Se me hace ahora borrosa la ubicación del Symposium, ese
refugio feliz en el alto Manhattan adonde me llevaron por primera vez raptado
los bribones de la Sociedad de los poetas malos. Llegué, estoy seguro, en
invierno, veníamos cantando por el camino después de una noche de juerga, yo
quería llegar a mi apartamento y dormirme de puro cansancio, cuando, sin darme
tiempo para replicar, cambiaron de dirección de repente y me juraron que íbamos
a darnos un banquete que nunca olvidaría. Y así fue como aquella noche nos
recibió alegre y fanfarrón Anastasio, quien ya conocía a los muchachos, en el
Symposium. Anastasio dispuso de dos mesas para que nadie se quedara por fuera y
después de una gran deliberación entre todos se decidió la ruta del gran
banquete. Primero pidieron de entrada aperitivos: unas sabrosas huevas de
pescado que llamaban taramosalata y unas papas horneadas con
ajo, skordalia, servidas además con tomates, queso, pepinos y aceite de
oliva
. Trajeron además tzatziki, una crema hecha con yogurt, pepino y ajo,
acompañada de pan pita. Pidieron también unas botellas de vino y luego fueron
llegando los platos fuertes: cordero horneado acompañado de maguiritsa, un
exquisito arroz cocinado en caldo de cordero, rebosado en zumo de limón y
huevos, spanakopita, un pastel sabroso hecho con espinaca y queso
feta, dolmadakia, unos ricos tabaquitos hechos de arroz con especias,
envueltos en hojas de parra. Cuando hizo acto de presencia toda esta comida,
con el vapor y el humo que traía impregnada de la cocina, la recibimos, ya bastante
animados con el vino, golpeando la mesa y cantando la marcha del Toreador
de Carmen, de Bizet.
Considero una feliz coincidencia recordar que el
Symposium estaba cerca de una librería llamada, a lo Borges, Labyrinth Books,
ya desaparecida de aquellos territorios. Considero una feliz laguna no recordar
si estaban ambos sitios en la misma calle o en calles paralelas, no muy lejos
del campus de Columbia. Yo entré por curiosidad una tarde. En la primera planta
estaban los libros para el público corriente, y en la segunda planta había una
larga hilera de estantes con los libros de diferentes temas que pedían los
profesores para sus cursos. En un espacio retirado y al fondo encontré a
Ignacio en el estante de poesía, revisando traducciones y ediciones exquisitas.
No fue por azar sino por afinidad que coincidimos en ese hueco.
–Viejo, somos abogados de causas perdidas. ¿Hasta cuándo
perdemos el tiempo? ¿Para qué leer estos libracos de poesía?
–Para ingresar a la Sociedad de los poetas malos.
Su respuesta, dicha con un tono socarrón, me agarró por
sorpresa. No estaba inventando agudezas o mundos paralelos, como solía hacerlo.
Ya él pertenecía a ellos y me invitaba a unirme a la cofradía. Le confesé que
había leído unos poemitas ganadores del Concurso Anual de la Poesía Mala que
salían publicados en el Spectator. Me parecían pleonásticos y divertidos
(“Clitemnestra killed her dad/bad bad bad bad bad”). Nada más. Fue entonces
cuando me enteré de que el grupo nació para rendir homenaje a Alfred Joyce
Kilmer, integrante de la Philolexian Society (una sociedad que enseñaba
retórica a los tarados), antiguo estudiante de Columbia que había luchado
supuestamente en la Primera Guerra Mundial. Pero nuestro soldado no era
recordado por ningún acto heroico, excepto por un poema, si así puede llamarse,
que terminaba así:
Poems are made by fools like me
But only God can make a tree.
–En verdad –me dijo Ignacio aquella tarde en
Labyrinth Books–, si no existiera Alfred hubiéramos inventado otro precursor.
Quizá hubiéramos escogido a aquel general Santa Anna, el que perdió una pierna
en la guerra y luego organizó unas largas exequias para su pierna por las que,
dicen, puso a rodar estos versos apócrifos:
Es santa sin ser mujer, es rey sin cetro real,es hombre, mas no cabal, y sultán, al parecer.
Que vive, debemos creer: parte en el sepulcro está y parte dándonos guerra.
¿Será esto de la tierra o qué demonios será?
