Carlos Rangel fotografiado por Tito Caula en 1976. Imagen
del Archivo Fotografía Urbana
¿Qué es lo que somos? ¿Personas? ¿O animales? ¿O
salvajes?
William Golding: El señor de las moscas (1954)
Hay un selecto grupo de intelectuales que se resistió al
canto de sirenas de las ideologías autoritarias del siglo XX. Dentro de dicho
grupo, quienes lograron mayor éxito de audiencia fueron los literatos,
esencialmente aquellos cuyas metáforas sobre el terror del totalitarismo
quedaron grabadas en el imaginario mundial. Es difícil pensar en Stalin y sus
herederos sin que venga a nuestra mente el recuerdo de la obra de George
Orwell, 1984, así como La rebelión en la Granja. Ambas han quedado como
arquetipos para comprender a las dictaduras revolucionarias.
Encontraron menos receptividad los filósofos que trataron
de hacer esa misma advertencia a nivel conceptual. Un buen ejemplo de esto fue
Raymond Aron, quien denunció el carácter opiáceo de la ideología, y mostró cuál
era la moral apropiada para un intelectual democrático. Lamentablemente, su
estilo prudente y moderado quedó apocado por la demencial glorificación de la
violencia revolucionaria de Sartre.
Una excepción fue Albert Camus, quien unió a su trabajo
filosófico un gran talento literario para denunciar las amenazas de las
ideologías mesiánicas. Pero igualmente, su gran libro, El hombre rebelde,
fue muy desprestigiado por la intelectualidad de izquierda y no logró producir
el impacto que se merecía.
Las glorificaciones de la violencia redentora, tal como
la sartreana, se alimentan del resentimiento. Si alguna cosa buena tiene
Nietzsche es una profunda agudeza psicológica. En tal sentido, uno de sus
mayores aciertos fue el determinar que el resentimiento era la peor enfermedad
para el alma. Lo formula de genialmente en La genealogía de la moral como
el “paralogismo del corderito”. Un paralogismo es un argumento falaz donde me
engaño a mí mismo. El corderito piensa que el águila que se lo va a comer es
malvada, mientras que él se considera bueno porque no come corderitos. Esta es
la lógica del victimismo.
El victimismo puede afectar a una sola persona, pero
también puede afectar toda una civilización, tal como lo muestra el éxito de un
libro: Las venas abiertas de América Latina de Eduardo
Galeano, texto que ha promovido el resentimiento hasta conducirlo al cauce
de la tentación totalitaria.
Existe un verdadero bloqueo mental para entender que
somos responsables de nuestras acciones, y con ellas, de nuestro destino. Es
mucho más fácil culpabilizar a otros de nuestros fracasos. En este sentido, los
sospechosos habituales son el fantasma del imperialismo norteamericano, y lo
que Antonio Negri llama “el Imperio”, como conjunto difuso de todo el capitalismo
mundial. Estos son los chivos expiatorios que le dan sentido a nuestras
desdichas, en vez de asumir la responsabilidad de que somos dueños de nuestro
destino.
La ingrata tarea de inducirnos a reconocer y asumir
nuestra responsabilidad histórica ha sido asumida por egregios intelectuales.
Entre ellos, destaca el venezolano Carlos Rangel (1929-1988), periodista y
ensayista, sobre todo, en su libro Del buen salvaje al buen revolucionario,
publicado por Monte Ávila en 1976. Una obra que ya cumplió más de cuarenta años
y cuya pertinencia histórica se ha hecho evidente con el paso del tiempo.
Lamentablemente, todo eso no parece compadecerse con su poco éxito de lectura
en las universidades latinoamericanas.
El origen del mito
El trabajo crítico de Rangel comienza con la genealogía
de la mitología del resentimiento. En primer lugar, nos aclara que los mitos
sobre América no son autóctonos, son un producto europeo, como el relato griego
de la Edad de Oro. En definitiva, son proyecciones del inconsciente colectivo
del viejo continente sobre el nuevo. En nuestros hombros recae la carga de la
utopía de Tomás Moro y de otros muchos escritores que pensaban escapar a las
miserias europeas a través del hallazgo del paraíso perdido en las tierras
recientemente descubiertas.
