Obra The Cyclops, de Odilon Redon (1840-1916)
Coincide Francis Fukuyama con muchos filósofos cuando expresa que hay un lado oscuro en el deseo de reconocimiento. La parte del alma que lo desea, el thymos, parece ser el principio de todo mal y génesis de todos los conflictos humanos. La demanda de ser respetado en condiciones de igualdad y ser reconocido como “superior” dibujan las dos dimensiones de este reconocimiento, relata el historiador.
Bajo este contexto, retomo las ideas de la relación no reconocimiento-resentimiento, que hecha política en
Venezuela, cimentó las bases y la consolidación del chavismo y su estirpe
totalitaria. A diferencia de aquella vez, insistiré en este escrito, sobre
la megalothymia, la demanda a ser reconocido como
superior, una de las caras del thymos, estudiado
por Fukuyama en varias de sus obras, y que en esta ocasión me permitirá
delinear la configuración del alma totalitaria.
Ser “superior” o al menos creérselo sin serlo, involucra un conjunto de
percepciones conscientes y no tanto, de manejos emocionales propios y de
extraños, que preparan el terreno, para el despliegue totalitario. Los traumas
familiares, personales, las decepciones, la envidia, los fracasos, inician el
itinerario del individuo resentido, que ve en la política, el camino idóneo, la
tabla de salvación para cambiar su realidad, y llegar a ser en ella, el
individuo respetado y reconocido, condición que no hubiese podido lograr fuera
de ella. La política sintetiza así el escenario de las posibilidades y
oportunidades.
En este punto, cuando la necesidad de reconocimiento es alta, se elevan
a la par las virtudes carismáticas, desplegándose el individuo de alma
totalitaria, que al alcanzar la cima del poder, se convierte a su vez en
corazón y mente del Estado totalitario. No en vano, la relación no reconocimiento-resentimiento le anima a luchar
por el poder y ejecutar su venganza, internalizada y acumulada en todos esos
años en los que anhelo ser reconocido y respetado.
El individuo resentido y no reconocido se ha transformado en un político
carismático, que con un alma rencorosa hará del Estado, medio y fin de sus
deseos y exigencias de superioridad no de igualdad. Este hombre y el Estado
serán uno solo. Ocurre aquí un fenómeno importante: su omnipresencia
carismática y totalitaria se internaliza individual y colectivamente. Como
atributo propio de los dioses, este político está a la vez en todas partes, de
allí, que sea núcleo de la vida cotidiana. No hay conversación en la que no se
le nombre, no hay momento en el que no surja su figura. Se convierte así en
inicio y fin de toda socialización.
Pero esta alma totalitaria no está sola, junto al Estado se entroniza en
contra de los enemigos, basado en sus propias experiencias, en sus traumas y
resentimientos. La conciencia histórica, la memoria individual y colectiva
juegan aquí un papel fundamental, especialmente cuando han sido objetos de las
tergiversaciones históricas producto del resentimiento ideológico. En el caso
venezolano, los individuos y políticos con altas dosis de megalothymia, admiradores de la lucha armada,
consiguieron en los rencores y traumas expresados en las llamadas canciones de
protestas, la identificación y la inspiración para lo toma del poder político,
pero también para la caracterización de sus enemigos. Las odas a la igualdad, a
la pobreza, al antiamericanismo, al antiimperialismo y a la lucha de clases
iban condimentado el arquetipo totalitario del chavismo.
En sus campañas, discursos y gobiernos, el alma totalitaria hizo del
“Thymos…la parte del alma que anhela el reconocimiento de la dignidad”[1], centro de su proyecto ideológico. De tal
forma que “para impulsarse a sí mismos, tales figuras se aferraron a los
resentimientos de las personas comunes y corrientes que sentían que su nación o
religión o forma de vida no estaba siendo respetada”[2].
Era la forma de conectarse con todos aquellos que, como él, habían sido
“olvidados”.
Le resultó, muy fácil cautivar y convencer, sus habilidades y carisma lo
convirtieron en un orador, cuya retórica hacia reír, llorar, odiar y
compadecerse del otro. Todos estos recursos delineaban a los “eternos
enemigos”, los culpables de todas sus penurias.
En el fondo de su alma, este individuo totalitario, dejaba al
descubierto su ambición desmedida, de allí que controlarlo todo, hacerse
indispensable, convertirse en dios y hacerse omnipresente no le bastará incluso
hacerse uno con el Estado. Chávez lo decía en el año 2002: “¿Quién dijo que la
libertad de expresión corre peligro? Lo único que usted tiene que hacer para
pensar libremente es pensar como yo”[3]
Ese yo, señala el itinerario del político totalitario. Sin esconder su
naturaleza avanza, apoyado por los fervientes servidores, aduladores de oficio,
que se rodillan ante él. Esta alma rencorosa, transforma el Estado a su medida
y conveniencia. Su naturaleza mimetiza la esencia del hombre totalitario, es
ese su prototipo. Se convirtió así el Estado democrático pues “El ideal de
igualdad demanda un Estado totalitario”[4]
Referencias
[2] Ibíd, p.13
[3] Sergio
Jablón. “Los medios soy yo”, Revista Primicia,
Nro 28, enero, 2002, p. 51.
[4] Count Richard N. Coudenhove-Kalergi. The Totalitarian State against man, p. 157
Ideas en Libertad
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