“La
traición fue total, generalizada y sin excepciones, desde la izquierda hasta la
derecha.”
Sebastian Haffner, Historia
de un alemán, 1939
Héctor
Schamis, consejero académico del Centro para la Apertura y el Desarrollo de
América Latina y profesor en el Centro de Estudios Latinoamericanos y en el
programa Democracy & Governance de la Universidad de Georgetown, además de
ser un importante especialista en asuntos latinoamericanos, es uno de los más
destacados columnistas internacionales del periódico español El País. Desde cuyas
páginas de opinión sigue la evolución de la política regional y hemisférica,
con particular incidencia en el insólito universo político venezolano.
No deja
de ser sorprendente y atractivo para un perspicaz analista político como
Schamis, habituado a comprender procesos sociopolíticos sujetos a cierta lógica
y un mínimo ordenamiento categorial, asomarse al extravagante decurso de
un proceso absolutamente ajeno a todo logos, a toda racionalidad discursiva, a
toda tradición y, por eso mismo, inédito en el escenario mundial. Una
“revolución” sin parangón con ninguna otra revolución socialista conocida, de
cuya tradición se reclama, y de tal manera extravagante, inescrupulosa y
desenfada, que se arrastra por los laberintos dictatoriales dejando ver sus
vísceras sin pudor alguno. Que yo sepa, es la primera revolución
contrarrevolucionaria de la historia. Que se propone regresar al más remoto
pasado en nombre del más remoto futuro. Haciendo de la corrupción y la mentira
sus principales instrumentos de dominación.
Pues
estamos ante la resurgencia del más oscuro corazón de nuestras tinieblas. Ante
la cual no cabría otro comentario que aquel que expresara al morir Kurz, el
siniestro personaje en las sombras de esa extraordinaria novela de Joseph
Conrad: ¡El horror! ¡El horror! Si bien en este horror aún no se registran
casos de canibalismo, ya se observa a miles de venezolanos hambrientos
rastrojeando en los basurales y peleándose por trozos de perros muertos para
poder sobrevivir. El único zoológico de Caracas ve mermar sus ejemplares en
aras de alimentar a sus hambreados asaltantes. Mientras las pandillas
narcotraficantes y narcoterroristas que controlan al país, en concubinato con
sus fuerzas armadas, bajo el control y la dirección del gobierno cubano,
verdadero dueño del país, se enriquecen más allá de toda imaginable medida. No
es el rey Leopoldo de Bélgica el amo de este congoleño corazón de las tinieblas:
fue Hugo Chávez y Fidel Castro, en el pasado y hoy lo son Raúl, su hermano y
Nicolás Maduro, su agente. Así se niegue, según señalan los medios
internacionales, a seguir el consejo de monseñor Parolin, jefe de la
cancillería vaticana, que pareciera querer instarlo a retirarse de Venezuela y
permitir la transición hacia su democracia. Según esos medios, Raúl Castro
alegaría la cerril oposición de los sectores más radicales y obtusos del
Partido Comunista cubano. ¡Como si ellos no fueran tan esclavos suyos como lo
son Nicolás Maduro y sus esbirros!
Le asiste
absoluta razón a Héctor Schamis al culpar a la MUD, epitome de la oposición
venezolana, de practicar la claudicación como práctica política
sistemática. Y demostrarlo enumerando las veces en las que ella incurriera
expresamente en dicha perversa práctica. Vale decir: someterse sin mayores
objeciones ni impedimentos a las presiones y a las tentaciones de poder con las
que la mangonea la dictadura. Así lo traten de enmascarar los dirigentes de sus
partidos, acompañados de sus doctores, asesores y comunicadores. Inconscientes
de la inmensa gravedad del asalto o cómplices indirectos, por acción u omisión,
del asalto mismo. Lo que resulta patético y lamentable dada la obviedad de la
falsía de tales tentaciones y la crudeza sin límites de sus presiones. Así como
las graves consecuencias de tales claudicaciones. Es más: comprobado,
además, la inutilidad de tales tentaciones cuando aparentemente se obtienen los
frutos y se los pone ante la comprobada incapacidad de los triunfadores para
hacer con el poder conquistado aquello para lo que fueran delegados por
aclamación, como sucediera con la extraordinaria conquista de la mayoría
calificada de la Asamblea Nacional, tirada al basurero de bravuconadas,
bravatas y gesticulaciones inútiles. Enumera los ya innumerables casos que lo
demuestran. Y lo que constituye más que un acto de claudicación, un acto de
traición al pueblo venezolano reiterado cada vez que la fuerza de la
resistencia callejera llevara al régimen al borde del abismo, para salvarlo a
la hora de la campanada. ¿Estupidez o infamia? No tengo la respuesta.
