Que el primer santo venezolano llegue a ser un médico, es algo que lo
llena a uno de profunda emoción (¡una alegría en medio de tanta angustia!),
porque todos nuestros médicos llevan algo de la santidad de José Gregorio
Hernández y –encima– ucevista, ¿qué más se puede pedir? Graduado de médico en
1888, se fue a hacer “la rural” a su Isnotú natal.
Le habían ofrecido ayuda económica para montar un consultorio en
Caracas, pero él la rechazó amablemente diciendo: “En Isnotú no hay médicos y
mi puesto está allí, allí donde un día mi propia madre me pidió que volviera
para que aliviara los dolores de las gentes humildes de nuestra tierra. Ahora
que soy médico, me doy cuenta que mi puesto está allí entre los míos”.
Pero luego de un año de ejercicio en los Andes, recibió una beca de la
fundación Gran Mariscal de Ayacucho de la época y se fue a estudiar a París. A
su regreso al país se convirtió en uno de los pioneros de la modernización de
la medicina venezolana.
Fue de los fundadores de la Academia de Medicina y una autoridad en
materia de bacteriología. A él se debe la introducción del microscopio en
Venezuela, lo que ya es en sí mismo un milagro, si recordamos que hablamos de
finales del siglo XIX, cuando el país no estaba para muchos miramientos
sanitarios.
Publicó algunos trabajos de investigación sobre diversas materias
vinculadas a su quehacer. Sus intereses intelectuales fueron diversos: la
música, el arte, la filosofía y –naturalmente– la teología. Hablaba inglés,
francés, portugués, alemán e italiano, dominaba el latín y tenía conocimientos
de hebreo (esta gente de antes, empeñada en avergonzarlo a uno. Claro, no tenía
Instagram ni Whatsaap, ¡así cualquiera!).
Como galeno, su fama de persona incondicionalmente entregada a su
prójimo fue notable y si no ha sido canonizado antes es porque tal virtud en un
médico venezolano es cosa natural. Pero el fue más allá: la vida del Dr.
Hernández estuvo llena de notables muestras de santidad, en primer lugar, en
relación con la devoción por su trabajo como médico, profesor e investigador,
amén del compromiso y entrega con sus pacientes y –naturalmente– su vida de
hombre de profunda religiosidad.
En lo que respecta a este último aspecto, hay que comenzar por decir que
su segundo apellido: Cisneros, le conecta con uno de sus antepasados, el
cardenal Cisneros, confesor de la reina Isabel la católica. Sintió el llamado
de la vocación religiosa y se fue a una cartuja en Italia. Los cartujos son de
las órdenes religiosas de mayor austeridad y rigor. El silencio es parte de su
norma de vida. Siempre que pienso en los cartujos viene a mi memoria el
simpático chiste del novicio que solo tenía la posibilidad de decir dos
palabras al año al padre abad, pasado el primer año le dijo:
¡Cama dura!
El abad le respondió:
Hijo, las durezas de tu cama recuerdan lo duro que es el camino que has
tomado del seguimiento de nuestro Señor.
Pasado un año, tuvo la segunda entrevista con el abad:
¡Comida escasa!- dijo el novicio.
El abad respondió:
Hijo, la comida frugal nos recuerda que nuestro paso por la vida es
breve, que los goces de este mundo son pasajeros, que la humildad es buena y
que nos preparamos aquí para la plenitud celestial.
Pasó otro año y el novicio tuvo su encuentro programado con el superior:
¡Me voy!- dijo.
Gracias a Dios, hijo, –respondió el abad– porque no abres la boca sino
para quejarte.
No fue el caso del Dr. José Gregorio Hernández, que enfermó en el
monasterio y el superior le recomendó regresar a Venezuela para reponerse. El
resto de su vida se dedicó a la medicina y a ayudar a los más necesitados.
Casualmente se dirigía a atender a una paciente humilde cuando en la esquina de
Amadores fue arrollado por un vehículo al descender del tranvía.
Ser oficialmente santo no es cosa fácil, más si se viste de paltó, corbata
y se lleva sombrero, aunque José Gregorio ya lo es en el alma venezolana. Los
trámites comenzaron en 1949. El papa Juan Pablo II lo declaró “venerable” y
ahora un nuevo milagro lo pone en camino de su beatificación. Se trata de una
niña de 13 años víctima del hampa que llegó al hospital con un tiro en la
cabeza, luego de 4 horas de vía crucis. Contra todos los pronósticos
científicos, se recuperó de manera inexplicable. Su madre la había puesto en
manos de José Gregorio Hernández. Un milagro que de pasada pone de manifiesto
los infortunios y angustias cotidianas de nuestra gente.
¡Ay!, nuestra misteriosa y a veces incomprensible patria, donde unos
destruyen vidas mientras otros luchan afanosamente por salvarlas, haciendo
milagros así en la tierra como en el cielo.
Venerable siervo de Dios José Gregorio Hernández: Venezuela esta pobre y
está enferma, dos situaciones de dolor que por igual te conmueven. Concédenos
el milagro en el que todos estamos pensando justo en este preciso instante..
@laureanomar
Curadas / Fuente: Tal Cual
21 de Junio del 2020
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