La suspensión del premio de novela Rómulo Gallegos
y de la gira de la Orquesta Juvenil de Venezuela por Estados Unidos evidencia
la crisis del sector en el país sudamericano
“¿Culta?”,
se preguntaba en 1980 sobre Caracas el escritor y periodista argentino Tomás Eloy Martínez,
uno de los tantos intelectuales del continente que habían llegado a la capital
venezolana expulsados por las dictaduras y atraídos por las oportunidades de la
suntuosa economía del país sudamericano, llamado por entonces la Venezuela
Saudita. “Es verdad, si el adjetivo se mide con el termómetro de las
convenciones”, se respondía Martínez, “hay seis grandes salas de conciertos,
siempre pobladas; cuatro museos de alto nivel y una decena de museos menores
consagrados a salvaguardar la memoria nacional; siete universidades y unos 10
institutos de altos estudios; seis orquestas sinfónicas, más de 20 salas de
teatro en actividad y un festival babilónico —el mejor del mundo—”.
Varias décadas después y tras una larga sucesión de crisis de distintos
Gobiernos, agudizada durante el mandato de Nicolás Maduro —elegido en 2013—,
queda muy poco del país que sedujo en los años cuarenta y cincuenta al escritor
cubano Alejo Carpentier o al joven periodista Gabriel García Márquez, así como
un par de décadas más tarde al propio Tomás Eloy Martínez o al gran crítico
literario uruguayo Ángel Rama, entre otros.
Este año las instituciones culturales
venezolanas han presentado graves síntomas de decadencia. Primero fue el anuncio
del Ministerio de Cultura en junio que decretó la suspensión por falta de
fondos del premio de novela Rómulo Gallegos, el más importante de
la región. Después llegó la cancelación en agosto de una gira por Estados Unidos de
la afamada Orquesta Juvenil de Venezuela, dirigida por Gustavo Dudamel. Maduro
ha acusado al músico de hacer política tras criticar este la muerte de un joven
violinista durante la ola de protestas antigubernamentales que entre abril y
julio causaron más de 120 muertos y cientos de heridos.
El Rómulo Gallegos, que en sus mejores años galardonó a Mario Vargas
Llosa (La casa verde, 1967), Gabriel García Márquez (Cien años de soledad, 1972) o Carlos Fuentes (Terra Nostra, 1977), había dado las primeras señales de
preocupación en 2015, cuando el ganador en esa oportunidad, el escritor colombiano Pablo Montoya, tuvo que esperar
más de medio año para recibir los 100.000 dólares de la distinción. “Hay
premios sin dote económica, como el Goncourt en Francia. El escritor no recibe
casi nada, un cheque de uno o diez euros, pero en cambio se le ofrece una
difusión espectacular que garantiza que el escritor tenga una gran
retribución”, reflexiona Montoya en un correo electrónico sobre la suspensión
de este año. “El Rómulo Gallegos podría hacer algo parecido, pero la crisis que
padece Venezuela no permite nada en estos momentos. Es un país, en cierta
medida, al garete”, concluye.
Roberto Hernández, presidente de la institución estatal que dirige el
premio y quien confirmó en junio su aplazamiento, admite en una conversación
por chat que han considerado adoptar el modelo del incentivo simbólico del
Goncourt, aunque “solo de modo informal”. Con una inflación del 2.200% proyectada para este año y
una caída de 7,4% del PIB, según el Fondo Monetario Internacional, así
como la prohibición de Washington de comprar bonos y deuda del
Gobierno de Venezuela y la petrolera estatal, PDVSA, la entrega del premio
parece el menor de los problemas del país sudamericano. Pero es un claro
síntoma de estos.
Las dificultades presupuestarias se han sumado al viejo lastre de la
política. Leonardo Azparren, exdirector de la otrora célebre Monte Ávila, cuyas
colecciones incluyen las obras más importantes de la literatura y el pensamiento
latinoamericano, describe en un intercambio de correos la deriva de esta
editorial estatal: “Después de la gestión del profesor Alexis Márquez Rodríguez
[la última antes del chavismo], cambió poco a poco su política editorial para
hacer énfasis en ediciones ideológicamente afines con el régimen del teniente
coronel Hugo Chávez”. Azparren se refiere a títulos como Bush vs. Chávez. La guerra de Washington contra Venezuela (2006),
de Eva Golinder; Ser capitalista es un mal negocio. Claves para
socialistas (2007), de Haiman El Troudi; o Kirchnerismo. Desde las tensiones estructurales hacia la
construcción del futuro (2012), de Jorge Capitanich.
El académico de la Universidad Central de Venezuela lamenta que Monte
Ávila perdiera “su lugar casi hegemónico en el mundo editorial” del país
sudamericano e, incluso, la tienda que tenía en el teatro Teresa Carreño, que
“desapareció para ser una más de una red de librerías del régimen”. Al igual
que este local, los deteriorados salones del teatro han sido usurpados y han
dejado de ser una escala obligatoria en el circuito internacional de la música
clásica, como lo fue hasta los años noventa, para acoger mítines políticos
afines al oficialismo.