Quedé más perdido aún con la disertación de Ignacio sobre
estos antihéroes de ultratumba, que según mi amigo eran legión.
–Dime una cosa, además de ser tonto, ¿qué se necesita
para hacer un poema malo?
–Fórmulas, que yo sepa, no hay. Pero óyeme, que estoy muy
bien informado.
–¿Cuál es la buena nueva?
– Los poetas malos no mueren de amor.
Parecía filosofía barata –la única que podían ofrecer los
poetas malos – pero, venida de un amigo, valía oro. Porque yo estaba un poco
mal de la cabeza, Ignacio lo sabía, y ya no podía darme otra vuelta de tuerca.
Ya había llorado bastante con Toña La Negra y Felipe Pirela, evocando noches
ardientes junto a Ella en un viejo apartamento, mientras las ratas se oían
chillando en un hueco del techo y Ella me susurraba al oído que me
tranquilizara. Que no me preocupara por las ratas.
Y no sé si era por el
ronroneo de su voz o por cuál encanto de sirena que las ratas se callaban poco
a poco y al final se iban. Y luego me perdía maravillosamente en su cuerpo y me
hacía olvidar las ratas y los helicópteros que sobrevolaban Nueva York en
noches de pesadilla. Pero ya todo eso había pasado. Ya me había emborrachado
bastante con aquel disco rayado del engaño y del despecho. Ya estaba cansado de
comer flores. Y así fue como decidí unirme a los poetas malos. No había
ceremonia de iniciación, pero aquella velada en el Symposium lo fue para mí.
Nueva York era una fiesta: una ciudad para extraviarse en
su ritmo frenético, una danza interminable en una noche atravesada por
estrellas fugaces en diferentes
direcciones. Millones de seres juntos se
sienten solos, pero cada ser podía convertirse en el centro de la fiesta, si
alguna vez se dejaba llevar por el hechizo de la maga. Anastasio se convirtió
en nuestro anfitrión –anfitrión honorario de los poetas malos– en aquellas
noches de escape al Symposium. Era ya un hombre canoso cuando lo conocí, pero
conservaba el humor de un polizonte bonachón y panzón que se había venido de
aventurero en un barco en un largo viaje de Grecia a Nueva York. Alguien le había
prometido pagarle quinientos dólares a la semana por emplearlo, para al final
ofrecerle solo veinte cuando arribó a Manhattan en 1971. No sé cómo Anastasio
esquivó esta mala jugada, ni cómo sobrevivió durante años deseando trabajar en
algo realmente próspero, hasta que la tierra prometida tuvo el rostro del
Symposium.
Había muchos más italianos que griegos en Nueva York. Así
que sin pensarlo demasiado, tuvo la intuición de que abrir un restaurante de
comida griega debía ser un buen negocio. Ni tonto ni perezoso ante aquel
desafío, Anastasio se lanzó al agua y cuando nos recibía ya era el manager de
un codiciado restaurante de comida griega sazonada por unos inmigrantes
mexicanos que siempre te sonreían cuando recorrías el estrecho pasillo de la
cocina que conducía al escusado.
Pero no bastan los buenos deseos para hacer un buen
negocio. Cuando por fin el restaurante abrió, no había muchos clientes, el
sitio estaba silencioso y los pocos visitantes hacían sentir más pesada la
soledad. La competencia en Morningside era bestial. Bastaba solo patear unas
calles en Broadway para encontrarte con selectos ejemplos de cocina
internacional, y el Symposium no estaba en Broadway, estaba en una calle
lateral. Había que hacer una buena promoción para atraer a un nuevo público.
Así que manos a la obra: a repartir volantes y ofrecer tentadoras ofertas a
quienes no les sobraba el dinero, y esos eran los estudiantes.
Anastasio fue
poco a poco subiendo las expectativas del negocio. Cuando lo conocí llevaban ya
cinco años funcionando y estaban en su mejor época.
Ese mismo año vinieron los tiempos malos. Era un
espléndido otoño y llegó el 11 de septiembre. El Symposium antes era un
bullicio continuo entre vinos y manjares, pero después sobrevino el silencio,
poco ruido, la gente estaba asustada y miraba alrededor todo el tiempo.
