Uno de los
hallazgos más provechosos para el fascismo criollo fue entender la ventaja de
disfrazarse de izquierda. Llevado de la mano de Fidel, Chávez pronto mezcló su
prédica populista, patriotera y maniquea con clichés comunistoides. Como se
trataba de una revolución socialista que debía vencer la resistencia de las
clases dominantes, se justificaba desmantelar el Estado de Derecho por
“burgués”-“superestructura capitalista”-, facilitando así la concentración del
poder en sus manos. El socialismo era excusa, además, para arrinconar los
mecanismos impersonales del mercado en la asignación de recursos y para transar
productos, y reemplazarlos por la usurpación directa de la riqueza, en nombre
del “pueblo”.
Se entronizó así una nueva oligarquía que, valida de su
posicionamiento en la estructura de poder, privatizó de manera cada vez más
excluyente el usufructo de los bienes públicos. La no rendición de cuentas, la
falta de transparencia en su gestión y la multiplicación de oportunidades de
lucro a través de la extorsión (facilitada por la regulación punitiva al sector
privado), los diferenciales de precio, los controles aplicados a discreción,
los monopolios para importar y vender, las contratación de obras y suministros
del estado, y numerosas irregularidades más, conformaron lo que Max Weber
denominó un estado patrimonial, en el cual el patrimonio público se
confunde con el de quienes ocupan posiciones de mando. Las prácticas mafiosas a
que dio lugar se ampararían en la construcción del socialismo: el fin justifica
los medios. Chávez pudo avanzar exitosamente en este escamoteo, tanto por su
innegable carisma como por el boom de precios petroleros más prolongado que ha
conocido nuestra historia, que le permitió repartir dinero a través de
numerosas misiones para afianzar su base de apoyo.
Asumir la
mitología comunista también permitía al neofascismo bolivariano arrogarse una
supuesta supremacía moral pues, por antonomasia, se luchaba por la superación
definitiva de toda explotación, trascendente fin de la humanidad avalado por la
Historia. Épicas emblemáticas de la izquierda invitan ahora a Maduro a
retratarse como si fuese un Allende enfrentando el golpe de Pinochet o su
gobierno fuese el de la Republica Española bajo el asedio de Franco cuando, en
realidad, la identificación es mucho más pertinente con los granaderos que, en
1968, masacraron estudiantes en Tlatelolco, México.
Por otro
lado, la historiografía estalinista que emergió de la II Guerra Mundial
propiciaba descalificar a todo crítico de “fascista”, al ubicar en polos
opuestos al comunismo y el fascismo. De tal proyección ha abusado el cual el
régimen ad-nauseaum. Por último, la narrativa comunistoide
sirvió para lavarle la cara al gorilismo militar de siempre, pues ahora sus
asesinatos, atropellos a los derechos humanos y desmanes contra el orden
constitucional, encontrarían apología en la lucha contra una “ultra-derecha
contrarrevolucionaria”.
Con este
manto redentor, el régimen piensa que puede desatar impunemente a la Guardia
Nacional y a los colectivos fascistas a reprimir salvajemente manifestaciones
pacíficas, asesinar jóvenes, asaltar zonas residenciales, destruir propiedades
y torturar a los muchachos detenidos. Quiere hacernos creer que, a cuenta de
“izquierda”, se justifica discriminar a sus opositores, militarizar el país,
criminalizar la protesta, encarcelar a académicos como Santiago Guevara, Sergio
Contreras y Jorge Machado, y sepultar la salida electoral a la crisis, ¡en
nombre de la paz y en contra de “terroristas”!
