Lo que ha habido en
Venezuela desde 2015 es un choque de trenes entre dos legitimidades paralelas:
Presidencia frente a Parlamento
Diarios muy católicos, tertulianos de
orden y políticos de misa de doce aplauden el levantamiento de barricadas
incendiarias y justifican atentados contra la policía. Históricos comunistas y
no tan históricos izquierdistas defienden a las fuerzas de orden público que
aporrean ciudadanos, llaman terroristas a los manifestantes y se indignan por
la magnitud de las protestas callejeras. Quizás algún día se estudie en
nuestras universidades el kafkiano efecto que la crisis política venezolana
está generando… en España.
¿Es Maduro un dictador, o un
presidente democrático amenazado por los grandes poderes fácticos? ¿Es la
oposición un grupo de conspiradores golpistas pagados por el Capital o una
legión de desprendidos héroes dispuestos a inmolarse por su amado pueblo? ¿Son
terroristas los manifestantes que paralizan, cada día, las calles de Caracas o
son ciudadanos hartos de la represión y la miseria? ¿Están las naciones
extranjeras que se oponen a Maduro movidas por el amor a la libertad o, más
bien, les empujan intereses económicos?
Es obvio que, como suele ocurrir en
cualquier conflicto nacional o internacional, las grandes preguntas no pueden
responderse sin entrar en una serie de matices. En Venezuela, especialmente,
apenas hay blancos o negros, todo está lleno de tonos grises de distinta
intensidad. Quizás por eso sorprenden los juicios tan categóricos, tan
radicales que se emiten en nuestro país y que no dejan resquicios para la duda,
el debate o los matices.
Antes por tanto de entrar en el fondo
de la crisis venezolana, conviene preguntarse por qué este tema suscita tanto
interés y tanto hooliganismo entre nuestros políticos y periodistas. No dudo de
que en algunos casos prima la normal preocupación que genera la situación de
violencia y de involución democrática que se está registrando en ese país. Sin
embargo, esa explicación por sí sola no sirve para la mayoría de quienes
claman, desde los atriles y los medios, contra "el dictador Maduro".
Estos lo hacen, principalmente, por intereses puramente económicos y, ya de
paso, porque creen que les viene bien para atacar a un adversario político
llamado Podemos. Si no fuera así, si la libertad fuera verdaderamente su
bandera, no se irían corriendo a vender nuestro AVE a Arabia Saudí, o a hacer
negocios en Guinea Ecuatorial, o a incrementar nuestras relaciones comerciales
con China… por citar tres ejemplos. ¿Solo nos importa la libertad de Venezuela?
O más bien ¿solo nos importa la libertad si el tirano de turno es incómodo para
nuestras aspiraciones económicas?
Pruebas para pensar mal las tenemos
cada día. Nuestro Rey y nuestro Gobierno agasajan a los príncipes saudíes para
sacar tajada y no tienen reparos en callar ostentosamente ante las violaciones
de los derechos humanos que se perpetran, cada día, en esa dictadura; da igual
que las mujeres saudíes no puedan ni siquiera conducir, que exista el
esclavismo, que se decapite en las plazas públicas o que su Ejército esté
masacrando a la población de Yemen. Y qué decir de esos prohombres del
socialismo que como José Bono negocian pingües contratos con el dictador Obiang
sin importarle un pimiento que el siniestro personaje lleve casi cuarenta años
tiranizando a su pueblo. ¿Y Felipe González?, ese antiguo socialista que se ha
convertido en el martillo inquisidor contra el líder venezolano. ¿Qué quiere
nuestro expresidente que pensemos cuando le oímos decir barbaridades tales como
que Pinochet respetaba más los derechos humanos que Maduro… y cuando no le oímos
levantar un mísero susurro para denunciar regímenes como el saudí, el guineano
o el chino. ¿Somos podemitas por pensar que su obcecación personal, casi
enfermiza, en Venezuela y solo en Venezuela debe obedecer a intereses que poco
tienen que ver con la salvaguarda de la democracia?
En la orilla contraria son cada vez
menos las voces en Podemos que respaldan incondicionalmente a Maduro. Después
de unos años de cierre de filas con el régimen bolivariano, ha llegado a la
coalición morada, afortunadamente, el tiempo de los matices. Aún así sigue
habiendo un número nada desdeñable de políticos, periodistas y ciudadanos de
izquierdas que apoyan, casi fanáticamente, al Presidente venezolano. La mayoría
de los ejemplos que he dado antes, utilizados a la inversa, servirían para
poner en evidencia sus discursos. ¿Nos parece despreciable que se disparen
pelotas de goma en las manifestaciones contra el G-20, pero lo justificamos en
Caracas? ¿Somos los estandartes de la libertad y de la denuncia de cualquier
ataque a los derechos fundamentales… salvo que los excesos los cometa "uno
de los nuestros"?
Intentando ser objetivo, aunque
consciente de que no lo lograré y, sobre todo, de que no contentaré a nadie,
resumiré brevísimamente cómo veo la situación actual. Nicolás Maduro no es un
dictador, pero los pasos que está dando nos hacen pensar que puede acabar
siéndolo muy pronto. Digan lo que digan sus detractores, es un presidente
democrático puesto que fue elegido en unas elecciones libres que fueron
avaladas por la mayor parte de los observadores internacionales (entre ellos
había políticos españoles, incluidos miembros del PP). Es también cierto que,
desde el principio, tuvo que lidiar con una oposición y una comunidad
internacional que trataron de deslegitimarle y de desestabilizarle. Sin embargo
la pérdida de buena parte del apoyo popular que ha ido sufriendo, obedece al
dramático deterioro de la economía, fruto del bajo precio del petróleo y
también de su nefasta gestión financiera. Fue por ello, principalmente, por lo
que Maduro perdió estrepitosamente las elecciones de 2015 que permitieron a la
oposición controlar la Asamblea Nacional con una apabullante mayoría.
Desde entonces lo que ha habido en
Venezuela es un choque de trenes entre dos legitimidades paralelas: Presidencia
frente a Parlamento. No seré yo el que diga quién ha retorcido más la ley para
intentar restar poder al contrario. Dejémoslo en que ambos lo han hecho de
forma torticera. No obstante, es un hecho que las últimas elecciones,
celebradas con garantías, las ganó holgadamente la oposición y ello le confiere
una legitimidad que no tiene un Maduro hundido también en las encuestas.
Venezuela debe encontrar una salida del angosto
callejón en el que se encuentra. Para buscarla se puede optar, como hace su Presidente,
por encarcelar opositores, reprimir violentamente a los manifestantes, amenazar
a fiscales, jueces y periodistas y, finalmente, hasta disolver el Parlamento; o
bien, como hace la oposición, se puede atentar contra policías, sumir el país
en el caos, disparar desde un helicóptero contra el Tribunal Supremo y hasta
derribar por la fuerza al inquilino del Palacio de Miraflores. Cualquiera de
los dos desenlaces sería dramático y, muy probablemente, iría acompañado de un
baño de sangre. Hay una tercera vía (yo no encuentro una cuarta) que pasa por
dar la voz al pueblo. Unas elecciones con todas las garantías y supervisadas
por observadores internacionales se presentan como la única salida incruenta.
No es una tarea fácil, pero la comunidad internacional debería ponerse ya manos
a la obra. Espero que lo hagan sin dejarse contagiar por el hooliganismo
español y consigan que sean las urnas y no las armas las que marquen el futuro
de Venezuela.
02/08/2017 - 20:24h
Manifestación en Venezuela EFE
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