La descomposición política y social que atraviesa el país inspira una
narrativa poderosa que, paradójicamente, solo puede publicarse y conseguirse en
el extranjero
Las calles de Caracas son,
en su mayoría, escenarios de una vida que ya no es. No hace falta ser muy
perspicaz para darse cuenta de que, en muchos lugares en los que ahora se
sobrevive, no hace tanto se gozó. De que la decadencia que atrapa el paisaje
urbano no es sino un manto de la ostentación de un pasado próximo. Y así, el
dolor, la dificultad, la descomposición, la falta de aliento se convirtieron en
relato. Desde la novela, el cuento, la poesía, cada vez más autores confrontan
una realidad oscura, violenta. Todos se acercan a un mundo que se vino abajo:
Venezuela.
Un grupo de mujeres que emprende un club de lectura en una ciudad sin
nombre sacudida por la violencia, gobernada por el Alto Mando; el miedo de una
hija a que roben a su madre pese a que esta está ya enterrada; el amor entre
una espía de la CIA y uno de la inteligencia cubana; un barrio caraqueño donde
aparece un hombre cuyo apellido coincide con uno de los máximos exponentes de
la poesía rusa, al que Stalin confinó en Siberia. Los escenarios, los
personajes, las tramas son innumerables, pero los rasgos en común entre las
obras que proliferan apenas varían. Ni la lejanía de los que viven fuera del
país ni la cercanía de los que lo sufren son obstáculo para que la cotidianidad
sea ajena a los autores. “Desde hace años, Venezuela es
una emergencia permanente. No lo digo en plan metafísico. Se trata de una
angustia concreta que va desde conseguir medicinas o comida hasta regresar a
casa en una ciudad sin luz. Es casi imposible que todo esto no toque la
escritura. Creo que, para muchos de nosotros, la realidad se ha vuelto una
herida incomprensible. Tratar de escribirla es una forma de ordenar esa locura,
de organizar incertidumbre y el dolor que produce”, explica Alberto
Barrera Tyszka, que tiene los pies en México, donde reside desde hace años,
pero a quien le cuesta despegar la cabeza de Venezuela, su país, al que está
permanentemente conectado.
Desde la novela, el cuento, la poesía, cada
vez más autores confrontan en sus obras la oscura realidad del país
Barrera publicó a finales del pasado año Mujeres
que matan (Literatura Random House), “una novela sobre el contagio
veloz e irracional de la violencia”, en palabras del autor, donde un grupo de
mujeres se enfrentan a distintas formas de agresión oficial. Las páginas
de Mujeres que matanahondan en la descomposición que ya describió
en Patria
o muerte (Premio Tusquets 2015), y que, en cierta manera, tuvieron
su preludio hace 14 años en Hugo Chávez sin uniforme. Una historia
personal (DeBolsillo), escrito junto a Cristina Marcano, acaso la
biografía definitiva del mandatario fallecido; el tótem de la revolución
bolivariana, del denominado socialismo del siglo XXI, a quien no pocos ven como
el origen de la descomposición, que se ha perpetuado con su sucesor, Nicolás
Maduro, en el poder. “Todo se vino abajo en el momento en que estalló la
ilusión de modernidad, que era un espejismo, y entramos en barrera en este
cuento del socialismo inclusivo y soberano, que ha sido la mayor estafa de un
grupo de corruptos que llegaron tarde al saqueo de la corona. Le debemos este
sainete a la izquierda de los años sesenta que se quedó resentida porque se dejó
pacificar con dinero. Y a unos políticos de la Cuarta [República] que no
estuvieron a la altura de la deuda social que arrastraba el país”, describe el
editor y periodista venezolano Sergio Dahbar.
Chávez aún vivía cuando Karina
Sainz Borgo decidió dejar Venezuela, donde nació en 1982, para
instalarse en Madrid hace 13 años. Antes de eso ya tenía intención de escribir
sobre un país que, dice, ya no existe y al que después de lidiar durante años
con el desarraigo ha escrito una suerte de carta de amor en La
hija de la española (Lumen), su primera novela, uno
de los fenómenos literarios del año, publicada en 22 países. “Yo no
reconozco al país y el país no me reconoce a mí”, dice Sainz Borgo. La novela
es el retrato de una mujer de 38 años tras la muerte de su madre, de cómo se
enfrenta sola a una ciudad donde la violencia, otra vez la violencia, lo marca
todo. “La destrucción ha sido tal que disolvió el relato. Para que haya una
catarsis tiene que quedar por escrito”, explica la autora.
No todos los autores abarcan Venezuela desde fuera. El poeta Igor
Barreto sigue viviendo en Venezuela, desde donde ha reflexionado sobre
la pobreza en su apabullante El
muro de Mandelshtam (Bartleby). Lejos de espantar la crisis de su
país, Barreto ha tratado de aprender de ella, como un método quizás de
supervivencia. “Es una circunstancia para conocer mejor al ser humano. Es
imposible conocer el carácter de una persona o un país si no entra en crisis.
He podido conocer mejor a Venezuela”, afirma, cuando trata de explicar lo que
denomina una “relación íntima con este proceso de marginalización”. “Yo creo,
siento, que tengo una gran fortuna al poseer un lugar. El lugar es el templo.
