Los partidos de
extrema derecha están usando la añoranza por el pasado como un subterfugio para
defender medidas xenófobas, sexistas, homófobas y aislacionistas. ¿Cómo pueden
las democracias combatir la nostalgia que amenaza con minar el orden liberal?
Las democracias occidentales
se enfrentan a dos viejos fantasmas: el pesimismo y la nostalgia. Un estudio
realizado por YouGov revela que 65% de los europeos y
estadounidenses piensan que el mundo está empeorando y que las nuevas
generaciones serán más pobres que las anteriores, mientras que tan solo 6%
considera que las cosas están mejorando. Esta siniestra sensación de decadencia
no solo está afectando a nuestras economías y comportamientos sociales, sino
que también está teniendo consecuencias políticas sin precedentes.
Tradicionalmente, el
pesimismo estaba asociado a la apatía política y a la abstención. Los
individuos con bajas expectativas en el futuro y escasa confianza en las
instituciones solían convertirse en figuras invisibles que no participaban de los
debates públicos ni acudían a las urnas a votar. Pero tras la crisis financiera
de 2008 esto cambió. Al calor de las políticas de austeridad, surgieron nuevos
partidos y líderes populistas dispuestos a capitalizar el pesimismo y la
nostalgia por un pasado percibido como mejor para movilizar apoyos y revertir
el statu quo.
Ocurrió primero en Reino
Unido, durante la campaña del Brexit. La mayoría de los referendos sirven para
acometer un nuevo proyecto, ya sea aprobar una nueva Constitución, unirse a un
organismo internacional o cambiar la estructura del Estado. El referéndum del
Brexit, sin embargo, acabó convirtiéndose en un debate en torno de dos
interpretaciones históricas enfrentadas. Los británicos que pensaban que la
vida en Reino Unido había mejorado tras su incorporación a la Unión Europea en
1973 votaron «Remain» (73%); quienes pensaban que había
empeorado votaron «Leave»
(58%). Asuntos como la inmigración, la economía o la soberanía nacionalfueron
en última instancia reducidos a una cuestión de cómo se percibe el progreso.
Algo similar ocurrió, poco
después, en Estados Unidos. Una encuesta del Pew
ResearchCenter revela que, el
día de las elecciones, la población norteamericana estaba dividida entre
quienes pensaban que la vida había mejorado desde los años 60 y quienes
pensaban que había empeorado (47% y 49% respectivamente). La mayoría de los
optimistas votaron por Hillary Clinton (59%), mientras que los pesimistas
apoyaron masivamente a Donald Trump (81%), un hombre de 70 años que, a
diferencia de Barack Obama, no les prometía cambio ni progreso, sino la
posibilidad de «Make
America great again»
y de devolverla a un pasado
indefinido en el que el país –y sus mayorías blancas cristianas– gozaban de una
hegemonía económica y social incontestada.
Discursos muy parecidos están
proliferando en Europa continental, donde varios partidos populistas de extrema
derecha están tratando de capitalizar el pesimismo de la ciudadanía para
impulsar sus agendas xenófobas, nacionalistas y antieuropeas. En Francia, el
proyecto nostálgico del Frente Nacional, que pretende recuperar el franco,
abandonar la UE para reforzar el Estado central y revertir las políticas
multiculturales de las últimas décadas, ha
permitido a Marine Le Pen cosechar 34% de los votos en las elecciones
presidenciales de la semana pasada. En Alemania, Alternative für Deutschland aspira a conseguir entre 7% y 8%
del electorado en los comicios de septiembre, lo que la convertiría en la
primera fuerza ultraderechista en acceder al Bundestag. Un estudio de
la Universidad de Mannheim apunta cuál es el nexo común que une al grueso (62%)
de sus simpatizantes: la firme creencia en que el pasado era mejor y que el
país ha empeorado debido a la llegada de inmigrantes de etnia y religión
diferentes.
Es evidente que estas
narrativas pesimistas suponen una seria amenaza no solo para la UE, sino para
el orden liberal en su conjunto. La cuestión es: ¿de dónde proviene esta
nostalgia? ¿Qué consecuencias puede tener para el orden mundial? Y, lo que es
quizá más importante, ¿cómo puede ser combatida?
Las causas
Como ya notara el sociólogo
Fred Davis, la nostalgia es una respuesta común en aquellos grupos sociales que
sienten la continuidad de su identidad amenazada, algo que tiende a ocurrir en
periodos de transformaciones profundas y aceleradas. Las disrupciones tecnológicas
y los cambios socioeconómicos que estas generan suelen provocar ansiedad y
miedo entre los individuos de una cierta edad quienes, sobrecogidos por la
aparente complejidad, inestabilidad e incoherencia de las nuevas
circunstancias, buscan refugio en un pasado percibido como mejor.
Existen al menos dos
explicaciones científicas de este fenómeno. La primera tiene que ver con la
tendencia humana a concebir el pasado como una antítesis del presente, y no
mediante un análisis equilibrado de la evidencia histórica. Si la sociedad es
ahora impersonal y desigual –plantea este razonamiento–, en el pasado debió ser
personal e igualitaria; si la vida es ahora precaria y difícil, antes debió ser
sencilla y llena de certidumbres. La segunda explicación es conocida como rosy retrospection bias.
