Un pacto entre las tres fuerzas inequívocamente democráticas,
proeuropeas y modernas —PP, PSOE y Ciudadanos— exige realismo, generosidad y
espíritu tolerante
Todo el mundo parece de acuerdo en que las
recientes elecciones en España acabaron con el bipartidismo y una inequívoca
mayoría parece celebrarlo. Yo no lo entiendo. La verdad es que ese período que
ahora termina en el que el Partido Popular y el Partido Socialista se han
alternado en el poder ha sido uno de los mejores de la historia española.
La
pacífica transición de la dictadura a la democracia, el amplio consenso entre
todas las fuerzas políticas que lo hizo posible, la incorporación a Europa, al
euro y a la OTAN y una política moderna, de economía de mercado, aliento a la
inversión y a la empresa produjo lo que se llamó “el milagro español”, un
crecimiento del producto interior bruto y de los niveles de vida sin
precedentes que hizo de España una democracia funcional y próspera, un ejemplo
para América Latina y demás países empeñados en salir del subdesarrollo y del
autoritarismo.
Es verdad que la lacra de esos años fue la
corrupción. Ella afectó tanto a populares como socialistas y ha sido el factor
clave —acaso más que la crisis económica y el paro de los últimos años— del
desencanto con el régimen democrático en las nuevas generaciones que ha hecho
surgir esos movimientos nuevos, como Podemos y Ciudadanos, con los que a partir
de ahora tendrán que contar los nuevos Gobiernos de España. En principio, la
aparición de estas fuerzas nuevas no debilita, más bien refuerza la democracia,
inyectándole un nuevo ímpetu y un espíritu moralizador. Acaso el fenómeno más
interesante haya sido la discreta pero clarísima transformación de Podemos que,
al irrumpir en el escenario político, parecía encarnar el espíritu
revolucionario y antisistema, y que luego ha ido moderándose hasta proclamar,
en boca de Pablo Iglesias, su líder, una vocación “centrista”. ¿Una mera
táctica electoral? Tengo la impresión de que no: sus dirigentes parecen haber
comprendido que el extremismo “chavista”, que alentaban muchos de ellos, les
cerraba las puertas del poder, e iniciado una saludable rectificación. En todo
caso, el mérito de Podemos es haber integrado al sistema a toda una masa
enardecida de “indignados” con la corrupción y la crisis económica que hubieran
podido derivar, como en Francia, hacia el extremismo fascista (o comunista).
¿Y ahora qué? El resultado de las elecciones es
meridianamente claro para quien no está ciego o cegado por el sectarismo: nadie
puede formar Gobierno por sí solo y la única manera de asegurar la continuidad
de la democracia y la recuperación económica es mediante pactos, es decir, una
nueva Transición donde, en razón del bien común, los partidos acepten hacer
concesiones respecto a sus programas a fin de establecer un denominador común.
El ejemplo más cercano es el de Alemania, por supuesto. Ante un resultado
electoral que no permitía un Gobierno unipartidista, conservadores y
socialdemócratas, adversarios inveterados, se unieron en un proyecto común que
ha apuntalado las instituciones y mantenido el progreso del país.
¿Puede España seguir ese buen ejemplo? Sin ninguna
duda; el espíritu que hizo posible la Transición está todavía allí, latiendo
debajo de todas las críticas y diatribas que se le infligen, como han
demostrado la campaña electoral y las elecciones del domingo pasado que (salvo
un mínimo incidente) no pudieron ser más civilizadas y pacíficas.
Sólo dos coaliciones son posibles dada la
composición del futuro Parlamento, el PSOE, Podemos y Unidad Popular, que, como
no alcanzan mayoría, tendría que incorporar además algunas fuerzas
independentistas vascas y/o catalanas. Difícil imaginar semejante mescolanza en
la que, como ha dicho de manera categórica Pablo Iglesias, el referéndum a
favor de la independencia de Cataluña sería la condición imprescindible, algo a
lo que la gran mayoría de socialistas y buen número de comunistas se oponen de
manera tajante. Pese a ello, no es imposible que esta alianza contra natura,
sustentada en un sentimiento compartido —el odio a la derecha y, en especial, a
Rajoy— se realice. A mi juicio, sería catastrófica para España, pues
probablemente las contradicciones y desavenencias internas la paralizaría como
Gobierno, retraería la inversión y podría provocar un cataclismo económico para
el país de tipo griego.
Por eso, creo que la alternativa es la única
fórmula que puede funcionar si las tres fuerzas inequívocamente democráticas,
proeuropeas y modernas —el Partido Popular, el Partido Socialista y
Ciudadanos—, deponiendo sus diferencias y enemistades en aras del futuro de
España, elaboran seriamente un programa común de mínimos que garantice la
operatividad del próximo Gobierno y, en vez de debilitarlas, fortalezca las
instituciones, dé una base popular sólida a las reformas necesarias y de este
modo consiga los apoyos financieros, económicos y políticos internacionales que
permitan a España salir cuanto antes de la crisis que todavía frena la creación
de empleo y demora el crecimiento de la economía.
Esto es perfectamente posible con un poco de
realismo, generosidad y espíritu tolerante de parte de las tres fuerzas
políticas. Porque este es el mandato del pueblo que votó el domingo: nada de
Gobiernos unipartidistas, ha llegado —como en la mayoría de países europeos— la
hora de las alianzas y los pactos. Esto puede no gustarle a muchos, pero es la
esencia misma de la democracia: la coexistencia en la diversidad. Esa
coexistencia puede exigir sacrificios y renunciar a objetivos que se considera
prioritarios. Pero si ese es el mandato que la mayoría de electores ha
comunicado a través de las ánforas, hay que acatarlo y llevarlo a la práctica
de la mejor manera posible. Es decir, mediante el diálogo racional y los
acuerdos, con una visión no inmediatista sino de largo plazo. Y ver en ello no
una derrota ni una concesión indigna, sino una manera de regenerar una
democracia que ha comenzado a vacilar, a perder la fe en las instituciones, por
la cólera que ha provocado en grandes sectores sociales el espectáculo de
quienes aprovechaban el poder para llenarse los bolsillos y una justicia que,
en vez de actuar pronto y con la severidad debida, arrastraba los pies y
algunas veces hasta garantizaba la impunidad de los corruptos.
España está en uno de esos momentos límites en que
a veces se encuentran los países, como haciendo equilibrio en una cuerda floja,
una situación que puede precipitarlos en la ruina o, por el contrario,
enderezarlos y lanzarlos en el camino de la recuperación. Así estaba hace unos
80 años cuando prevaleció la pasión y el sectarismo y sobrevino una guerra
civil y una dictadura que dejó atroces heridas en casi todos los hogares
españoles. Es verdad que la España de ahora es muy distinta de ese país
subdesarrollado y sectarizado por los extremismos que se entremató en una
guerra cainita. Y que la democracia es ahora una realidad que ha calado
profundamente en la sociedad española, como quedó demostrado en aquella
Transición tan injustamente vilipendiada en estos últimos tiempos. Ojalá que el
espíritu que la hizo posible vuelva a prevalecer entre los dirigentes de los
partidos políticos que tienen ahora en sus manos el porvenir de España.
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