Esta
claudicación continua y sistemática no tiene parangón en nuestra historia. Sin
dichas claudicaciones, el régimen hubiera llegado a su fin y la democracia se
hubiera reinstaurado en Venezuela desde hace por lo menos tres años, cuando al
cabo de la insurrección estudiantil puesta en marcha por Leopoldo López,
poniéndose de espaldas a los acuerdos de esa misma MUD en febrero de 2014,
Nicolás Maduro se viera en la obligación de mandar a los estados andinos tropas
de auxilio de sus fuerzas armadas, urgiera el auxilio del narco presidente
Ernesto Samper al frente de la Unasur y clamara por el socorro de todas las
cancillerías latinoamericanas para sacarlo del apuro. Ante cuya desesperación,
en vez de terminar por darle el puntillazo en ese momento postrero,
corrieran en su auxilio Henry Ramos, Julio Borges, Manuel Rosales y Henry
Falcón, lanzándole el salvavidas auto mutilador del llamado diálogo. Al
que el régimen respondiera con el enjuiciamiento y condena de Leopoldo López,
el encarcelamiento de Antonio Ledezma, de Daniel Ceballos y centenas de jóvenes
insurrectos. Imposible caso más ejemplarizante del fracaso de intentar dialogar
con un régimen dictatorial. Vale decir: del inequívoco resultado de la
claudicación. Cabe la pregunta: ¿una claudicación involuntaria o consentida,
buscada expresamente o resultado de la ignorancia y la inexperiencia del
llamado liderazgo? Como parecen ser sistemáticas, cabe imaginar que son parte
de la política de la MUD: impedir la rebelión y apostar todos sus fuegos a una
salida consensuada del más puro estilo lampedusiano: cambiar todo para que no
cambie nada. El monstruo de dos espaldas de la cuarta y la quinta,
magistralmente representadas por el socialdemócrata Zapatero.
A pesar
de la disposición en contrario de la llamada Mesa de Unidad Democrática, esa
condena y esos encarcelamientos, en lugar de terminar por acallar la rebelión,
la potenciaron. Gracias, en gran medida, a la porfía contestataria de nuestros
dos presos políticos emblemáticos, a la lealtad de sus seguidores, a la
solidaridad de los factores verdaderamente opositores, con o sin partido, a la
visión de futuro de una sociedad que además de exigir sin medias tintas el
desalojo del régimen dictatorial ha asomado su deseo de construir una nueva
Venezuela, auténticamente liberal, moderna y democrática y a los brutales
hechos: una crisis humanitaria sin precedentes en América Latina, un volcánico
descontento popular que terminó por unir a todas las clases y sectores sociales
en un magma insurreccional como nunca antes visto en nuestro país, a la
solidaridad internacional prácticamente unánime de todas las democracias del
mundo. Al comportamiento extraordinario del secretario general de la OEA, Luis
Almagro. A la ejemplar venezolanidad de nuestra Iglesia Católica, al coraje y
la lucidez de nuestros obispos y cardenales. Jamás Venezuela estuvo más cerca
de hacer tierra arrasada con la dictadura ya abiertamente castrocomunista de
Nicolás Maduro, sacudirse las taras y lacras del presente y del pasado y
abrirse a la construcción de la gran Venezuela del futuro con la que la inmensa
mayoría de sus ciudadanos soñamos. Un 85% de nuestra ciudadanía, según todas
las encuestas.
Algún día
se escribirá la historia de esos últimos cien días que conmovieron al mundo.