Numerosos estudios demuestran que, a partir de una cierta edad, las personas
tendemos a atribuir a nuestros recuerdos un carácter más positivo del que
realmente tuvieron, especialmente si los acontecimientos rememorados ocurrieron
durante nuestra juventud. Estos recuerdos falsos pueden edulcorar nuestra
visión del pasado y distorsionar nuestro juicio a la hora de tomar decisiones,
ya que los seres humanos estamos programados para repetir aquellas experiencias
que recordamos como positivas.
El resultado de este doble
proceso mental es un pasado simplificado e idealizado, convertido en una «edad
dorada» en la que todo fue mejor que ahora; una idea sugestiva que políticos de
todo espectro ideológico han usado en repetidas ocasiones a lo largo de la
historia. Benito Mussolini se hizo con el poder prometiendo que devolvería
Italia al antiguo esplendor del Imperio Romano. El conservador británico A.K.
Chesterton lo hizo oponiéndose a la entrada de inmigrantes de color a Reino Unido
y apelando a la recuperación de la cultura y los valores victorianos. Ronald
Reagan instrumentalizó la nostalgia por los años 50, presentada como la
culminación del sueño americano, para justificar su desmantelamiento del Estado
de Bienestar en Estados Unidos.
Hoy vivimos en una época de
cambios frenéticos e impredecibles. No es por tanto sorprendente que aquellos
sectores sociales que se sienten más amenazados por las últimas
transformaciones socioeconómicas estén entregando su voto a esos partidos que les
prometen un regreso a las dulces aguas del ayer; cuando los gobiernos
controlaban sus economías nacionales, los políticos no mentían y los robots y
los extranjeros no les arrebataban el trabajo.
Las consecuencias
Sin embargo, esta tendencia
plantea severos problemas que no podemos obviar. La nostalgia es inocua
–incluso positiva– cuando sirve para edulcorar recuerdos personales e inspirar
novelas y películas históricas. Pero cuando se convierte en el núcleo de un
proyecto político y de las esperanzas de sus votantes, tiende a resultar
desastrosa.
Primero, porque la nostalgia
es ilusoria; representa un salto a un bote salvavidas imaginario desde un barco
que ni siquiera está hundiéndose. La edad dorada a la que estos movimientos
populistas quieren llevarnos nunca existió. Muy por el contrario, es el
resultado de una imagen idealizada, construida sobre la base de sentimientos y
no de evidencias históricas. En su conjunto, el pasado nunca fue mejor que el
presente, ni en términos sociales, ni económicos, ni políticos.
En segundo lugar, la
nostalgia es peligrosa porque es regresiva. Ya en el siglo XIX, Karl Marx
condenó la política de la nostalgia por ser un artefacto conservador empleado
por las clases privilegiadas para defender sus intereses y obstaculizar el
progreso hacia una sociedad más justa e igualitaria. Su diagnóstico sigue
teniendo hoy plena vigencia. Los partidos de extrema derecha están usando la
añoranza por el pasado como un subterfugio para defender medidas xenófobas,
sexistas, homófobas y aislacionistas sobre las que, de otro modo más directo,
no se atreverían a pronunciarse. Cuando Trump elogia la América de los años 60,
lo que en realidad hace es llamar a una vuelta de la segregación racial, del
sometimiento de la mujer y de la hegemonía militar de EEUU. Esa es la
«grandeza» a la que Trump quiere regresar.
Por último, la nostalgia es
mala guía política porque marca un rumbo imposible de ejecutar. Creer que un
país puede avanzar yendo hacia atrás es como pretender atravesar las carreteras
del Himalaya con los ojos fijos en el retrovisor. Las sociedades no pueden
retroceder en el tiempo –nadie puede– y, cuando
lo intentan, los resultados suelen ser desastrosos, como demuestran los
ejemplos recientes del Zimbabue de Robert Mugabe o la Corea de Kim Jong-un.
La solución
Así las cosas, la pregunta
es: ¿cómo pueden las democracias combatir esta nostalgia que amenaza con minar
el orden liberal? A mi modo de ver, se requiere un doble esfuerzo. Por un lado,
es necesario que nuestra clase política mire de una vez hacia el futuro y
construya nuevos proyectos que sustituyan a las utopías ya agotadas del
comunismo, socialismo, neoliberalismo, etc., y que lleven a Occidente a un
nuevo estadio de bienestar e igualdad. Por otro, es imprescindible que nuestros
líderes miren hacia atrás y formulen narrativas históricas que pongan en valor
las muchas conquistas sociales alcanzadas por la globalización, el libre
mercado, la democracia y la integración europea y que denuncien las miserias de
ese pasado que algunos se empeñan en idealizar. Al fin y al cabo, como dijo
Kierkegaard, «la vida debe ser vivida hacia delante, pero solo puede ser
comprendida hacia atrás».
Por Diego Rubio
Nueva Sociedad, Mayo 2017
No hay comentarios:
Publicar un comentario