A mediados de julio de este año, el
Foro de São Paulo, la plataforma que reúne a los partidos de izquierda de la
región, tuvo su encuentro más reciente. Al final del evento, en La Habana, los
participantes firmaron una declaración que puso en evidencia una de las fallas
cruciales de la izquierda: se respaldó a los gobiernos de Venezuela y
Nicaragua, que atraviesan una injustificable deriva autoritaria.
Al hacerlo, la izquierda
latinoamericana mostró, una vez más, su desinterés por temas tan centrales de
la vida democrática como la garantía de los derechos humanos, la transformación
de las economías que dependen todavía de las materias primas y el
fortalecimiento de las instituciones transparentes y autónomas.
Una izquierda acorde a las exigencias
de nuestro tiempo podría crear un contrapeso a una derecha que, en algunos
casos, ha intentado imponer una agenda cultural conservadora. Por ello es
indispensable que América Latina tenga una izquierda democrática. Pero,
lamentablemente, la región está lejos de tenerla. Se trata de un escenario
adverso para los liberales: si queremos consolidar la vida democrática
latinoamericana es ineludible tener tanto a una derecha como una izquierda
sensata.
La región vive un auge de la derecha
tecnocrática, que llegó al poder en buena medida para poner fin a gobiernos de
una izquierda desprestigiada y, en algunos casos, enarbolando banderas
conservadoras que prometían promover los “valores familiares”. Así resultaron
victoriosos Mauricio Macri en Argentina, Sebastián Piñera en Chile e Iván Duque
en Colombia.
Aunque la derecha ha carecido de
imaginación social y no es especialmente sensible a los derechos de las mujeres
y la diversidad cultural, está asociada con el orden; lo sea o no, a menudo se
le percibe como más sensata que la izquierda en el manejo de la economía y de
la gobernanza. También, a diferencia de un amplio sector de la izquierda
latinoamericana, los gobernantes de derechas han sido firmes en condenar de
manera unánime la represión y naufragio antidemocrático de la Venezuela de
Nicolás Maduro y la Nicaragua de Daniel Ortega.
Hay algunas limitantes en la izquierda
actual que tendrían que superar por el bien de la región: insiste en una
retórica beligerante y divisionista que recuerda a la Guerra Fría, carece de
suficiente audacia en el terreno económico y hace demasiadas concesiones al
autoritarismo represivo.
La izquierda latinoamericana tiene un
problema de imagen y vocabulario. Todavía se escuchan términos como “lacayos
del imperio”, “OEA, ministerio de colonias” o “derecha apátrida y racista”; y
se aprecia una nostalgia por el pasado evidenciada en la idolatría de la figura
patriarcal y autoritaria de Fidel Castro, que vimos tanto en Hugo Chávez como
en José Mujica y en Michelle Bachelet.
También se ha rehusado a abandonar una
retórica antineoliberal anquilosada. Conserva un discurso populista que apela a
los recuerdos de un pasado venturoso de Estados paternalistas, como el
peronismo argentino o el nacionalismo mexicano. Pese a su legítima preocupación
por la desigualdad, la izquierda no parece entender la economía del siglo XXI,
diversa y globalizada. Este no es el caso de las izquierdas más exitosas en el
continente: la uruguaya y chilena, que conservaron políticas “neoliberales” sin
perder su vocación social.
Una izquierda democrática tendría que
entender que la superación de la pobreza no depende del protagonismo
asistencial del Estado o de los precios de las materias primas, sino de
políticas dirigidas a la producción, el conocimiento y el desarrollo de
tecnología. Del mismo modo, debe empezar a incorporar en su proyecto económico
a tres figuras que hasta ahora han estado ausentes: el empresario, la
creatividad individual y el mérito.
Por último, una fracción sustancial de
la izquierda latinoamericana no parece conceder importancia a la destrucción de
las instituciones democráticas o a la corrupción. La declaración del Foro de
São Paulo condona tanto la persecución judicial del régimen de Daniel Ortega a
opositores como la corrupción del expresidente Lula da Silva, puesta al
descubierto por la operación Lava Jato.
Esa solidaridad con líderes condenados
por corrupción y con regímenes represores —como los de Cuba, Nicaragua y
Venezuela— es escandalosa. Rechazan “de forma enérgica la política
intervencionista de Estados Unidos en los asuntos internos de la Nicaragua
sandinista”, condenan “la guerra no convencional […] aplicada por el
imperialismo yanqui y sus aliados […] contra la Revolución bolivariana” y piden
a Estados Unidos “la indemnización al pueblo cubano por los daños y perjuicios
causados por más de medio siglo de agresiones”. La declaración fue suscrita por
partidos como el Movimiento de Regeneración Democrática (Morena), ganador de
las recientes elecciones en México, y por sectores de las izquierdas uruguaya y
chilena, que tradicionalmente eran más moderadas.
Es incoherente e inmoral que la
izquierda latinoamericana, que en el pasado luchó con valentía por los derechos
humanos de las víctimas de las dictaduras militares de derecha y que aún hoy
denuncia sus excesos, sea cómplice de las atrocidades que se cometen en
Venezuela y Nicaragua.
Esta es una mala noticia para los
liberales de América Latina: necesitamos una izquierda aliada con un discurso
liberal y que comparta los valores de defensa de los derechos individuales y la
diversidad cultural. Esto es de gran importancia ahora, cuando estamos
presenciando ataques xenofóbicos y una reacción conservadora a los reclamos de
movimientos feministas.
La izquierda debe sacudirse la
tentación autocrática y la retórica estancada en el pasado que le impide
contribuir, junto con otras fuerzas políticas, a combatir la desigualdad y
defender la justicia y la equidad. Esa izquierda no tiene que empezar de cero,
sino volver a su tradición histórica más exitosa: la socialdemocracia.
A mediados del siglo pasado, las
medidas de la socialdemocracia —la búsqueda de equilibrios entre mercado y
Estado, la defensa de las libertades públicas y la implementación de políticas
sociales sostenibles— ayudaron a consolidar las democracias más pujantes,
fuertes y respetuosas de los derechos humanos del planeta.
En el marco de unas instituciones
democráticas sólidas y de la realización de elecciones libres, la izquierda
puede balancear el poder e influencia de políticas conservadoras que no
atiendan la injusticia social ni los avances culturales. América Latina
necesita tanto a una derecha plural como a una izquierda democrática, alejada
del autoritarismo y de la grandilocuencia del pasado.
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