Anastasio intentaba recuperar el entusiasmo, a pesar de que a él también le
había tocado vivir la pesadilla. Venía por el Triborough Bridge, el puente que
conecta Queens con Manhattan y el Bronx pasando por las islas Wards y Randalls,
cuando el segundo avión chocó contra las torres. Como aún no eran las nueve de
la mañana, Anastasio venía medio dormido en el bus y quizá hubiera seguido así,
si no fuera porque una muchacha que no hablaba inglés, le llamó la atención en
español, tocándole el hombro para que se despertara. Puedo imaginar la molestia
del griego.
Anastasio era de aquellos para quienes el mundo podía venirse
abajo, antes de aceptar renunciar a la buena comida y al buen sueño. Refunfuñó
y movió los brazos como si intentara ahuyentar una mosca, hasta que la muchacha
insistió asustada: “¡Mira, mira!”. Anastasio venía a trabajar ese día y podía
entender unas frases de español, pero seguía empeñado en dormir y hubiera
seguido durmiendo, hasta que se dio cuenta de que no se lo iban a permitir: él
era el único que seguía durmiendo. En aquel fin de mundo de sálvese quien pueda
todos querían huir o salvar a su vecino, y Anastasio no era tan mala gente para
que uno quisiera abandonarlo en ese mal momento. Pero el soñador no pensó en
algo urgente, ni en mirar el paisaje, abrió los ojos y se limitó a decir en
español: “¿Quién eres?”. Parecía repetir lecciones de español que se aprenden
en la calle y se repiten inconscientemente como cuando uno sueña, y Anastasio
venía soñando. “Mira, mira”, repetía la chica en dirección al World Trade
Center. Ahora sí que Anastasio se haló los pelos, se puso histérico y gritó
como el que más. ¡Y ahora qué hacer! ¿Qué tal si el bus se regresa a Queens y
todos se esconden y refugian hasta nuevo aviso? Pero el bus no se detuvo,
después de todo era día de trabajo y siguió su ruta hasta Manhattan. ¿Día de
trabajo? Anastasio fue el único que vino a trabajar al Symposium, él y el chef,
un tipo mexicano que vivía por la zona. Todo estaba desolado en Morningside
Heights, excepto quizá por la Avenida Ámsterdam, congestionada de carros que
venían hacia el norte, todos huyendo del sur como de una peste.
Bueno, así es la vida, ¿qué más podías hacer, Anastasio,
sino regresar a casa con tu familia y esperar (¡cómo esperábamos todos!) que
las cosas volvieran a la normalidad? Pero había otro problema, Anastasio, y
solo lo comprendiste cuando ibas a tomar el bus hacia Astoria en Queens.
Anastasio había olvidado su carnet de identidad en la casa, total, casi nunca
tiene que mostrarlo, pero ese día se encontró rodeado de policías enormes como
monstruos que lo intimidaban. “Lo siento, lo dejé en la casa, señor”. ¿Quién
era aquel sospechoso que iba a cruzar el Triborough Bridge? ¿Qué desastres
podía ocasionar en aquella compleja y vasta estructura de un puente que es tres
puentes que unen a Manhattan, el Bronx y Queens pasando a través de las islas
Randall y Ward? ¿Qué colapsos y explosiones podía aquel hombre causar? Los ojos
amenazantes de los policías parecían decirle todo esto a Anastasio, pero él
solo respondía con voz de gallina flaca: “¡Look at me! Soy un pobre viejo,
chicos, ¿tengo cara de terrorista?” “Convéncenos, viejo, muéstranos algo que
certifique quién eres”. Anastasio revisó de nuevo su cartera, encontró una
tarjeta de crédito que llevaba su nombre, dijo su número de Seguro Social, aguó
sus ojos como una vieja. Verificaron la información y lo dejaron ir. Anastasio
respiró. Recordó los años de la dictadura de Georgios Papadópoulos, cuando se
vino a Nueva York.
Pequeñas bombas aquí y allá, alertas de magnicidio, ataques
subversivos, torturas, intentos de golpes de Estado. No, los Estados Unidos
nunca habían vivido en el continente aquella violencia. Pearl Harbor quedaba
muy atrás y lejos, muy lejos, en el Pacífico. Ahora volverían los pánicos de la
Segunda Guerra Mundial, cuando había apagones de noche en Nueva York, para
protegerse de una eventual y nunca ejecutada Blitzkrieg nazi contra
los rascacielos. Y sin embargo, qué de tiempos rudos le tocó vivir a Anastasio
en Nueva York.