Un
soldado venezolano monta guardia ante el teatro Teresa Carreño durante la
celebración de la cumbre de la OPEP en Caracas en 2000. AP
Uno de los actos más recientes celebrados allí fue uno de los del ciclo
Todos Somos Venezuela, unas jornadas de repudio al cerco político y económico de la comunidad internacional contra
el país ante la deriva autoritaria del régimen. El pasado agosto el Gobierno
instaló contra viento y marea una Asamblea Constituyente conformada solo por chavistas que
se ha autoproclamado la máxima autoridad y se ha arrogado las funciones del
Parlamento democrático de mayoría opositora.
Pese al declive de las instituciones, el chavismo tuvo el propósito de
ampliar el acceso a la cultura en un país en el que este era un privilegio de
las clases media y alta. Chávez inauguró en 2007 una imprenta que puede
producir a diario unos 60.000 libros, revistas y periódicos. Según el Ministerio
de Cultura, solo esa institución publicó 11 millones de ejemplares en 12 años,
de 2004 a 2016. El país pasó también en el mismo lapso de editar cuatro títulos
al año por cada 100.000 habitantes a alrededor de 12, de acuerdo con datos del
Cerlalc, el organismo regional de fomento de la lectura.
Pero comparado con otros países, esto apenas representa el 1,7% de la
producción de toda América Latina, en la que Venezuela ocupa el noveno lugar en
número de ediciones. Y el porcentaje de lectores entre 2008 y 2012 —los últimos
datos contrastables disponibles— apenas aumentó dos puntos, pese a la onerosa
inversión estatal, según la investigadora venezolana Gisela Kozak.
El periodista Manuel Silva-Ferrer, investigador asociado al Instituto de
Estudios Latinoamericanos de la Universidad Libre de Berlín, señala en el
libro El cuerpo dócil de la cultura que el balance de la
gestión chavista es contradictorio porque el Estado y el mercado han impuesto
restricciones que limitan y encarecen el acceso a la cultura. Muchos
intelectuales además han migrado del sector público al privado, en “un fenómeno
propio de regímenes totalitarios”, afirma Silva-Ferrer en una entrevista
telefónica.
Se trata justamente de lo que sucede en el Sistema Nacional de
Orquestas, un exitoso programa de formación musical del Estado del que se
benefician más de 300.000 menores, la mayoría de escasos recursos.
“Ciertamente, el grado de control político sobre el Sistema ha aumentado
notablemente, aunque esto es apenas visible fuera, ya que su postura siempre ha
sido evitar las declaraciones políticas y alinearse tácitamente con cualquier
partido o político en el poder, por lo que apenas ha sido silenciado”, afirma
en un intercambio de correos Geoffrey Baker, profesor de la Universidad de
Londres y autor de El Sistema.Orquestando a la
juventud venezolana. “El impacto es mucho más sottovoce: deserción significativa de personal en todos los
niveles de la organización”, agrega.
Además de la gira suspendida en Estados Unidos, la Orquesta
Sinfónica Simón Bolívar de Venezuela también dejó en el aire una serie de
conciertos en julio en Bogotá. El investigador Baker precisa: “Si el Sistema se
encuentra estrechamente vinculado al declive del chavismo, es porque estuvo muy
atado a este durante los buenos tiempos de los altos precios del petróleo y la
popularidad del Gobierno. Y hace 10 años, el mundo lo amaba”.
La doctora Victoria L. Rodner, profesora de Márketing en la Fundação
Getúlio Vargas de São Paulo y quien ha investigado la industria cultural en
Venezuela, resume en tres puntos la política del chavismo frente a las artes
plásticas. “Los museos prefieren los espectáculos colectivos y acogen
macroexhibiciones donde cualquier hijo de vecino está incluido”, señala en una
investigación, en la que subraya el desprecio total por las comisarías o
curadurías, lo que, entre otras cosas, ha conducido a una sangría de
profesionales hacia el sector privado. “El arte popular llega a las calles del
país, de modo que la iconografía nacional decora los murales en toda Venezuela,
con lo que se proyecta un fuerte sentido de identidad, de patriotismo, así como
un mensaje político”, advierte en segundo lugar. Y concluye: “La participación
internacional en eventos artísticos como la Bienal de Venecia [cuya asistencia
es financiada por el Gobierno] representa o describe una identidad étnica y
colectiva para que todo el mundo la aprecie”.
“Venezuela tiene un pabellón permanente en un espacio envidiable”,
agrega por teléfono Rodner sobre la Bienal de Venecia, el evento de arte
contemporáneo internacional por excelencia. “Y solamente van los artistas
avalados por el Gobierno. [El problema es que ellos] quieren tener un doble
apoyo, del Estado para ir a la Bienal y de las galerías venezolanas para
exponer su trabajo. Pero si van a Venecia, las galerías dicen: ‘Ah, bueno, ese
es chavista, yo no voy a presentar sus cuadros”.
Foto principal: Ensayo del director Gustavo Dudamel con la Orquesta Sinfónica Simón Bolívar el pasado marzo en el Palau de la Música de Barcelona. ALBERT GARCÍA
Madrid / Caracas 26 SEP 2017 - 05:18 CEST EL PAIS
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