De todas las torceduras ideológicas bolivarianas esa del fracaso parece ser la más consoladora
Una vez escuché a hablar a solas a Hugo Chávez. Fue durante una
entrevista que me concedió para El
Nacional de Caracas,
20 años atrás, una mañana especialmente lluviosa en que un edecán me condujo a
un corredor de La Casona, la residencia presidencial. Encontré al presidente un
poco adentrado en el césped de un jardín interior, de pie y de espaldas,
ensimismado, mirando a lo alto del cerro Ávila.
Acostumbrado yo a andar entre actores, sentí que flotaba algo reciente
en aquella rodaja palaciega de “soledad en público” que se me ofrecía: el
presidente componía impromptu un cuadro vivo para sensibilizar a la
prensa cuyo tema era la agobiante soledad de los imprescindibles.
Chávez fingió al fin percatarse de mi llegada y todo comenzó, cordial y
sosegadamente. No sé repreguntar: tal es mi punto flaco como entrevistador y,
en lugar de llevar una lista de preguntas difíciles, me dio por ofrecerle a
Chávez algunos temas y pedirle a aquel consumado charlatán ¡que elaborase sus
pareceres en torno a ellos!
Regresé a casa muy descontento de mi cortedad, pero me compensó la
vislumbre de que el entrevistado hubiese pretendido componer un cuadro
inequívocamente bolivariano. Que Chávez hubiese saltado dentro de una dicaz
figuración asociada a lo más broncíneo del culto del héroe, como quien salta
dentro de una bata para recibir, no ha dejado de inquietarme desde entonces.
Detengámonos en esa, su “fisicalidad”, para usar un término del Actor’s Studio. De estar yo en lo cierto, el presidente debió adoptarla a la carrera, calculando el efecto, corrigiendo este o aquel detalle del perfil, del atuendo, del semblante, etcétera. ¿En qué pensaba mientras tanto? En la Revolución, se nos dirá. En la Historia.
Los pensamientos son también “conducta interior”, afirman los
behavioristas radicales. Y hay razones para pensar que los de Chávez, como los
pensamientos del Robespierre de Anton Buchner, pudieron “vigilarse unos a
otros”. Para no especular, para acortar las distancias del error, quizá
convenga refinar el método y preguntar primero: “¿Le sucedió a alguna vez a
Chávez estar a solas alguna vez?”. A solas es cuando más fácilmente nos abate
la inescapable certeza del fracaso.
El fracaso, he ahí una palabra de indecible poder encantatorio para los
bolivarianos como Chávez. Esa aflicción de haber “arado en el mar”, ¿cómo
engastaba en el modelo de realidad que pudo hacerse Chávez cuando, por
equivocación, se quedaba a solas siquiera un instante con el fracaso?
El fracaso de Bolívar: lo más suculento del bolivarianismo. De todas las
torceduras ideológicas bolivarianas esa del fracaso parece ser la más
consoladora: aporta una retórica y un modelo moral. Lo demás es marxismo
vulgar, teoría de la dependencia y del imperialismo.
La infatuación bolivariana con su fracaso brinda, en cambio, la ventaja
de sublimar la dictadura como filantropía del héroe que nos sojuzga para
salvarnos de nosotros mismos, para defender la revolución y rescatarla de los
desaprensivos, de los traidores y de los corruptos.
Nunca como al final de sus días había sonado Chávez tan bolivariano en
su mal disimulado descreimiento de la democracia. La lectura que, poco antes de
morir, hizo en su programa televisado de sus pasajes favoritos de El general en
su laberinto fue una extraordinaria experiencia de proyección: Chávez hizo suyas
las razones que tuvo Bolívar para optar por la dictadura. La pose de hacía años
en el jardín de La Casona no era del todo impostación fraudulenta.
Para desgracia de Chávez, esa traslación que hacía del Weltschmerz
romántico de la tragedia de Bolívar es insostenible hoy por una catastrófica
nulidad como Nicolás Maduro. Maduro es el fracaso sin puesta en escena.
13 JUN 2017 - 23:40 CEST EL PAIS
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