–¿Te acuerdas de Vassily? Está loco.
Así me dijo, recalcando estas dos últimas palabras en
español, cuando lo vi otra vez en Nueva York, casi quince años después de
aquellos días. Vassily, quien era también otro de los poetas malos, había
resultado ser un pariente lejano y como dicen que la sangre llama, le agarró
cariño a Anastasio y lo visitó con frecuencia después de aquel aciago
septiembre. Vassily andaba, como todo el mundo, sospechoso de la gente rara.
Así que no pudo menos que acelerársele el corazón cuando vio dos tipos con
turbantes que entraron un día a almorzar en el Symposium y hablaban sin parar
mientras comían, en una lengua ininteligible para él. No pasó mucho tiempo
antes de que terminaran su almuerzo, pagaran la cuenta y se marcharan. Pero
entonces Vassily notó que habían dejado una bolsa grande de compras y que
emitía desde dentro un sonido distinguible claramente: “Tic, tac, tic, tac”.
Vassily no fue el único que se dio cuenta y ya al acercarse a la mesa todos en
el restaurante tenían la mirada clavada en él.
Tragando saliva y respirando
hondo, agarró la bolsa y corrió hasta la puerta, arrojando con fuerza a la
calle lo que sea que allí estuviera guardado. Muchos esperaban una explosión,
pero solo se oyó como un cristal quebrado. En la bolsa había un reloj
despertador que se hizo pedazos al caer. Nada más.
Anastasio se reía a carcajadas cuando me lo contó.
“¡Estaba loco!”. El Symposium volvía a escucharse con ruidosas y alegres voces
que me recordaron las de antes, después de casi veinte años, aunque no se
comparaban. En recuerdo de los buenos tiempos, Anastasio me regaló un menú de
aquellos días. La boca y los ojos se me hicieron agua.
–Guárdalo, quizá puedas escribir algo sobre esto. Yo me
jubilé el año pasado.
–¿Te jubilaste? ¿Y por qué estás aquí trabajando?
–Nada es perfecto. Además, tú sabes, mejor aquí que
pelear en casa con mi señora.
No pude evitar reírme pero después pensé que Anastasio no
me estaba diciendo la verdad, o no al menos toda la verdad. De hecho, había
algo literario en la figuración de esta Penélope de la que Ulises imaginaba
indefinidamente el retorno. ¿O la despedida? Porque todos perdimos alguna vez a
nuestra Penélope. Antes de despedirnos, Anastasio me confesó algo que había ocurrido
aquella lejana primavera, justo después del invierno en que probé por primera
vez sus banquetes. Habían decidido cerrar el Symposium porque iban a construir
un salón de fiestas, cuando la verdad era que iban a cerrarlo porque su manager
tenía cáncer y necesitaba ser operado.
Anastasio recibió la noticia con el buen ánimo de
siempre, optimista empedernido. Era su naturaleza, pero era también realista.
Tenía que ganarse el favor de varios dioses para regresar a la Ítaca de la
salud. Y los dioses se apiadaron de él. “Nos ha hecho reír mucho, démosle otra
oportunidad, los tiempos que se avecinan son aburridos”. Con todo, tenía que
estar tres meses en recuperación. Pero solo aceptó estar tres semanas en su
casa antes de volver al trabajo. El Symposium lo esperaba. Y abrió sus
puertas de nuevo, cuando más lo necesitábamos.
¿Me dijo toda la verdad Anastasio? Quizá se estaba
despidiendo de mí al asegurarme que se había jubilado, al decirme sin decirlo
que su historia en el Symposium de algún modo había llegado a un fin. Ahora,
mientras asoman unas canas en mi frente, recuerdo mi última noche en Manhattan,
hace ya muchos años, cuando después de haber vaciado las últimas botellas de
vino con los poetas malos, nos fuimos a pie desde el centro de la ciudad hasta
el alto Manhattan, como si la noche no tuviera fin, y cada manzana recorrida y
ya extrañada era una avenida del pasado que descendía hasta el fondo de mí.
Ahora que la noche es cada vez más oscura brillan algunos recuerdos cada vez
menos, pero sé que están ahí. Conservo agradecido el menú de los viejos tiempos
que me dio como un regalo. Pero no el último regalo. Adiós,
viejo. Quisimos tanto a Anastasio.
05 de Noviembre del 2019
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