“Cuando los latinoamericanos despiertan (en el siglo XIX)
a la conciencia nacional, van a encontrar hecha una base mítica que les servirá
para intentar reivindicar como propio el pasado precolombino de América; y más
recientemente, hoy mismo, para intentar excusar o enmascarar el fracaso
relativo de Latinoamérica, hija del Buen Salvaje, esposa del Buen
Revolucionario, madre predestinada del Hombre Nuevo.” (Del buen Salvaje, p.
28).
Si bien Marx comparte el mito que supone que con la
revolución se recuperará la sociedad originaria anterior a la lucha de clases,
en este autor no hay rastro de justificación de que el atraso secular de
algunos países se deba al desarrollo de otros.
“(A Marx) no se le ocurrió jamás sostener que el
desarrollo de los países imperialistas y el atraso de los territorios
coloniales se debiera en forma sensible a las relaciones (por otra parte
odiosas, quién lo duda) de dominación de los primeros sobre los segundos, nexos
en los cuales veía más bien Marx la única promesa de progreso para las áreas
que hoy llamamos “Tercer Mundo”. (Del buen salvaje, p. 173).
Para un pensamiento de estirpe roussoniana, nuestros
aborígenes, aunque no eran civilizados, poseían almas nobles. Ellos
representaban la inocencia perdida por el pecaminoso devenir de la
civilización. A partir de allí, es fácil fantasear que la inocencia originaria
puede ser recuperada por la vía de la violencia redentora. De ese modo, el
inicio de la historia se reconectará con la recuperación del paraíso perdido. Tal
advenimiento será posible gracias a la acción liberadora del moderno
revolucionario como heredero legítimo del buen salvaje.
“Para entender la transmutación del Buen Salvaje en el
Buen Revolucionario, notemos que hay no sólo relación, sino identidad entre
el estado del hombre antes de la caída y después de la salvación. El intermedio
es un paréntesis en la beatitud natural. Los últimos días, serán como
los primeros; el fin de la historia será el regreso a la Edad de Oro.” (Del
buen salvaje, p. 37).
Tras la idea del cambio social mesiánico hay toda una
teología histórica, la cual parece copiada del filósofo medieval Joaquín de
Fiore, quien profetizó que la historia humana culminará en una etapa de paz
perpetua debido a la realización perfecta del Espíritu Santo.
Las distorsiones
Rangel reconoce la prepotencia política y económica de
los Estados Unidos de América sobre todo el continente, pero también considera
que esa primacía no es la causa del retraso latinoamericano. Debemos estar
alerta acerca de que uno de los recursos de la ideología es invertir las
relaciones de causalidad, es decir, poner los caballos detrás de la carreta:
“El imperialismo norteamericano en América Latina no es,
desde luego, ningún mito. Sólo que es una consecuencia y no una causa del poder
norteamericano y de nuestra debilidad. Hasta el despojo más inicuo, por
reprobable que sea, no excusa de buscar una explicación racional para la fuerza
del ladrón y la debilidad de su víctima.” (Del buen salvaje, p. 55)
Desde que la América Española comenzó su vida
independiente, ha tenido problemas para encauzarse en sociedades republicanas
saludables. No ha logrado formas de gobiernos democráticos estables, sino que
su historia ha estado plagada de caudillos militares y revoluciones que han conspirado
contra su evolución política, económica y social:
“Hacia fines de 1822, la independencia de la América
Española estaba prácticamente consumada. A la vez, la debilidad, vulnerabilidad
y nula preparación para la vida autónoma de las nuevas repúblicas, eran
perfectamente aparentes para los contemporáneos, y preocuparon a los
norteamericanos.” (Del buen salvaje, p. 57).
