Una vez más, la arbitrariedad y las vías de hecho
sustituyen la institucionalidad, en este caso, paradójicamente, bajo la
apariencia de una formal legalidad.
El Tribunal Supremo de Justicia, convertido en
instrumento político, en Sala Plena, admitió la solicitud que le hiciera el
diputado Pedro Carreño de un denominado antejuicio de mérito contra la fiscal
general, Luisa Ortega Díaz, por presuntas faltas graves, todo lo cual tiene por
objeto su remoción del cargo, como sanción administrativa de competencia
exclusiva de la Asamblea Nacional, de acuerdo con el artículo 279 de la
Constitución.
Sin duda, con esta nueva acción, amparada bajo la
simple apariencia de la legalidad, invocando normas que han sido previstas para
resguardar el ejercicio legítimo de esos cargos y velar por el eficaz
funcionamiento de las instituciones en un Estado de Derecho, se pretende
destituir a quien, en nombre del Ministerio Público, garante de los derechos
ciudadanos, ha optado por defender la Constitución y denunciar la ruptura del
orden democrático por parte del propio tribunal que ahora procede en su contra.
Por supuesto, tratándose de la exigencia legal de
protección a la función pública, por parte de quienes son sus enemigos
manifiestos, se ha convocado a una audiencia pública en la que debe oírse a la
fiscal y a sus denunciantes, a los fines de un pronunciamiento que deberá ser
sometido al debate y decisión de la Asamblea.
Con la simple admisión de la solicitud y sin
fundamento jurídico razonable, “a los fines de garantizar el cauce procesal
respectivo”, que ya se conoce, el tribunal ha acordado medidas cautelares de
prohibición de salida del país, congelación de cuentas bancarias y prohibición
de enajenar y gravar, todo ello, sin juicio, sin debate y en el curso de un
procedimiento que se abre simplemente para evaluar si hay elementos serios que
comprometan la responsabilidad de la fiscal por faltas administrativas y sin
que esas medidas tengan algo que ver con las imputaciones formuladas. Sin duda,
estamos ante una condena anticipada y una fórmula expedita para destituir a uno
de los más altos funcionarios, a cuyo cargo pone la ley la representación del
interés general y la responsabilidad por el respeto a los derechos ciudadanos.
Por lo demás, sin ser vidente, todo parece indicar
que el “cauce procesal” no es otro que la remisión del expediente, no a la
Asamblea Nacional, a quien corresponde conocer, debatir y decidir de manera
exclusiva la eventual remoción de la fiscal –pero considerada en permanente,
reiterado, eterno y absurdo “desacato”– sino a la propia Sala Constitucional,
juez y parte, cuya decisión ya se conoce.
Una vez más, la arbitrariedad y las vías de hecho
sustituyen la institucionalidad, en este caso, paradójicamente, bajo la
apariencia de una formal legalidad. Sencillamente, se trata de acciones
emprendidas como instrumento de terror contra cualquier forma de disidencia y
denuncia de los abusos del poder.
En el caso de la fiscal, la “sinrazón” de su
remoción no es otra que su posición expresada con energía en defensa de la
Constitución y su denuncia clara y terminante de la ruptura del orden
democrático por parte de la Sala Constitucional, cuyos integrantes no están por
encima de la ley, sino sujetos a ella, de manera que sean ejemplo para una
sociedad que aspira a la convivencia en paz por el camino del derecho, sin que
pueda entender el pueblo que sus jueces responden a los intereses de la
revolución y no de la justicia.
Solo la Asamblea puede remover a la fiscal general
y si lo hace otro poder, simplemente estará usurpando las funciones del
Parlamento y llevando a cabo un acto nulo e ineficaz, como ya lo son todas las
decisiones que desconocen la soberanía popular y los derechos ciudadanos.
@ArteagaSanchez
03 de julio de 2017
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