Abarcan los meses de abril, mayo y junio últimos, saldados con 144 asesinatos
de jóvenes mártires – en su inmensa mayoría jóvenes de entre 14 y 22 años, de
origen humilde y muchos de ellos hijos únicos de familias proletarias decididos
a dar sus vidas en aras de ese futuro anhelado, miles de heridos y miles
de presos políticos. Ante la indignación de una comunidad internacional
resuelta, como lo señalara el presidente de los Estados Unidos, a emplear todos
los medios disponibles y necesarios para ponerle fin a la que bien podría ser
llamada “la tragedia venezolana”.
Conozco
casos estremecedores que testimonian de la decisión de combate de los
venezolanos de los más distintos estratos sociales. Médicos y paramédicos de
clínicas caraqueñas que dejaron sus consultorios y salieron a las calles de sus
alrededores para sumarse a la lucha generalizada en una decisión insurgente
desconocida para todos ellos. Enfrentándose a las bandas de desalmados
motorizados y armados hasta los dientes con los que la dictadura intentó
controlar lo que ya se veía como inevitable: una masiva y general insurrección
popular infinitamente más vasta y profunda que la del 23 de enero de 1958, sin
el asomo de un solo uniforme: la sociedad civil parecía decidida a asumir los
destinos del futuro en sus manos y avanzar hasta derribar los muros de la
tiranía.
¿Qué
sucedió para que ese magma volcánico se detuviera en seco, las masas
insurrectas volvieran al aislamiento de sus hogares y los prolegómenos de esta
auténtica revolución democrática se empacharan en el asombro, la parálisis y el
silencio? ¿Qué hecho desconcertante y ominoso pero de un brutal efecto
demostrativo pudo frenar el ímpetu revolucionario de los venezolanos, fracturar
el más doloroso, sangriento y sacrificado esfuerzo en vidas y permitir la
sobrevivencia de la dictadura cuando sus cabezas parecían rodar por los suelos?
¿Cuál fue esa última claudicación, al parecer definitiva, de quienes teniendo
en su poder el desalojo del régimen terminaron por asegurarle su sobrevivencia
y ahogar las fuerzas de la insurgencia?
Es
demasiado temprano para contar la historia de estas claudicaciones, coronadas
por la gran claudicación culminada con el sorpresivo desenlace del 9 de julio
de este sangriento 2017. Cuando los largos, sistemáticos y denodados esfuerzos
del agente de los Castro, el socialista español José Luis Rodríguez Zapateros,
visitando al prisionero de Ramo Verde lograra finalmente el éxito de sus esfuerzos,
cuyos objetivos jamás ocultara: impedir el desalojo e imponer la estrategia
castrista de mantener en el poder a Nicolás Maduro. De cuyos servicios a la
tiranía cubana una afirmación de Fidel Castro puesta de titular en el órgano
impreso del régimen Granma al comienzo de su mandato dejara impresa constancia:
“Nicolás Maduro es nuestro hombre en Caracas”. Quebrarle las piernas a toda
resistencia, llevar a la llamada oposición por los oscuros callejones
electorales de la dictadura y montar desde ahora mismo, como una zanahoria
atada al burro de la vieja leyenda, las elecciones presidenciales para
diciembre de 2018.
No es la
primera ni será la última vez que una dirigencia política inconsciente
traicione deliberadamente a un pueblo indignado y resuelto a emanciparse.
Cumpliéndose una vez más el famoso apotegma del alemán Carlos Marx, según el
cual la historia repite sus tragedias, pero como farsas. Así se refirió el gran
intelectual alemán Sebastian Haffner a la traición de los políticos al pueblo
alemán en enero de 1933: “Claro que tuvo que ocurrir algo más para que este
mecanismo fuese perfecto: la traición cobarde de los dirigentes de todos los
partidos y organizaciones en quienes confió el cincuenta y seis por ciento de
los alemanes que votó en contra de los nazis el 5 de marzo de 1933…Sólo esta
traición puede explicar de una vez por todas el hecho, a primera vista inexplicable,
que una gran nación, que al fin y al cabo no sólo está compuesta de cobardes,
cayese en semejante vergüenza sin oponer ninguna resistencia. La traición fue
total, generalizada y sin excepciones, desde la izquierda hasta la
derecha.”
Historia
de un alemán, Sebastian Haffner, Págs. 138-139. Ediciones Destinos, 2001,
Madrid, España
07 DE SEPTIEMBRE DE 2017 12:04 AM
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