Pero no
hay disfraz que esconda tanta impostura. Es posible que a nivel internacional
elementos de una izquierda trasnochada todavía fantaseen que una oligarquía de
“ultraderecha”, fascista -y seguramente blanca-, esté intentando acabar con la
“revolución” para restablecer sus privilegios de antaño, pero en Venezuela
nadie, salvo los fanáticos alimentados por el discurso de odio de Maduro, se
deja engañar. La engañifa llega al colmo de lo ridículo cuando un personaje tan
consustanciado con prácticas fascistas como Pedro Carreño, acusa a la Fiscal
General de ayudar al “fascismo” porque objeta la propuesta de constituyente
corporativa -inspirada en Mussolini- propuesta por Maduro. Mientras más
descubiertos en su verdadera naturaleza, más apelan a esta proyección
sicológica: Maduro llegó incluso a señalar que el acarreo de empleados públicos
convocados para ayer, martes 23, era una marcha ¡“por la paz y contra el
fascismo”! Con tal anuncio uno esperaría que él, Cabello, El Aissami, Padrino,
Reverol, Benavides, Istúriz, los hermanitos Rodríguez y Ameliach -por lo menos-
se hubiesen suicidado en el evento.
La
proyección sicológica ya no le sirve al régimen para arrojar sobre la oposición
su condición fascista. El disfraz de izquierda hace tiempo que se royó,
desnudando sus pustulentas carnes. Sólo Maduro, como el emperador del cuento,
sigue viéndose cubierto de nobles ropajes.
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Según el
historiador inglés, Tony Judt[1], Stalin banalizó el uso del término “fascista” para estigmatizar a todo
aquel que se opusieran a sus designios en Europa oriental luego de la II Guerra
Mundial. De ahí la paradoja de descalificar de fascistas a los que se enfrentan
a las pretensiones totalitarias de quienes se cobijan con un manto izquierdoso.
Este uso como simple descalificativo, sin pretensión explicativa seria para la
diatriba política, ha hecho que muchos analistas desistan del término para
analizar el mundo actual. Hoy “populismo” o “autocracias competitivas” son
términos preferidos para referirse a fenómenos que, en su versión extrema,
violenta, podrían denominarse perfectamente de “fascistas”.
Ahora
bien, como el fascismo realmente existió y tuvo funestas consecuencias sobre
poblaciones enteras de Europa, conocer sus características tiene sentido -no
obstante la trivialización del término- para evaluar su utilidad en explicar
experiencias como la del régimen chavo-madurista.
En sentido
estricto, fascismo se refiere exclusivamente al movimiento
creado y conducido por Benito Mussolini en Italia entre 1922 y 1944. Umberto
Eco[2] niega
que pueda considerarse “padre” de movimientos parecidos, por su naturaleza
ecléctica, oportunista y por su falta de doctrina. Sin embargo, en
reconocimiento de las similitudes entre movimientos políticos europeos durante
la primera mitad del siglo XX, acuña el término Ur Fascismo (proto-fascismo)
para describir sus características comunes. Stanley Payne[3] lleva el análisis más allá y
habla de un fascismo genérico que englobaría tanto al fascismo
Mussoliniano, el nazismo, la Ustacha croata, la Cruz de Hierro rumana, la
Falange española y a otros movimientos ultranacionalistas y militaristas
parecidos. Es el enfoque que utilicé en mi libro, El fascismo del siglo
XXI[4], para
describir el fenómeno político de Chávez. Anexo remito un cuadro resumen elaborado
hace algunos años, que ya he distribuido antes en mis listas de correo, que
compara las características de ese fascismo genérico con las del régimen
chavista. Hoy, con la represión salvaje de su sucesor, Nicolás Maduro, habría
que insistir todavía más en esta caracterización.
Finalmente,
hay toda una discusión sobre si lo que enfrentamos en Venezuela es fascismo o
comunismo. Para aquellos con la paciencia y el estómago para adentrarse en esta
polémica, envío de nuevo otro artículo mío, también corto (dos páginas y
media), que puede ayudar a ubicar aspectos de la misma.
[1] Con Timothy Snyder, Pensar el
Siglo XX, Prisa Ediciones, Taurus, 2013.
[2] “Ur Fascism”, revista New York
Review of Books, junio, 1995.
[3] A
History of Fascism 1914-45, Routledge, London and New York, 1997.
Humberto García Larralde, economista, profesor de la UCV, humgarl@gmail.com
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