Rangel enfatiza cómo el atraso de la región ha sido un
problema no solo para nosotros, los directamente afectados, sino también para
los mismos Estados Unidos, pues eso causa un desequilibro regional.
La inversión de los valores
Después de la independencia, hubo muchas guerras civiles
en la América Española, las cuales tomaron la forma de confrontación entre
liberales y conservadores. Dichas denominaciones eran más nominales que reales.
Así que los liberales resultaron tan retrógrados como sus rivales
conservadores.
“No surgió, no podía surgir ninguna burguesía ilustrada
de esas reformas liberales, puramente teóricas, letra muerta en códigos
importados, y en ningún caso reflejo de las verdaderas relaciones de producción
y de las verdaderas estructuras de poder.” (Del buen salvaje, p. 130).
La ausencia de un sector realmente ilustrado, que fuese
capaz de liderar a nuestras naciones, provocó que nos convirtiésemos en adictos
a las mitologías resentidas y a las ideologías antiliberales.
“La verdad es demasiado desagradable, y por eso
Latinoamérica es extremadamente vulnerable a las interpretaciones históricas y
a los proyectos políticos construidos sobre la mentira, o que apelan a la
verdad sólo a medias. Y en esa forma llegamos a declarar execrable a lo mejor
de nosotros mismos (e.g. Sarmiento o Jorge Luis Borges) y admirable lo peor
(e.g. Juan Manuel de Rosas o Perón).” (Del buen salvaje, p. 133).
El miedo a la verdad, y también a la libertad, han
conducido a un tóxico resultado en nuestra cultura: hemos terminado
glorificando a nuestros villanos, a los destructores, y despreciando todo
aquello que buscase una fórmula de superación.
Educación para la libertad
En estos momentos, cuando muchas ciudades
latinoamericanas arden en el resentimiento populista, el pensamiento de Carlos
Rangel tiene un peso inobjetable para evitar quedar atrapado por las pasiones
políticas.
Rangel coadyuva a pensar el porvenir desde el liberalismo
político, la ideología más benigna de todas, pues la democracia es, tal como
afirmaba Churchill, el menos malo de los sistemas de gobierno. Es difícil
pensar una vida civilizada sin los logros históricos del pensamiento ilustrado:
elecciones libres, parlamentos, separación entre iglesia y Estado, y, sobre
todo, las libertades.
Es importante señalar que Rangel no parece ser
neoliberal, o lo que es lo mismo, un defensor a ultranza de los privilegios
capitalistas a costa del bien común. Más bien se presenta preponderadamente
como un liberal político. El neoliberal está más preocupado de las
libertades del mercado que del bienestar social y de las libertades políticas.
Este no es el caso de Rangel, quien hace una defensa histórica del APRA,
partido peruano que se erigió en decano de la socialdemocracia latinoamericana.
Un neoliberal ortodoxo no se permitiría expresar tal tipo de
simpatías.
Tanto el populismo como neoliberalismo piensan en
términos de “enemigos complementarios”, en el sentido que le asigna Todorov: o
ustedes o nosotros. Por eso, a la larga, son peligros para la democracia. Esto
pone en riesgo el Ethos democrático, el cual está constituido por el
respeto mutuo, la compasión y el diálogo.
Las nuevas generaciones pueden aprender de Rangel a
distinguir y neutralizar las ideologías mesiánicas, que aspiran a la
utopía, al costo de sacrificar la ética en nombre del poder, lo cual tiene como
resultado tanto la tiranía como el genocidio.
En contraste, desde la perspectiva del humanismo y el
liberalismo político, Carlos Rangel denunció la mitología autoritaria que
constituye un peligro para los derechos humanos. En conclusión, este importante
pensador venezolano nos ha enseñado a no añorar el salvajismo resentido, cuando
lo que necesitamos es preservar la dignidad propia de la civilización
democrática.
Prodavinci
08 de Noviembre del 2019
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