”. “El
profesor que más gana, gana unos 25 dólares (22,5 euros) mensuales”, asegura.
Vocación
Probablemente esa
vocación hace que estos profesionales tengan menos inconvenientes en
expresarse. No es así en el metro de Caracas, donde Maduro empezó a trabajar
como inspector en 1990. En la estación de Antímano, que sirve a la Universidad
Católica Andrés Bello, no hay billetes. Los empleados prefieren no hablar —“hay
cámaras”—, los tornos están abiertos y los andenes están semivacíos. El aspecto
es fantasmal. En hora punta, la escena en la estación de Los Cortijos, repleta
de trabajadores, es distinta. El pasado lunes, los viajeros debían comprar unos
pedacitos de cartón sin banda magnética por 40 bolívares (0,002 euros) mientras
dos milicianos se encargaban de los controles. Eran casi las cuatro y media de
la tarde. Minutos después, comenzó un apagón masivo que obligó a suspender el
servicio y sumió al país en la oscuridad hasta la madrugada del martes.
El Gobierno de
Nicolás Maduro se sirve habitualmente de los empleados públicos (sobre todo del
personal de los ministerios) para sus exhibiciones de fuerza en las
movilizaciones. Todos están invitados, cuando no abiertamente forzados, a
participar en un sistema que sostiene al chavismo y en el que tienen un papel
de peso las bonificaciones del Estado y la red de distribución de alimentos
básicos de los Comité Locales de Abastecimiento y Producción (CLAP).
Esa dependencia
emana de forma casi exclusiva del Gobierno central, ya que las Administraciones
locales apenas cuentan con presupuesto. Su máxima expresión es el sector militar.
Las fuerzas armadas y policiales superan, en su conjunto, los 250.000
uniformados. Y a esas cifras se suman alrededor de un millón de milicianos. El
estamento militar, el más impenetrable de todas las ramas del sector público,
también atraviesa un momento de penuria y dificultades. Más allá del dinero que
los soldados rasos puedan lograr con pago de sobornos —como por ejemplo en las
gasolineras de Maracaibo—, su salario también asciende a un puñado de dólares.
Por esta razón,
Juan Guaidó lleva seis meses tratando de aprovechar su descontento para
provocar una ruptura de su cadena de mando. Sus llamamientos han producido
miles de deserciones. Sin embargo, esos números no han sido suficientes para
forzar una renuncia de Maduro. El último movimiento opositor de impulsar el
Tratado Internacional de Asistencia Recíproca, un acuerdo regional que incluye
una cláusula de defensa colectiva, fue declarado nulo ayer por el Tribunal
Supremo, controlado también por el chavismo.
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Caracas 28 JUL 2019 - 03:11 CEST
Foto principal: Una habitación de un hospital de Caracas. ANDREA HERNÁNDEZ EL PAÍS
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