La guerra civil de
baja intensidad que vive Venezuela, alimentada por una enorme barahúnda
conceptual y moral que atizan centrales de guerra psicológica y desinformación,
embargos noticiosos, exaltados tuiteros, dobles líneas de mando, dispensadores
de consejas electrónicas y aspirantes profetas, genera insidias.
Una de las más
perniciosas es el naciente intento de dar vida a una matriz de opinión según la
cual todos los males del país serían de cargar a la cuenta de un inepto
presidente Maduro, culpable de malograr el inmejorable proyecto político del
padre fundador.
El camino a la
pacificación y salvación nacional pasaría, pues, a ser aquel que condujera a
restaurar en su prístina pureza el plan político, nacido bajo un samán, del
teniente coronel Hugo Chávez Frías. La mayoría de los funcionarios, ex
funcionarios de gobierno y ex militares recientemente pasados a la disidencia
–incluso el clamoroso caso de la fiscal Luisa Ortega Díaz– han invocado como
principal motivo de su proceder la inaceptable desfiguración, por parte de
Maduro, del chavismo originario y su desesperado intento por esconder sus
violaciones a la Constitución, fracasos, hambrunas, muertos y deudas tras la
gigantesca cortina de humo de una Constitución nueva, lo cual es para ellos la
prueba concluyente de las infidencias del heredero para con el padre-tótem de
la magna charta de 1999.
Este conato de guerra
civil, con heroísmos, asesinatos de Estado y barahúndas, reproduce pues dos de
los más erróneos hábitos mentales de los políticos de cepa latina: a) Creer con
fe inmarcesible que los arquetipos de la perfección están en algún glorioso
pasado a recuperar (un clásico del pensamiento mítico) y b) Creer que basta
cambiar una ley para que automáticamente mejore la realidad sobre la cual
versa.
Tras un desastre
natural o social no es inteligente limitarse a restaurar y reconstruir en lugar
de obrar prioritariamente para que su repetición se vuelva imposible o menos
dañina. La lección que del tsunami chavista recibió Venezuela (y
tangencialmente la región) es, pues, demasiado relevante para no intuir los
peligros que se derivarían de un poschavismo reducido a mera restauración de un
imperfecto pasado democrático, a un statu quo ante que
volvería entonces con el tiempo a generar más Chávez, o de un posmadurismo que
endiosara y totemizara al héroe-padre-fundador, pues ambos caminos reconducen,
a velocidades diferentes,… a Chávez. La primera es la meta que nunca han dejado
de acariciar quienes medraron en una democracia por ellos confiscada y
desfigurada; la segunda es razón de ser de un creciente grupo de chavistas
decepcionados que se asumen como vestales de una ortodoxia fundadora a rescatar.
El futuro próximo de
Venezuela quedaría así reducido a la falsa y pésima alternativa de restaurar la
imperfecta democracia que parió un Chávez o recuperar en pureza un Chávez
evangelizado. Todas las restauraciones son ontológicamente retrógradas, pero
este segundo y sobrevenido ideal de reconsignar el poder a un mitificado
chavismo de manantial es de la más alta peligrosidad, por cuanto pudiera
blindar ese modelo personalista, militarista y despótico asegurándole la
duración de un peronismo o de un castrismo.
La “angelización”,
mitificación o “totemización” de pasados personajes o modelos políticos son
fenómenos psicológicos no muy bien estudiados en que la invisibilización de
aspectos incongruentes con la perfección del mito es importante y delictiva
tarea, un poco a la manera del estalinismo que borraba la figura de los
jerarcas de todas las fotos oficiales, a medida que caían en desgracia o de los
Archivos y Obras de Bolívar, de cuyos recopiladores se sospecha que destruyeron
todos los documentos que hubieren podido empañar la perfectísima imagen del
superhombre.
En los hechos reales
–y conviene grabárselo en la mente antes de que su mito repetido mil veces se
vuelva una verdad– el Chávez, vigésimo sexto militar presidente de Venezuela
desde la Independencia, fue mucho más dañino que su modesto copista Maduro por
ser el autor intelectual y fáctico de las más nefastas decisiones que
condujeron al país a la implosión actual. Lo que habría que borrar de su imagen
para beatificarlo y convertirlo en arquetipo a seguir es como demasiado:
destruyó en semanas el mejor período de civilismo que conoció el país,
heroicamente edificado en 40 años de democracia, y transfirió a militares el
mando de todo lo esencial cerrando los ojos ante sus saqueos y narcotráficos
“con tal de que le dejaran hacer su revolución”; mató a Montesquieu al liquidar
totalitariamente todas las autonomías públicas; se desvivió con engaño y
prepotencia por montar Venezuela en el barco ya prácticamente hundido del
comunismo, en años en que 46 países se bajaban corriendo de él dejando una
espantable estela de casi 100 millones de muertos; déspota más rico del
universo, despilfarró mil millardos de dólares (300 de los cuales
misteriosamente evaporados), destruyó la moneda nacional y dejó el país con la
peor inflación del mundo, su industria petrolera y ferrominera en ruinas,
enormes atrasos tecnológicos y más pobreza extrema que antes; con Chávez, y no
con el sucesor, comenzó Venezuela a entrar en vergonzosa cesación de pagos ante
compañías aéreas internacionales, servicios postales y telefónicos del mundo,
órganos de la familia ONU y varias ONG, transportadores de crudo, astilleros de
tres continentes, cableros, instaladores de energías alternativas,
ferrocarrileros, tendedores de cables, empresas de obras públicas,
abastecedores de bienes y alimentos, deudas reconocidas por tribunales,
pensiones a emigrados o becarios y otros, sumando a las ruinas endógenas las de
miles de obras inconclusas; dio vida a una impunidad global de 93% que agigantó
y banalizó el homicidio ya cercano a los 30.000 casos anuales (Francia 792,
Italia 468, España 292 en 2016); trabó alianzas con lo más impresentable del
mundo y fue aliado de facto de varias guerrillas vecinas y
lejanas; puso en estado agónico la libertad de expresión y durante su sultanato
de 5.060 días ordenó 2.234 encadenamientos de todas las emisoras del país que
le permitieron adoctrinar a la población durante la bicoca de 243.404 minutos
(suman casi 6 meses de a 24h. diarias).
Fue un personaje
capaz de todo por su patológico narcisismo con base en resentimientos viejos:
afirmaba como el rey Sol “después de mí, el vacío y el caos” o
(variante) “yo soy el único en poder gobernar este país”, el 10 de
noviembre de 2005 indicó al vicepresidente ruso Zhukov, en Miraflores: “todo
esto va a estallar pronto, y América Latina será lo que la Unión Soviética no
pudo ser”, y meses antes de morir aseguró en pleno delirio mental que de su
reelección “dependía en buena medida el destino de la humanidad…”.
¡No! Dios libre el
país tanto de una restauración con “amos del valle”, “doce apóstoles” y demás,
como de devolver fueros a un Chávez mitificado, inteligente y atinado que nunca
existió.
Dentro de la
Venezuela que vendrá, civilista, democrática y republicana, y ojalá que definitivamente
vacunada de militarismos, extremismos y hombres providenciales, solo queda un
lugar para un chavismo entrado en razón que encarne la izquierda a la manera
contemporánea: convertirse en democrático partido político que gana y pierde
elecciones.
EL Nacional
09 DE JULIO DE 2017 12:09 AM
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