China está ya lista para convertirse
en la primera superpotencia del mundo, a mitad del siglo XXI. Tiene la voluntad
y cuenta con las condiciones para hacerlo, especialmente aportadas por las
debilidades de las superpotencias que podían competir con ella, EE UU y la UE,
corroídas ambas por la crisis de la democracia liberal y el resurgimiento
fragmentador de los nacionalismos populistas. Y también tiene al líder acorde
para este objetivo, el presidente Xi Jinping, al que el congreso quinquenal
comunista le ha dado un segundo mandato reforzado para emprender tal tarea.
No es fácil descifrar las señales que
emite la magna y secretista reunión cada cinco años de más de 2.000 delegados
del Partido Comunista de China. Ni una sola de sus decisiones y debates se celebran
a la luz del día, es una organización que cultiva obsesivamente la uniformidad
y la opacidad y tiene auténtica alergia al pluralismo. Todo hay que deducirlo
de la interpretación de los discursos, de los nombramientos e incluso de las
imágenes y gestos de los dirigentes.
La conclusión unánime de los
observadores del 19º Congreso que se ha celebrado entre los días 18 y 24 de
octubre es que el actual líder, Xi Jinping, se ha convertido en el hombre más
poderoso de China desde los tiempos de Mao Zedong, el fundador de la República
Popular. Tres son los cargos señeros que acumula el líder chino: la secretaría
general del partido, que es la que se dilucida en los congresos; y luego la
presidencia de la República y la presidencia de la Comisión Militar, equivalente
esta última a la categoría de comandante en jefe militar del presidente de los
EE UU. Los antecesores de Xi también los ocupaban, pero siempre estuvieron
sujetos al equilibrio entre facciones internas y a la idea de dirección
colegiada, que implantó Deng Xiaoping como reacción al culto a la personalidad
y a las arbitrariedades de Mao Zedong, sobre todo durante la Revolución
Cultural.
Xi Jinping anula la dirección
colegiada y la modestia en política exterior impuestas por Deng Xiaoping
Los signos del inmenso y excepcional
poder de Xi son abundantes, pero destacan dos. De una parte, se ha inscrito su
nombre en la definición constitucional del pensamiento oficial, algo que no
había sucedido en vida de ningún otro dirigente que no fuera Mao. De la otra, ha
quedado interrumpido el ritual oficioso de la sucesión generacional cada diez
años, que obligaba a designar ahora a los dos sucesores de la sexta generación
—futuros presidente y primer ministro— para su nombramiento en 2022 en el 20º
Congreso, de forma que Xi podrá perpetuarse en el poder, como solo hicieron
Deng Xiaoping y Mao, terminando así con la idea de dirección colegial y del
equilibrio entre facciones que ha funcionado en las dos últimas décadas con los
presidentes Jiang Zemin y Hu Jintao.
La equiparación con Mao es la forma,
es decir, el simbolismo y el folclore. No quiere decir que no sea inquietante,
a la vista del terrible balance del maoísmo. Pero más lo es el contenido de la
elevación a la máxima categoría del nuevo dirigente chino, canonizado en vida
como el tercer emperador del imperio rojo. Después del fundador Mao y del
reformador capitalista Deng, llega el emperador que quiere convertir a China en
el nuevo imperio del centro, ahora global y no meramente asiático como lo fue
hasta hace 200 años, y por tanto en la superpotencia global del siglo XXI.
Siendo el fundador Mao un emperador
que se creía filósofo, todos sus sucesores se han visto obligados a fingir una
vocación filosófica mediante una palabrería similar a la de su antecesor. El pensamiento
o teoría de Deng, que abrió el país al mundo y al capitalismo, se inscribió en
los principios del partido en 1997, diez años después de su muerte. Las ideas
de Jiang Zemin y de Hu Jintao, consideradas menores, han merecido también su
elevación a doctrina oficial pero sin mencionar el nombre, al final de sus
respectivos mandatos. Xi, en cambio, recibe tal honor nominalmente, en vida y
en el ejercicio del poder, como Mao.
El origen de esta operación
ideológica se halla en el marxismo-leninismo, la denominación elegida por
Stalin a la muerte de Lenin para convertir la doctrina política oficial y a su
autor en las piezas de una construcción dogmática de una religión de Estado
obligatoria y única. Mao Zedong fue todavía más audaz e inscribió su propio pensamiento
en la doctrina oficial como marxismo-leninismo-maoísmo y, en buena lógica con
el culto a su personalidad implantado ya en vida bajo sus órdenes, cuando murió
su cadáver fue embalsamado e instalado en la plaza de Tiananmen al igual que el
de Lenin fue instalado por Stalin en la plaza Roja.
El pensamiento de Xi Jinping ahora
sacralizado se define como “el socialismo con características chinas para una
nueva era”, y contiene en su nombre la teoría de Deng Xiaping de adaptación del
mercado al socialismo, pero también la idea de una era inaugural con el
horizonte para mitad del siglo XXI de una China convertida en superpotencia,
incluso en el plano militar. Es el regreso en plenitud del imperio, una vez
superadas las humillaciones de la época colonial y alcanzada la prosperidad que
permite competir en el mundo.
Al contrario de las expectativas de
hace una década, el capitalismo chino no tiene cita con la democracia liberal
en un futuro cercano
En política exterior, significa el
anuncio de una acción cada vez más agresiva, aunque se siga presentando como un
ascenso pacífico. Taiwan está ya en la diana para los próximos años, con el fin
de completar la soñada unificación china. La lengua de vaca del mar del Sur de
la China, una extensa zona marítima lindante con seis países y con 200
arrecifes y peñascos donde Pekín construye puertos y aeropuertos, cuenta
también como si fuera el patio trasero chino, al igual que lo fueron
Centroamérica y las Antillas para Estados Unidos. En realidad, China ha
construido ya su propia Doctrina Monroe (América para los americanos) por la
que exige tratar bilateralmente a sus vecinos y sin interferencias ajenas al
continente.
Con el emperador Xi se aclaran
definitivamente tres ambigüedades que rodeaban la vía china desde el ascenso de
Deng Xiaoping hasta ahora. El crecimiento económico y el mercado no conducirán
a la democracia. El partido comunista no soltará jamás el control sobre la
sociedad, permitiendo el pluralismo político y religioso. China no aceptará
plenamente el derecho y el orden multilaterales internacionales, sino que
intentará organizar en torno a su centralidad un orden internacional propio y
paralelo, a semejanza o imitación de lo que ha hecho Estados Unidos en el siglo
XX.
El modelo de Mao era la Unión Soviética
de Stalin, que actuaba de espejo y de rival competitivo. Y no exactamente por
el maxismo-leninismo, sino por la capacidad de construir un imperio mediante la
dictadura de un partido fuertemente disciplinado. En su filosofía de la
historia, China asciende cuando la autoridad central controla el país y se
fragmenta y entra en decadencia cuando hay pluralismo y disputas civiles. Para
los actuales dirigentes chinos, la República Popular es una Unión Soviética que
ha triunfado.
El gran estudioso del maoísmo que fue
Simon Leys ya caracterizó al pensamiento de Mao como una “mezcla de marxismo
mal digerido y de taoísmo brumoso”. El pensamiento de Xi nada tiene de
socialista ni de marxista, aunque mucho de confucianismo. Pretende ser en todo
caso una doctrina imperial camuflada y la alternativa autoritaria y
nacionalista a la democracia y al cosmopolitismo liberales de los países
capitalistas.
El País. ideas
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