Yo no me iría nunca de Venezuela porque es el lugar del que puedo hablar muy
bien, donde ser testigo de las cosas que ocurren y pensar en ellas”, apostilla
el poeta.
Varios
venezolanos acarrean agua ante una pintada en una calle de Caracas que
pregunta: “¿La normalidad es un privilegio?”. FEDERICO PARRA AFP
/ GETTY IMAGES
Barrera Tyszka, Sainz Borgo, Barreto, también Moisés
Naím, que ha publicado Dos
espías en Caracas (Ediciones B), son apenas algunos de los nombres
que afloran en una lista que se termina por volver ingente. “Pienso en Victoria
de Stefano, en Ana Teresa Torres, en Eduardo Liendo, Israel Centeno, Juan
Carlos Méndez Guédez, en Fedosy Santaella. En gente más joven como Rodrigo
Blanco, Eduardo Sánchez…, y por supuesto quedan muchísimos nombres por fuera”,
aporta Barrera: “Es un proceso irremediable, en cierta forma vallejiano: “Un
hombre pasa con un pan al hombro / ¿Voy a escribir, después, sobre mi
doble?”.
La novedad, si así pudiera llamarse, radica en que la narrativa ha
cobrado fuerza en los últimos años. Tradicionalmente no ha sido el género más
aventajado si se compara con el cuento o la poesía, de mayor raigambre, con
exponentes fuera y dentro de Venezuela como el eterno Rafael Cadenas. “Siempre
he sentido que en el país ha habido, y hay, enormes poetas y pintores. Y que la
narrativa debía esperar. Pareciera que le ha llegado el tiempo”, considera
Sergio Dahbar. “Es muy difícil que surja una narrativa que no exprese lo que
pasa en el país. Si lees un cuento de un joven que vive en un barrio horrible
donde matan a la gente y ese joven trabaja en un canal de televisión como
escenógrafo y le piden que diseñe un barrio bonito porque la televisión debe
mostrar el lado chévere de Venezuela, te das cuenta de que finalmente la
literatura termina por registrar el horror múltiple de esta sociedad. Pareciera
que la gravedad los ha convocado. Comienzan a aparecer autores que pegan duro
en el exterior con libros que tienen público y de alguna manera han encontrado
la voz de la tribu. Semejante hipótesis, de confirmarse, es una gran noticia”.
Cauta a la hora de hablar de una narrativa venezolana como género en sí
mismo se muestra Karina Saiz Borgo: “Antes de identificar un fenómeno
necesitamos un periodo más largo, es un proceso que apenas comienza”. Un
recorrido que, si depende de los acontecimientos que se suceden
vertiginosamente, tiene visos de prolongarse en el tiempo, al menos hasta ver
un país reconstruido.
Los grandes sellos se han ido y muchos
escritores, correctores, diseñadores, traductores e impresores han emigrado
Venezuela, país cuya cotidianidad no cesa de aportar paradojas, encuentra
en la literatura una de las más dolorosas. La eclosión de una narrativa
poderosa coincide con un momento en el que prácticamente solo puede publicarse
y conseguirse fuera de Venezuela. Dentro del país, la industria editorial casi
ha desaparecido. Las grandes firmas se han ido. Muchos escritores, correctores,
diseñadores, traductores, dueños de imprentas… se han ido. “Es un sentimiento
extraño, de alguien que se va quedando solo en una casa donde antes había mucha
gente, actividad, emoción, sana competencia, profesionalismo… Editar en
Venezuela es hoy por hoy un atrevimiento, una osadía, un gesto de fe”, asegura
Sergio Dahbar. No quiere que sus palabras suenen a victimización. “No es ese el
caso. Pero hay algo de impresionante en la idea de que sigues aferrado a un
oficio artesanal y de alguna manera prehistórico, pero que al mismo tiempo
sabes que es muy valioso y que apunta a darle valor a los otros que se han
quedado contigo y que están como tú luchando contra las adversidades”.
Cualquiera que llegue ahora a Caracas y pregunte por una librería será
observado, probablemente, con resignación por su interlocutor, que le hablará
con orgullo, eso sí, de las librerías de Sabana Grande, de que no hace tanto
podía haber pasado por Suma, Alejandría, Noctua, de que las sucursales de las
grandes cadenas —Nacho, Tecniciencia—, de las que ahora o no quedan nada o son
actos de resistencia, se contaban por decenas. Y le dirán que ya no es cuestión
de cómo costear el alquiler del local, ni de lo imposible que resulta meter
libros, no ya distribuirlos. Que quién puede comprarlos. El salario mínimo de
un venezolano es de 40.000 bolívares, unos siete dólares, la mitad o un tercio
de lo que puede costar un libro. “Esto te habla de un aislamiento importante”,
asegura Karina Sainz Borgo: “El autoritarismo, en todas las partes del mundo, achica
tu mundo, te obliga a renunciar a las preguntas más complejas”.
LECTURAS
Alberto Barreda Tyszka
Literatura Random House, 2018
240 páginas. 16 euros
Lumen, 2019
Karina Sainz Borgo
224 páginas. 19,90 euros
El muro de Mandelshtam
Igor Barreto
Bartleby Editores, 2017
140 páginas. 15 euros
Moisés Naím
Ediciones B, 2019
384 páginas. 19,90 euros
Ilustración de Diego Quijano con fotografía de Getty Images.
17 MAY 2019 - 17:48 CESTEL PAIS
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